La
“naturaleza” de la sociedad
La apelación a
lo “natural” es propia de algunos actores políticos y, unida a ciertos
discursos de la sociobiología, es muchas veces usada para perpetuar situaciones
de injusticia. La discusión sobre lo que es natural y lo que es una
construcción específicamente humana es bien difícil, está abierta y
probablemente lo estará por mucho tiempo.
En los últimos años el
Congreso Nacional sancionó una serie de leyes que ampliaron notablemente los derechos
y las libertades de las personas, especialmente en aquellos aspectos
relacionados con las preferencias sexuales. Sin embargo, en los debates que
acompañaron la sanción de las mismas, como en el año 2010 con la Ley de
Matrimonio Igualitario o en la más reciente Ley de Identidad de Género,
asistimos a una reaparición de la apelación a lo “natural” entre algunos
actores políticos, confesiones religiosas y organizaciones civiles que se
oponen a que las parejas homosexuales tengan los mismos derechos y obligaciones
que las parejas heterosexuales, o a que cada miembro de la sociedad pueda vivir
plenamente su identidad sexual.
Si bien en estos casos
lo “natural” fue invocado para estigmatizar preferencias sexuales,
supuestamente contrarias al orden de la naturaleza, el reclamo a la supuesta
“naturalidad” de los comportamientos humanos también fue históricamente
utilizado –y lo sigue siendo en la actualidad– por distintos sectores de la
sociedad para justificar segregaciones raciales, desprecio por las minorías,
políticas económicas o intervenciones militares.
En las explicaciones
acerca de la “naturalidad” del orden social es posible reconocer dos líneas
principales, una apela a la fe y la otra a la ciencia.
En su variante
religiosa, el argumento que invoca el “orden natural” de las sociedades
humanas, basado en la familia tradicional, sostiene que Dios creó a la
naturaleza, al hombre y a la mujer y les ordenó que se unan, procreen y pueblen
el mundo. Así, lo “natural” obedece al mandato divino: en este esquema, la
única orientación sexual posible es aquella destinada a la procreación porque
Dios así lo quiso.
Como las cuestiones de
fe hay que dejarlas en manos de los creyentes, es más enriquecedor para el
debate ciudadano explicitar la variante laica y científica de mayor influencia
colectiva a la hora de apelar a lo “natural” como forma de justificar la
organización social: el determinismo biológico.
El presupuesto en que se
sustenta esta postura es, grosso modo, que como los humanos somos una especie
que forma parte de la naturaleza, si bien la más desarrollada y con
características propias, nuestros comportamientos y roles sociales están
prefijados biológicamente y son comparables al de los demás seres vivos.
Esta visión del ser
humano reconoce orígenes lejanos en el tiempo y entre finales del siglo XIX y
comienzos del siglo XX, de la mano de Francis Galton, dio origen a la corriente
eugenésica que proponía la selección artificial para mejorar la especie humana.
Sin embargo, este presupuesto tomó un pretendido carácter objetivo y cobró
mayor peso científico a mediados de los setenta, cuando el entomólogo Edward
Wilson inspiró la sociobiología, teoría que sostiene que nuestra conducta, tras
siglos de evolución, está codificada en los genes; por lo tanto, tanto la
naturaleza humana como las causas de los fenómenos sociales serían transmitidas
hereditariamente. Bajo esta mirada, nuestro comportamiento queda equiparado, en
gran medida, al instinto animal.
Hace 2400 años, en la
Grecia antigua, Aristóteles sostenía que las mujeres y los esclavos no tenían
capacidad para mandar, ya que eran inferiores “por naturaleza”, por lo tanto
debían obedecer el mandato de los hombres libres. Lamentablemente para la
humanidad, esta idea perduró en el tiempo y la dominación y explotación a gran
escala a la que fueron sometidos vastos sectores de población durante los
últimos siglos fue abiertamente justificada apelando a lo “natural”: como la
naturaleza nos muestra que hay seres superiores e inferiores y, en términos
darwinianos, el más apto sobrevive, “naturalmente” y en provecho de la especie
humana los pueblos originarios podían ser esclavizados y exterminados.
La segregación racial
legal vigente en EE.UU. hasta fines de los años cincuenta, o el apartheid que
se prolongó hasta mediados de los noventa en Sudáfrica, estaban fundamentados
en la supuesta inferioridad de los negros: si los blancos eran biológicamente
superiores, era “natural” que fueran los dominadores y ocuparan la cima de la
pirámide social.
En nuestro país las
mujeres tuvieron que esperar hasta el año 1951 para poder votar en igualdad de
condiciones con los hombres; obviamente, para los sectores más conservadores de
la sociedad era “antinatural” que las mujeres se tomaran atribuciones que
históricamente habían estado en manos varoniles. Incluso en la actualidad, en
numerosas comunidades las mujeres son discriminadas en ámbitos sociales y
laborales invocando diversas variantes de la idea de la “función social
natural”.
En la economía,
especialmente en las políticas neoliberales que se implementaron a gran escala
durante la década del 90, también podemos encontrar otro uso del presupuesto
“naturalista”. Según sus partidarios, mediante la “mano invisible” el libre
mercado regula el comportamiento egoísta de cada uno de los ciudadanos y los
armoniza obteniendo los máximos beneficios para el conjunto. Esta idea del
egoísmo al servicio de la sociedad y la especie humana tiene uno de sus
puntales en la teoría que afirma que en la naturaleza los comportamientos
egoístas, codificados en los genes, son los que garantizan la supervivencia del
más apto y, por consiguiente, el mejoramiento de la especie.
¿Cuál es el denominador
común en la mayoría de estos casos de exhortación a lo “natural”? El
conservadurismo. Usualmente, se apela al carácter “natural” que tendría la
sociedad para convalidar la estructura sociopolítica vigente y evitar cambios y
progresos. Sin embargo, la historia nos muestra que estructuras sociales
supuestamente “naturales”, como la esclavitud o la segregación racial, fueron
desmanteladas en beneficio de la humanidad, al menos legalmente, en la mayor
parte del mundo.
Como señaló el biólogo y
genetista Richard Lewontin, autor de No está en los genes: racismo, genética e
ideología y férreo opositor de la sociobiología: “No se puede relacionar un
comportamiento social con un gen particular. Las desigualdades de riqueza,
poder y status no son naturales, sino obstáculos impuestos socialmente a la
construcción de una sociedad en la que el potencial creativo de todos sus ciudadanos
sea empleado en beneficio de todos”. A pesar de ser parte de la naturaleza, el
hombre no es un animal más; como sostiene Lewontin, “las diferencias entre los
seres humanos se desvanecen ante el inmenso abismo que nos separa de los demás
animales”.
El proceso de evolución
cultural que acompaña al homo sapiens nos indica que somos creadores de nuestro
propio destino, y la capacidad de diferenciar entre lo que “es” y lo que
“debería ser” es lo que nos distingue del comportamiento meramente instintivo de
los animales.
Fuente: Página/12
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