viernes, 30 de diciembre de 2011

Izquierdas, indignados y okupas


Final del formulario
*Por Boaventura de Sousa Santos *

            Cuando están en el poder, las izquierdas no tienen tiempo para reflexionar sobre las transformaciones que se producen en las sociedades y cuando lo hacen es siempre como reacción a un suceso que perturba el ejercicio del poder. La respuesta es siempre defensiva. Cuando no están en el poder, las izquierdas se dividen internamente para definir quién será el líder en las próximas elecciones, y las reflexiones y las evaluaciones quedan ligadas a ese objetivo. Esta falta de disposición para la reflexión siempre fue perniciosa, ahora es suicida. Por dos razones. La derecha tiene a su disposición a todos los intelectuales orgánicos del capital financiero, las asociaciones empresarias, los organismos multilaterales, los think tanks, los lobbistas, quienes diariamente le proporcionan datos e interpretaciones, que no siempre son faltos de rigor y que siempre interpretan la realidad para llevar agua a su molino. En cambio, la izquierda está desprovista de instrumentos de reflexión abiertos a los no militantes y, hacia dentro, la reflexión sigue la línea estéril de las facciones. En el mundo actual circula una inmensidad de informaciones y análisis que podría tener una importancia decisiva para repensar y refundar las izquierdas, después del doble colapso de la socialdemocracia y del socialismo real. El desequilibrio entre las izquierdas y la derecha, en lo que respecta al conocimiento estratégico del mundo, es hoy mayor que nunca.
La segunda razón es que las nuevas movilizaciones y militancias políticas por causas que históricamente pertenecieron a las izquierdas se están realizando sin ninguna referencia a ellas (salvo, tal vez, a la tradición anarquista) y, muchas veces, en oposición a ellas. Esto no puede dejar de suscitar una profunda reflexión. ¿Se está haciendo esta reflexión? Tengo razones para creer que no y la prueba está en las tentativas de cooptar, aleccionar, minimizar e ignorar a la nueva militancia. Propongo algunas líneas de reflexión. La primera se refiere a la polarización social que está emergiendo de las enormes desigualdades sociales. Vivimos un tiempo que tiene algunas semejanzas con el de las revoluciones democráticas que avasallaron Europa en 1848. La polarización social era enorme, porque el proletariado (en ese entonces una clase joven) dependía del trabajo para sobrevivir, pero (a diferencia de la época de sus padres y abuelos) el trabajo no dependía del obrero, sino de quien lo daba o quitaba a su antojo: el patrón; si tenía empleo, los salarios eran tan bajos y la jornada tan larga que la salud peligraba y la familia vivía siempre al borde del hambre; si era despedido, no tenía ningún sustento, excepto alguna economía solidaria o el recurso del delito. No sorprende que, en aquellas revoluciones, las dos banderas de lucha hayan sido el derecho al trabajo y el derecho a una jornada de trabajo más corta. Un siglo y medio después, la situación no es exactamente la misma, pero esas banderas siguen siendo actuales. Y tal vez lo sean más hoy que hace treinta años. Las revoluciones fueron sangrientas y fracasaron, pero los propios gobiernos conservadores que siguieron tuvieron que hacer concesiones para que la cuestión social no llevase a una catástrofe. ¿A qué distancia estamos nosotros de una catástrofe? Por ahora, la movilización contra la escandalosa desigualdad social (similar a la de 1848) es pacífica y tiene una fuerte inclinación a la denuncia moralista. No atemoriza al sistema financiero-democrático. ¿Quién puede garantizar que esto seguirá así? La derecha está preparada para dar una respuesta represiva a cualquier alteración que se torne amenazadora. ¿Cuáles son los planes de las izquierdas? ¿Van a volver a dividirse como en el pasado, unas tomando la posición de la represión y otras, la de la lucha contra la represión?
La segunda línea de reflexión tiene también mucho que ver con las revoluciones de 1848 y consiste en cómo volver a conectar la democracia con las aspiraciones y las decisiones de los ciudadanos. Entre las consignas de 1848 se destacaban el liberalismo y la democracia. El liberalismo significaba el gobierno republicano, la separación entre Estado y religión, la libertad de prensa, el sufragio “universal” para los hombres. En esta área se ha avanzado mucho en los últimos 150 años. Sin embargo, esas conquistas vienen siendo cuestionadas desde hace 30 años y, en los últimos tiempos, la democracia se parece más a una casa cerrada, ocupada por un grupo de extraterrestres que decide democráticamente por sus intereses y dictatorialmente por los intereses de las grandes mayorías. Un régimen mixto, una “democradura”. El movimiento de los indignados y los okupas rechaza la expropiación de la democracia y opta por tomar decisiones por consenso en sus asambleas. ¿Están locos o son un signo de las exigencias que se vienen? Las izquierdas, ¿ya habrán pensado que, si no se sienten cómodas con formas de democracia de alta intensidad (en el interior de los partidos y en la república), ésa será la señal de que deben retirarse o refundarse?
* Doctor en Sociología del Derecho. Este texto corresponde a la “Tercera carta a las izquierdas”.

Fuente: Diario Página/12

miércoles, 28 de diciembre de 2011

PLASTICA › ANTICIPO DE EL MALESTAR EN LA ESTETICA, DE JACQUES RANCIèRE



Sobre la estética y sus políticas
Acaba de publicarse el libro en el que el filósofo francés analiza las contradicciones y las impases políticas del arte contemporáneo al tiempo que desmitifica el “arte crítico” de los años sesenta y su legado.


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+ Por Jacques Rancière * 

La estética tiene mala reputación. Casi no pasa un año sin que una nueva obra proclame el fin de su era o la perpetuación de sus fechorías. En uno u otro caso, la acusación es la misma: la estética sería el discurso capcioso mediante el cual la filosofía –o una cierta filosofía– desvía en provecho propio el sentido de las obras de arte y de los juicios de gusto. Si bien la acusación es constante, sus expectativas varían. Hace veinte o treinta años, el sentido del proceso podía resumirse en los términos de Bourdieu. El juicio estético, “desinteresado”, tal como Kant lo había fijado en su fórmula, era el lugar por excelencia de la “negación de lo social”. La distancia estética servía a disimular una realidad social marcada por la radical separación entre los “gustos de necesidad” propios del habitus popular y los juegos de la distinción cultural reservados a aquellos que poseían los medios para ella. En el mundo anglosajón, una misma inspiración animaba los trabajos de la historia social o cultural del arte. Unos nos mostraban, por detrás de las ilusiones del arte puro o las proclamas de las vanguardias, la realidad de las restricciones económicas, políticas e ideológicas que pautan las condiciones de la práctica artística. Otros saludaban, bajo el título de The Anti Aesthetic, el advenimiento de un arte posmoderno, que rompía con las ilusiones del vanguardismo. Esta forma de crítica ya casi ha pasado de moda. 

Desde hace veinte años la opinión dominante no termina de denunciar en todas las formas de explicación “social” una complicidad ruinosa con las utopías emancipatorias declaradas responsables del horror totalitario. Y así como canta el retorno a la política pura, celebra renovadamente el puro cara a cara con el acontecimiento incondicionado de la obra. Se habría podido pensar que la estética saldría blanqueada de este nuevo rumbo del pensamiento. Pero, en apariencia, no es nada de eso. La acusación, simple y sencillamente, se ha invertido. La estética se ha vuelto el discurso perverso que impide ese cara a cara, sometiendo las obras –o nuestras apreciaciones– a una máquina de pensamiento preconcebido para otros fines: absoluto filosófico, religión del poema, o sueño de emancipación social. Este diagnóstico se deja sustentar sin problemas por teorías antagónicas. El adiós a la estética, de Jean-Marie Shaeffer, se hace eco, así, del Pequeño manual de inestética, de Alan Badiou. Estos dos pensamientos, sin embargo, están en las antípodas. Jean-Marie Schaeffer se apoya en la tradición analítica para oponer el análisis concreto de las actitudes estéticas a los errabundos caminos de la estética especulativa. Esta habría sustituido el estudio de las conductas estéticas y de las prácticas artísticas por un concepto romántico del absoluto del arte, a fin de resolver el falso problema que la atormentaba: la reconciliación de lo inteligible y de lo sensible. Alan Badiou, en cambio, parte de principios opuestos. Es en nombre de la idea platónica, de la que las obras son los acontecimientos, que rechaza una estética que somete a la verdad a una (anti)filosofía comprometida con la celebración romántica de una verdad sensible del poema. Pero el platonismo de uno y el antiplatonismo de otro coinciden en denunciar en la estética un pensamiento de mezcla, que participa de la confusión romántica entre el pensamiento puro, los afectos sensibles y las prácticas del arte. Uno y otro responden por un principio de separación que pone en su lugar los elementos y sus discursos. Al defender los derechos de la (buena) filosofía en contra de la “estética filosófica”, se siguen fundiendo con el discurso del sociólogo antifilosófico que opone la realidad de las actitudes y las prácticas a la ilusión especulativa. Y coinciden, así, con la opinión dominante, que nos muestra la gloriosa presencia sensible del arte devorado por un discurso sobre el arte que tiende a volverse su realidad misma. Reencontramos esta misma lógica en los pensamientos del arte que se fundan sobre otras filosofías o antifilosofías. Por ejemplo, en Jean-François Lyotard, donde es la marca sublime del toque pictórico o del timbre musical lo que se opone a la estética idealista. Todos esos discurso critican la confusión estética en forma similar. Y más de uno, al mismo tiempo, nos deja ver otra apuesta implicada por dicha “confusión” estética: realidades de la división de clases que se oponen a la ilusión del juicio desinteresado (Bourdieu), analogía entre los acontecimientos del poema y los de la política (Badiou), choque del Otro soberano que se opone a las ilusiones modernistas del pensamiento que se construye un mundo (Lyotard), denuncia de la complicidad entre la utopía estética y la utopía totalitaria (el coro de los subcontratistas). No por nada la distinción de conceptos es homónima a la distinción social. A la confusión o a la distinción estética se vinculan claramente apuestas que atañen al orden social y a sus transformaciones. Este libro contrapone a esas teorías de la distinción una tesis simple: la confusión que ellas denuncian, en el nombre del pensamiento que pone cada cosa en el elemento que le es propio, es de hecho el nudo mismo por el cual ciertos pensamientos, prácticas y afectos se hallan instituidos y provistos de su territorio o de su objeto “propio”. Si “estética” es el nombre de una confusión, dicha “confusión” es de hecho lo que nos permite identificar los objetos, los modos de experiencia y las formas de pensamiento del arte que pretendemos aislar para denunciarla. Deshacer el nudo para discernir mejor en su singularidad las prácticas del arte o los afectos estéticos quizá equivalga a condenarse a carecer de esa singularidad. [...] “Estética” es la palabra que expresa el nudo singular, incómodo de pensar, que se ha formado hace dos siglos entre las sublimidades del arte y el ruido de una bomba de agua, entre una veladura de cuerdas y la promesa de una nueva humanidad. El malestar y el resentimiento que hoy suscita siguen girando en torno de estas dos relaciones: escándalo de un arte que acoge en sus formas y en sus lugares el “lo mismo da” de los objetos de uso y de las imágenes de la vida profana; promesas exorbitantes y mentirosas de una revolución estética que quería transformar las formas del arte en formas de una vida nueva. Se acusa a la estética de ser culpable del “lo mismo da” del arte, se la acusa de haberlo desviado en las promesas falaces del absoluto filosófico y de la revolución social. Mi propósito no es “defender” la estética, sino contribuir a aclarar lo que esa palabra quiere decir, como régimen de funcionamiento del arte y como matriz discursiva, como forma de identificación de lo propio del arte y como redistribución de las relaciones entre las formas de la experiencia sensible. Las páginas que siguen se dedican, más particularmente, a delimitar de qué manera un régimen de identificación del arte se vincula a la promesa de un arte que sería más que un arte o que no sería más un arte. Buscan mostrar, en síntesis, cómo es que la estética, en tanto régimen de identificación del arte, conlleva una política o una metapolítica. Al analizar las formas y las transformaciones de dicha política, tratan de comprender el malestar o el resentimiento que la palabra misma suscita en nuestros días. Pero no sólo se trata de comprender el sentido de un vocablo. Seguir la historia de la “confusión” estética también implica intentar esclarecer la otra confusión que sostiene la crítica de la estética: la que diluye a la vez las operaciones del arte y las prácticas de la política en la indistinción ética. La apuesta, aquí, no sólo atañe a las cosas del arte, sino a las maneras por las cuales hoy nuestro mundo se dispone a discernir y los poderes afirman su legitimidad.

* Filósofo francés (Argel, 1940). Fragmentos de la introducción de su libro, El malestar en la estética, que acaba de publicar la editorial Capital intelectual.

Fuente: Diario Página/12

martes, 27 de diciembre de 2011

Las fronteras: Debate sobre la creación del Instituto Manuel Dorrego VI



Por  Maristella Svampa, Vera Carnovale, Martín Bergel y Horacio Tarcus. Investigadores del Conicet.


Las reacciones que ha despertado la creación del Instituto Nacional de Revisionismo Histórico Argentino e Iberoamericano han sido vistas como excesivas. Muchas figuras afines al gobierno han querido minimizar el hecho, y se han concentrado en descalificar a las voces críticas. Pero resulta evidente que un juicio que se quiera desmarcar de las habituales y empobrecedoras dicotomías K-anti K que abundan en nuestra época –una posición que en este asunto han sostenido algunas figuras también embanderadas con el kirchnerismo- no puede obviar que el Instituto en cuestión no es un hecho aislado, y que por los propósitos explícitos de quienes lo promueven convoca decididamente la oposición del pensamiento crítico.
En efecto, el nuevo Instituto se inscribe en una serie de gestos y prácticas promovidos desde el Estado que, en conjunto, tejen un relato histórico que resulta por lo menos discutible, que merece tanto una crítica historiográfica como una crítica política.


En el terreno historiográfico, el nuevo Instituto revela desde su título mismo un anacronismo. Como ya han anticipado otras voces, el debate “visión revisionista versus visión liberal de la historia” ha sido superado hace décadas. Desde las universidades, en los últimos 25/30 años triunfó el avance de la profesionalización, a partir de lo cual se abandonaron las imágenes simplificadas y los esquemas omnicomprensivos y binarios en favor de la complejidad explicativa y del rigor metodológico. Este giro renovador estuvo presidido por la amplitud temática y la coexistencia de una pluralidad de enfoques y estilos, que abarcan desde figuras que defienden una concepción hiper-academicista hasta otras que sostienen diferentes variantes del ensayismo. En muchas canteras y subdisciplinas de la historia –como la historia de las mujeres, la historia urbana, o la historia de los movimientos populares, por citar sólo tres– los historiadores argentinos se revelaron altamente competentes e inauguraron visiones que gozan de sólido prestigio en muchos lugares de América latina y del mundo. En ese sentido, la categoría de “mitrismo” en la que pretenden ser englobados todos esos esfuerzos es una entelequia, uno de esos típicos epítetos lanzados con el fin de construir un “otro” al servicio de la legitimación de un discurso propio.


Desde un ángulo político, lo que hoy sucede se vincula al giro que efectuó el gobierno a partir de 2008, que se consolidó luego con la aprobación de la ley de medios audiovisuales, y terminó de configurarse con la sorpresiva muerte del ex presidente. Dicho giro operó un fuerte cambio en el escenario político y cultural. Produjo un nuevo deslizamiento hacia las lecturas binarias y el comienzo de un período de exacerbación de la lógica nacional-popular. Así, a diferencia de los comienzos del kirchnerismo, de las más interesantes apuestas por la transversalidad, el relato histórico que fomenta el actual gobierno resulta excluyente porque solicita identidad. A su vez, esa afirmación identitaria a menudo se continúa desde el kirchnerismo cultural en una lógica de linchamiento del diferente. En ese sentido, el relato histórico kirchnerista cumple una función que, curiosamente, es detectable tanto en el Partido de la Libertad de Bartolomé Mitre como en el radicalismo y el peronismo históricos: la de restar legitimidad a todo aquel que no está dentro de sus fronteras. El actual relato kirchnerista es solidario de la idea ficticia de que todos aquellos que no pertenecen al “campo nacional y popular” son ajenos al Pueblo.


Es cierto que, a contrapelo de la profesionalización, como bien reconocía hace muchos años Tulio Halperin Donghi, en la sociedad triunfó un “sentido común revisionista”, un hecho que se materializó en autores que hoy son los best sellers y mandarines del mercado editorial en el campo de la divulgación de la historia. Aunque las hay, aún son a todas luces insuficientes las iniciativas que se proponen trasponer la fosa existente entre la historiografía académica y la sociedad más vasta. Este es otro debate, que sin duda presenta un problema o una suerte de “punto ciego” de parte de ciertos sectores académicos. Pero es un debate en el cual el Estado no puede ni debe participar en tanto que tal, salvo propiciándolo. Un Estado democrático no debería suscribir escuelas historiográficas, ni artísticas ni filosóficas, sino ser el garante de la pluralidad de todas ellas; la suerte de estas escuelas o corrientes se debe jugar en el campo específico de la historia, del arte o de la filosofía, con sus propias reglas de juego: las de la producción, la creación y del libre debate, sin la menor interferencia del poder estatal.
Así, la creación del nuevo instituto revisionista es un síntoma más que indica que los esquemas binarios en la política argentina están a la orden del día, y ello no anuncia nada bueno. El gobierno puede elegir seguir cayendo en ellos, para ajustar aún más el círculo vicioso que sostiene a los mismos, o bien avanzar hacia una construcción plural. Por ejemplo, en el ámbito de la cultura, renunciando a las simplificaciones que aporta, en este caso específico, la adopción y difusión desde el Estado de una lectura revisionista de la historia. Pero no parece ser éste el camino elegido. Pareciera en cambio que, nuevamente, en el orden de los populismos realmente existentes, la experiencia argentina tiende a construirse –corsi y ricorsi mediante– a partir del cierre y la sutura.

Fuente: Diario Miradas al Sur

viernes, 23 de diciembre de 2011

Revisionismo devaluado. La última impostura kirchnerista: Debate acerca del Instituto Manuel Dorrego V

  Por Hernán Camarero y Lucas Poy

En las últimas semanas ha surgido una polémica en torno a la decisión del gobierno de Cristina Fernández de Kirchner de constituir, por decreto, un Instituto Nacional de Revisionismo Histórico Argentino e Iberoamericano “Manuel Dorrego”, bajo la órbita de la Secretaría de Cultura de la Presidencia de la Nación. El mismo promete ser dotado de apoyo técnico-administrativo y del goce de partidas presupuestarias que servirán para el financiamiento de becas, subsidios, premios, congresos, cursos, publicaciones y otra serie de actividades, en pos del desarrollo de una determinada visión historiográfica. El objetivo del flamante organismo, a cuyo frente ya se ha instituido una Comisión Directiva encabezada por el ensayista Mario “Pacho” O’Donnell, es el de “estudiar, investigar y difundir la vida y la obra de personalidades y circunstancias destacadas de nuestra historia que no han recibido el reconocimiento adecuado en un ámbito institucional de carácter académico”. Más específicamente, la meta es la reivindicación de todos aquellos que, como Dorrego, los caudillos federales, Yrigoyen, Perón, Evita y otras personalidades latinoamericanas, habrían defendido “el ideario nacional y popular ante el embate liberal y extranjerizante de quienes han sido, desde el principio de nuestra historia, sus adversarios, y que, en pro de sus intereses han pretendido oscurecerlos y relegarlos de la memoria colectiva del pueblo argentino”. El “proyecto Dorrego” parece acorde con el contenido épico de las “batallas culturales” que el kirchnerismo se viene proponiendo librar. En todos sus poros y hasta en sus detalles, esta increíble empresa historiográfica demuestra el nivel de impostura, improvisación y decadencia cultural al cual puede arribar la clase gobernante.
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El revisionismo histórico emergió como corriente en el contexto de otra enorme crisis del capitalismo, la de los años treinta, cuando colapsó en pocos años la estructura económica de dependencia con el imperialismo británico y con ella empezó a crujir, a su vez, el relato histórico que había presentado esa estructura como virtuosa y a la historia posterior a Caseros como un camino poco accidentado hacia un progreso que parecía indefinido. El revisionismo se constituyó, en efecto, como una interpretación histórica “alternativa” a esa llamada “historia oficial”, que se había articulado a partir de los trabajos de Bartolomé Mitre y Vicente Fidel López y se había desplegado en las incipientes instituciones académicas. Sin embargo, demostró muy pronto ser en realidad el reverso de la moneda de la historia liberal, en la medida en que los héroes de una pasaban a ser los villanos de la otra, y viceversa, pero se mantenía intacta una matriz historiográfica que analizaba menos los procesos sociales y económicos que dieron lugar a los diferentes clivajes políticos que el papel de las “grandes figuras” en el desarrollo de la historia.
Con el tiempo, el revisionismo fue conociendo diversas variantes, que incluso fueron catalogadas como de “derecha” y de “izquierda”, aunque nunca varió el núcleo de su interpretación: una lectura que consideraba que ciertos actores o sectores sociales —Mitre, los porteños, la oligarquía, los unitarios, según el caso— habían bloqueado el desarrollo de otros —Rosas, Urquiza, los federales, los caudillos, las montoneras, según el contexto y el posicionamiento del escritor de marras— que habían tenido en sus manos la posibilidad de un desarrollo alternativo que “no dejaron ser”. No hace falta decir que esta argumentación no era (ni es) inocente en términos políticos: la reivindicación de ciertos actores o proyectos supuestamente “progresivos”, que no pudieron desplegarse o cuyo desenvolvimiento quedó trunco debido a acciones siempre conspirativas de otros sectores oligárquicos, se correspondía con la reivindicación de una burguesía de carácter progresivo que aún era capaz, en los tiempos contemporáneos al escritor, de llevar a cabo ese desarrollo que había quedado trunco.
El pretendido carácter “alternativo” del relato histórico revisionista mostraba su faceta más oscura y tradicionalista al momento de referirse a la clase obrera, que se constituyó como un actor político en una etapa muy temprana de la historia argentina. En efecto, el abordaje que la mayor parte de los revisionistas elaboró sobre la historia de los trabajadores osciló entre el posicionamiento reaccionario y la mistificación inconducente. Todo el largo ciclo de constitución y desarrollo del movimiento obrero desde el último tercio del siglo XIX hasta la irrupción del peronismo fue tratado con negligencia y hostilidad. El anarquismo, el socialismo y cada una de las ideologías y movimientos sociales y políticos emancipatorios fueron considerados productos “exóticos” y “foráneos”, opuestos al sentir y a los propios intereses nacionales. En todo caso, no lograron interpretar las verdaderas limitaciones de aquellas expresiones, pues las “condenaron” por aquello que tenían de progresivo: el haberse guiado por los principios de la lucha de clases y la autonomía clasista, renunciando, por ende, a la supuestamente necesaria unidad con sus explotadores “nacionales”. Como no podía ser de otro modo, la experiencia peronista fue instrumentalizada para normativizar un devenir de la clase obrera argentina, con el fin de naturalizar su adhesión a la conciliación de clases, el estatismo y la supeditación a una ideología esencialmente procapitalista.
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El revisionismo histórico había entrado en una larga decadencia por lo menos desde la década de 1970: el intento del gobierno kirchnerista de recuperarlo es inseparable de su propuesta, explicitada en su llegada al gobierno en 2003, de “reconstruir a la burguesía nacional”. Si todo proyecto político busca legitimarse en la historia, el kirchnerismo, a través de esta exhumación del revisionismo, pretende construirse como continuidad de un pasado de “proyectos nacionales”, siempre capitalistas, que quedaron mutilados o interrumpidos en su intento de desarrollar a la Argentina en un sentido alternativo. El revisionismo pretende convertirse en la nueva “historia oficial”.
Lo primero que salta a la vista, sin embargo, es el carácter devaluado —y degradado— de este nuevo intento revisionista. En primer lugar, por el raigal carácter estatal, es decir, regimentador, con el que es ahora impulsado, pretendiendo insuflar de vida, desde arriba y artificialmente, a una corriente historiográfica en buena medida perimida. Así, el discurso y los fundamentos con los que el Instituto Dorrego fue creado exhiben un notable anacronismo de formas y contenidos. El personal reclutado para dicha empresa (nada menos que por un decreto presidencial) es una muestra de la inconsistencia con la que la misma fue lanzada al ruedo: apenas logran reconocerse allí algunos docentes identificados con la causa esgrimida pero carentes de escritos e investigaciones conocidas de cualquier tipo, junto a otros que sí vienen ejerciendo el oficio en el campo de la divulgación pero que sólo habían demostrado hasta el momento no más que una tenue sensibilidad revisionista, y a connotados escribidores que han hecho del oportunismo y transfuguismo ideológico toda una escuela. Por otra parte, agravando aún más el sentido regresivo del proyecto, recordemos que esta recuperación estatal del revisionismo se hace sobre algunos de sus aspectos más reaccionarios, como quedó de manifiesto en las intervenciones de CFK realzando la figura de Rosas, el caudillo y terrateniente bonaerense, como expresión de una aparente burguesía “progresista” a la que no dejaron desplegar sus alas.
El carácter fallido y conservador del actual ensayo de resucitación del revisionismo no desentona, de todas formas, si se tiene presente que es impulsado por un proyecto político que es él mismo un remedo deteriorado de nacionalismo burgués. Un proyecto que, entre otras cosas, aparece en colisión con sus propias pretensiones y enunciados de “emancipación nacional”, como se puede advertir en las sistemáticas acciones del gobierno: puntual pago de la deuda externa, subsidio y garantía de los negocios del capital extranjero, sanción de las leyes anti terroristas exigidas por Washington, y un largo etcétera que incluye contener en varios de sus puestos claves a funcionarios que fueron connotados representantes del tan denostado liberalismo extranjerizante, en su versión ucedeísta y/o menemista.
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El espantajo revisionista ha servido para reagrupar, como ha ocurrido periódicamente bajos diversas causas, a todo un sector de la historiografía académica, que, reclamando los valores del pluralismo y el auténtico saber científico, ha impugnado el objetivo gubernamental de “promover un discurso oficial sobre el pasado” y ha reclamado operar con “análisis complejos” contrarios al “reduccionismo”. Este tipo de planteos denota inconsecuencia, ingenuidad y repliegue corporativo. Hay que tener autoridad para blandir ciertas banderas. No es cierto que en la universidad y en el ámbito científico, en donde operan mecanismos de clientelización, oligarquización y exclusión variados, reine el genuino pluralismo y apertura a todas las concepciones historiográficas. Para poner un ejemplo, las articuladas en torno a un horizonte liberal-republicano perfectamente conjugado con ciertas entonaciones socialdemócratas han gozado de un espacio inconmensurablemente mayor y con un carácter abortivo respecto a las representativas de un pensamiento crítico y contrahegemónico. Asimismo, la historiografía académica dominante apeló a la despolitización y a la renuncia a un papel intelectual activo y comprometido, canonizando un modelo de historiador replegado en los claustros y limitado a la reproducción de determinadas miradas, conceptos y hasta terminologías.
En parte, sobre esa abdicación y ese vacío, montado en esas evidentes limitaciones, es como un neorevisionismo de divulgación fue incrustando sus ideas y creando cierto marco de posibilidad para esta actual intentona estatal. El abroquelamiento corporativo de los “historiadores profesionales”, no obstante, intenta ocultar que la creación del Instituto Dorrego ha abierto una crisis en sus filas. La tardía conversión al kirchnerismo de un buen número de historiadores del viejo tronco socialdemócrata los ha dejado en una posición difícil ante la aparición del Dorrego: su decisión de no acompañar el pronunciamiento de repudio pero tampoco sumarse a las filas del instituto revisionista pone de manifiesto la incómoda posición en la que han quedado quienes hicieron toda una carrera repudiando al revisionismo pero se han pasado recientemente a las filas gubernamentales y cuentan con llegada, incluso, a fuentes de financiamiento directo estatal. Sintomáticamente, “Carta Abierta” ha renunciado a fijar posición ante un tema de indudable resonancia cultural.
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Si es cierto que ninguna corriente historiográfica es neutral en cuanto a posicionamientos políticos y que toda mirada sobre el pasado implica una valoración del presente y una perspectiva para el futuro, no lo es menos que hay interpretaciones menos rigurosas que otras, y que aquellas que defienden el statu quo son las más incapaces para echar luz sobre el pasado. La historia que necesitan los oprimidos en la lucha por su liberación es, en primer lugar, una historia que esté bien hecha, y el revisionismo argentino se ha caracterizado por su escasa calidad y su mediocridad—que la historia ‘oficial’ no haya tenido un derrotero muy diferente no la exime de ninguna culpa, en primer término porque también contó, durante muchos períodos históricos, con el respaldo de los aparatos del Estado para su producción y difusión. Una versión devaluada de nacionalismo burgués, como es el kirchnerismo, no podía sino producir como correlato esta variante desteñida y vulgar del revisionismo, una interpretación que tiene tan poco para ofrecer al análisis histórico como la clase capitalista a la nación.
El despliegue de una interpretación histórica alternativa es inseparable de la lucha por una transformación revolucionaria de este mundo, que no solo queremos interpretar sino también transformar. Las masas trabajadoras, los excluidos y oprimidos, harán su propia historia y escribirán la suya, sin deberle nada a los héroes y villanos de los viejos relatos de sus explotadores. Existe una pléyade de historiadores críticos que han investigado y enseñado bajo estas convicciones, nuevas generaciones lo seguirán haciendo bajo otras circunstancias.

Fuente:http://asambleadeintelectualesfit.wordpress.com/2011/12/19/revisionismo-devaluado-la-ultima-impostura-kirchnerista-por-hernan-camarero-y-lucas-poy/ 

martes, 20 de diciembre de 2011

Una luz de la ciencia argentina



 Tenía 101 años. Dos semanas antes había sido distinguida con una Medalla del Bicentenario. Fue la vanguardia femenina en la universidad argentina. Llegó al país huyendo del nazismo. Investigó la poliomielitis al frente del Malbrán.
 

 Por Soledad Vallejos

No creía en Dios porque era una mujer de ciencia, y porque “siempre pensé que si existiera, no dejaría que pasaran tantas barbaridades”. Eugenia Sacerdote de Lustig, médica, investigadora emérita del Conicet, protagonista de gran parte de la historia científica en la Argentina, el país al que llegó huyendo del ingreso nazi en su Italia natal, murió el domingo. Tenía 101 años. Dos semanas antes había sido distinguida con una Medalla del Bicentenario. Dejó el recuerdo de una vida de trabajo intenso, que sólo se alejó de los laboratorios cuando la ceguera le impidió valerse por sí misma. Había estudiado en la universidad mientras las mujeres en los claustros eran una rareza, salvado a miles de personas de la epidemia de poliomelitis al frente del Malbrán, escapado por un azar de la Noche de los Bastones Largos. Tenía tres hijos, nueve nietos, bisnietos. Vivía rodeada de miles de libros que no podía leer, pero escuchaba, sentada en un sillón.
Eugenia Sacerdote había nacido en Turín, en 1910. Como recordó en una entrevista de 2006 publicada en este diario, cuando tuvo edad para estudiar lo que, de niña, había decidido que sería, se encontró con un problema. “El estúpido de Mussolini seguía haciendo propaganda con la idea de que las mujeres sólo servían para tener muchos hijos”, de modo que su educación media, en un liceo para mujeres, sólo la había preparado para cumplir tareas domésticas, saber un poco de literatura y hablar algo de francés. Pero compartía objetivo y terquedad con una prima compinche y contemporánea: entre ambas consiguieron un docente particular que las preparó, estudiaron 12 horas por día e ingresaron en la Facultad de Medicina. Las alumnas eran cuatro; los alumnos, 500. Todavía pasado más de medio siglo recordaba que había sido “tremendo”. “No estaban acostumbradas a ver mujeres en la facultad. Se divertían a costa nuestra.” En 1936, ella y su prima Rita Levi-Montalcini, que recibiría el Nobel por sus investigaciones en Neurología, se graduaron en Medicina.
Tiempo después, casada con el ingeniero Maurizio Lustig e instalada en Roma, se dedicó a la práctica médica en un hospital. En junio de 1938, la Italia fascista dictó las leyes raciales; días después, cuando los restaurantes colgaban carteles como “no se aceptan perros ni judíos”, a su marido, empleado en Pirelli, le ofrecieron trasladarse a la Argentina, donde la empresa abriría una sede. Lo ignoraba todo del país; en 1939 subieron al buque “Oceanía” en Nápoles; desembarcaron en Buenos Aires.
Durante años, la Argentina no reconoció su título, pero en la cátedra de Histología de la Facultad de Medicina de la UBA le propusieron facilitarle instrumentos y espacio para investigar, aunque sin salario fijo: sus ingresos dependían de un fondo para reponer el material de vidrio dañado. Por eso, “durante dos años yo cuidé mucho que nadie rompiera pipetas y probetas”.
Tuvo un laboratorio en el Instituto de Oncología Roffo, y al mismo tiempo Armando Parodi la contrató para investigar en el Instituto de Bacteriología Malbrán, donde montó la Sección de Cultivo de Tejidos. Poco después, con el alejamiento de Parodi, Sacerdote de Lustig quedó al frente del departamento de virus en un momento crítico: la epidemia de poliomelitis. Cada día recibían 60, 70 casos para diagnosticar. “Tenía un miedo terrible de infectarme y de que se infectara todo el personal. Cada día trabajaba hasta medianoche con mi técnica Catalina –recordó cinco años atrás ante este diario–. Cuando terminábamos, poníamos todo el material que habíamos usado en el jardín del Malbrán, le echábamos nafta y prendíamos fuego, porque temíamos que a la mañana siguiente la persona que iba a limpiar tocara algo y se infectara. Después me cambiaba de pies a cabeza para irme a casa. Hasta los zapatos. Tenía terror de infectar a mis hijos.” Gracias a eso, y a su decisión de avalar la aplicación de la vacuna Salk antes de que recibiera la aprobación oficial, salvó a miles.
Trabajó hasta perder completamente la vista. Por entonces investigaba sobre el mal de Alzheimer, genética y oncología. Ciudadana Ilustre porteña, en 2006 convirtió los apuntes escritos para sus nietos en el libro autobiográfico De los Alpes al Río de la Plata.

Fuente Diario Página/12

sábado, 17 de diciembre de 2011

Historia, mito y lenguaje: Debate acerca del Instituto manuel Dorrego IV





La verdadera discusión con Tulio Halperín Donghi debería referirse a su desdén por los mitos, a los que ataca con un refinado ensañamiento, pensando que esa y no otra es la tarea del historiador, como gran augur laico en épocas que percibe como de oscuridad o desconcierto.
 
A propósito de la creación del Instituto Dorrego, mucho se ha escrito. Saludemos el debate, aunque no haya evitado asperezas. En este escrito quisiera agregar algo más a lo que he opinado en otras notas, pasado ya un tiempo de la firma del decreto que lo crea, y habiéndose expresado un número grande de historiadores al respecto. El que esto escribe también ha dicho sus cosas, pero sin dar en el clavo en el problema. Hacemos acá un nuevo intento. Evidentemente, los cimientos de la profesión del historiador se han visto sacudidos. Muchas décadas de ejercicio de la escritura histórica regida por programas académicos notoriamente críticos a lo que se llamó “sustancialismo” o “esencialismo” habían desacostumbrado al lector o aficionado a la lectura de textos históricos, a los grandes trazados apriorísticos que enlazaban un pasado irredento a un presente que expone ávidas necesidades políticas. El Instituto recientemente creado viene ahora a evocar un conglomerado subyacente de motivos que serían puntos fijos en la historia, invariantes, pero con continuidad en cada generación y que deberían suscitar un rescate o una reivindicación.
Esta perspectiva aproxima el oficio del historiador a los clásicos recursos narrativos de los que se compone el mito. En este caso, importan los documentos aunque tienen algo de mágico, e importan las leyendas que deben revelarse como impulso para la acción a partir de la historia, “maestra de los hombres”. El público lector se transforma en el pueblo lector. Esto ni es nuevo ni es inadecuado, pero hay muchas maneras de enlazar el mito con la historia, así como muchas maneras de querer desatar esas antiguas relaciones. Podemos considerar en este caso la obra de Tulio Halperín Donghi, que como es sabido se destaca por obturar las fuentes del mito, para poder estudiarlo sin embargo como una de las particularidades de la historia viva. El intelectual “forjador de mitos” es un tema de estudio histórico para Halperín: recordamos su gran trabajo sobre el fraile mexicano Servando Teresa de Paula Mier. En un sentido general, para Halperín toda acción considerada objeto de relato histórico debe ser estudiada al margen de la elaboración de mitologías y leyendas con que los agentes históricos gustan interpretar su lugar en los hechos. Por eso, toda obra historiográfica debe ser en primer lugar un texto desnudo de mito, para lo cual –pues tal cosa no es simple– debe expresarse en un lenguaje quizás escéptico y desencantado, pero vibrante, complejo y ramificado en cuanto a interpretar la acción humana en todas sus incertezas.
De ahí que la obra de Halperín sea reconocida en todo el mundo –y sumo también mi reconocimiento–, como un ensayo de lenguaje que busca atrapar la manifestación del tiempo en su carácter incompleto, caprichoso y enigmático. No es fácil leer a Halperín, tampoco es cómodo concordar con sus modos ácidos y muchas veces graciosamente desencantados, pero es absolutamente imposible desconsiderar su obra. Revolución y Guerra, Los mundos de José Hernández, Argentina en el callejón, La larga agonía de la Argentina peronista, Historia contemporánea de América Latina, son obras de gran significación cuya consideración inoportuna o deficitaria no contribuiría a ningún debate sustantivo sobre la historia, que es un debate en gran medida sobre cómo escribirla y con qué lenguaje, además de la clásica discusión respecto a qué considerar un documento. Que Halperín es mordaz, lo sabemos. Que su vastísima ironía surge de considerar que las intervenciones políticas que muchos atendemos –los que provienen de sectores generalmente considerados nacional populares– son un listado serial de acciones decadentistas y agónicas, también lo sabemos. Y que, acaso, su tinglado último de valores se encuentre en un amargo lamento por una nunca bien definida Argentina de proyectos ilustrados que tropiezan con el ensimismamiento turbio de toda acción humana. Sólo esto último, sin duda, originaría una gran discusión.
Si un historiador así, ante la fundación de un Instituto de historiadores que no coinciden con su mirada, no es interpretado a la altura de su obra, sino con clichés rápidos extraídos del desgano y no del interés por el debate que a todos debe abarcarnos, el país se empobrece intelectualmente y desmaya en la estrechez. La discusión con Halperín no consiste en decirle “mitrista” o “historiador social”. Lo primero, no lo es, aunque no se trata de una categoría historiográfica que admita usos tan abusivos; lo segundo obviamente sí, tanto como lo fueron Pirenne, Bloch, Braudel, y entre nosotros, José Luis Romero, en la más plena manifestación de esa corriente de ideas que cruzó todo el siglo XX, desde Proust a Foucault, lo que si se convirtiera en un denuesto avergonzaría a nuestra vida cultural. Incluso decirle “liberal” no corresponde, aunque sin duda su ironismo combatiente es una característica, entre otras, del liberalismo. Pero literariamente es un estilista neobarroco. En cambio, la verdadera discusión con Halperín debería referirse a su desdén por los mitos, a los que ataca con un refinado ensañamiento, pensando que esa y no otra es la tarea del historiador, como gran augur laico en épocas que percibe como de oscuridad o desconcierto.
Propongo fincar ahí la discusión. Es evidente que de alguna manera hay que tratar con los mitos de (y en) la historia, y esa manera consiste en recobrarlos en el lenguaje, desmontarlos en ese hogar que les corresponde pero no para refutarlos como buenos profesionales iluminados por las instituciones universales de referato –que hicieron de las escrituras históricas una insulsa matriz reiterativa, salvándose aquellas que aun dentro de ese régimen escribieron a contrapelo del mismo régimen–, sino para dialogar con ellos. El historiador laico le entrega a los mitos –por qué no–, su resolución desencantada, y los mitos le entregan al historiador –puesto que han sido escritos por otros historiadores–, su alma encantada, su capacidad de hacer resurgir por la escritura los hechos del pasado, como quería Michelet.
El rosismo que se extendió en la Argentina, desde los primeros trabajos del liberal Saldías a fines del siglo XIX hasta los trabajos de José María Rosa en la última mitad del siglo XX, construyó un gran mito basado en una figura fascinante, barroca, despótica, paternalista, a la que le tocó tanto mantener una actitud digna frente al bloque de las grandes potencias –ni más ni menos que la reina Victoria, con los ministros Robert Peel y Lord Palmerston, y Luis Felipe de Orleans, rey de Francia con sus ministros Guizot y Thiers–, como asistir en su exilio europeo al crecimiento de las actividades insurgentes de Mazzini y Marx, ante las que se comportó como un obcecado reaccionario sin fisuras. ¿Fue Caseros la interrupción de un capitalismo autónomo; el fin de una dictadura con fuerte apoyo social; el último capítulo de un aislamiento estamental que centralizaba el poder económico y obstaculizaba una modernidad cultural; la resistencia proteccionista de un país que resistió a la división internacional del trabajo impuesta por Inglaterra? Todas estas preguntas son válidas y se pueden contestar con o sin la apelación del mito de Rosas, que nace en verdad con el Facundo de Sarmiento, que concibe su libro como la interpretación de los varios rostros de un enigma y su desciframiento.
No cualquiera forja un mito y mucho menos a través de simplificaciones políticas. El revisionismo histórico tuvo grandes escritores –el nacionalismo argentino es una ornamentada escuela de escritores–, y la izquierda nacional que acompañó al peronismo –y no fue rosista, pues se fijaron en otros procesos económicos y políticos vinculados a la historia del interior del país–, aportó estilos polémicos y fuentes bibliográficas alternativas que en razón de un marxismo de inclinación “democrática nacional”, dio también importantes piezas de investigación y escritura. Si bien Perón fue reluctante hacia el rosismo, así como se aparta rápido del uriburismo –recordemos que tenía durante su período formativo una excelente relación con el historiador liberal Ricardo Levene–, aceptó en su último período el giro que el tercermundismo de época produjo en términos de una fusión entre peronismo, federalismo, caudillismo federal y soberanismo rosista. Pero en verdad, la gran obra sobre Rosas no la escribió Saldías, Quesada, los Irazusta o José M. Rosa –ni Jorge Abelardo Ramos, formidable polemista, que tuvo tanto como Halperín una actitud no mitologizante, aunque zambullía en nerviosas pinceladas legendarias  su erudición despareja y vital, originada en ese gran texto de Trostsky: La revolución permanente–; la escribió –escúchese bien–, José María Ramos Mejía, un gran enemigo de Rosas, al que trata como un personaje atroz, pero del que dice que sólo puede interpretarlo un “Shakespeare latinoamericano”, no un ropavejero de olvidados papeles como Saldías.
Ahora bien, fue el revisionismo en algunas de sus variantes antiguas y modernas el que aceptó mayores compromisos con un aparato mediático de divulgación, que presumió sin equivocarse que en subterráneas corrientes populares triunfaba una suerte de rosismo autonomista y de caudillismo federalista. Esto produjo una llaga profunda en el cuerpo de historiadores del país, según su pertenencia no sólo a escuelas historiográficas sino a estilos de expresión y pactos de difusión con públicos en cada caso diferentes. ¿Y entonces qué? Estamos en momentos en que el estudio de la formación misma de la nación argentina, en los grandes ciclos de su dimensiones económicas, culturales o políticas, puede trazar nuevos panoramas que incorporen de manera imaginativa las poblaciones preexistentes, la expansión del Estado Nacional sobre el territorio –que enhebra las políticas de Carlos III con las de Rosas y Roca en un largo “tempo” que puede pensarse homogéneamente–, o el análisis profundo de textos limítrofes, como el Plan de Operaciones de 1810. Sobre todos estos temas hay que abrir las compuertas y dejar entrar la imaginación historiográfica.
Tan magna tarea no se puede realizar desde trincheras sumarias, sin crear el lenguaje apropiado para ello y sin desembarazarse de los estereotipos que cada uno carga y debe saber que carga. Por eso es importante el juicio sensible sobre la escritura y el mito. No se puede escribir la historia sin independizar el lenguaje de los mitos primarios vehiculizados en general por los medios de comunicación con vocación trivializadora. Tampoco se puede realizar aceptando las premisas corporativas que con un profesionalismo monolingüe piensan la historia como “desencantamiento del mundo”. Lo que dijimos de Halperín no es válido para muchos de los que se sienten acogidos por su distante figura, pues no logran replicar la espesura escritural que lo caracteriza, que en su caso es el equivalente escéptico de la ausencia de mito. ¿Qué mito en cambio postulamos nosotros? No uno que obture la comprensión histórica con cromos superficiales aunque brillantes, sino el que la favorezca, siendo capaz de revivir documentos de los que estamos separados en el tiempo, y que trabaje las capas temporales con la ilusión del escribir el coqueteo mismo del pasado con el presente y viceversa. Visto así, el mito es el escribir mismo de la historia que sabe mirarse a sí mismo en el momento que lo hace. 


Fuente: Diario Tiempo Argentino

martes, 13 de diciembre de 2011

Debate acerca del Instituto Manuel Dorrego III


* Por Rubén Dri

¿La Triple Alianza o la triple infamia?

Escribe Luis Alberto Romero: “Un reciente decreto creó el Instituto Nacional de Revisionismo Histórico Argentino e Iberoamericano Manuel Dorrego. De sus fundamentos se deduce que el Estado argentino se propone reemplazar la ciencia histórica por la epopeya y el mito” (La Nación, 30 de noviembre de 2011). Esta afirmación con la que Romero inicia su artículo se sustenta en la suposición, que para el autor es una verdad indiscutible, de que hay una historia científica, completamente objetiva, que se estudia, investiga y narra en el Conicet y en las universidades. El Instituto que ahora se crea propone una narrativa que pertenece al género de la epopeya y el mito. Esa concepción de lo científico supone que la historia es una sucesión de “hechos” que el científico, mediante la utilización del método correspondiente, es decir, del método “científico”, descubre, analiza y expone. De esa manera se cumple el principio fundamental del método científico sustentado por el positivismo, formulado por Durkheim: “Tratar los hechos sociales como cosas”.
Frente a esa concepción exclamaba Nietzsche: “En mi criterio, contra el positivismo que se limita al fenómeno, ‘sólo hay hechos’. Y quizá, más que hechos, interpretaciones. No conocemos ningún hecho en sí, y parece absurdo pretenderlo”. De aquí se ha deducido que no hay hechos sino interpretaciones. Estaríamos en los antípodas del positivismo o, si queremos, del empirismo.
Frente a estas posiciones nos decía Max Weber que en las ciencias históricas el objeto de conocimiento se conforma mediante la síntesis de valores y hechos, o sea, del hecho valorado o significativo. El problema, en consecuencia, es cómo se determina un hecho histórico. Es evidente que quien lo determina es el sujeto.
Tomemos un hecho histórico como es la denominada “guerra del Paraguay” o “guerra de la Triple Alianza”. Si queremos tomar ese hecho como “cosa”, todos estamos de acuerdo. Esa guerra existió, hubo una triple alianza, se dieron tales combates. Sobre eso puede haber diferencias sólo en tanto se conozcan o no los documentos necesarios. Pero en ese ámbito que sería el correspondiente al hecho puro, al hecho como “cosa”, podemos ponernos todos de acuerdo, recurriendo al método o a los métodos científicos. El problema es que no se trata de un hecho puro, que para las ciencias históricas no existe. Ese hecho, que duró siete años, se enmarca en un proyecto que tiene que ver con la configuración del continente latinoamericano. ¿Fue la guerra de la civilización contra la barbarie? ¿Fue la guerra para llevar la democracia a un Paraguay sometido a la tiranía de Francisco Solano López? ¿Cuál es el método “científico” que me puede orientar para dilucidar un problema de tanta significación para nuestra historia?
Es evidente que ese problema hallará su solución si tengo en cuenta lo que dice Nietzsche sobre el momento de la interpretación del hecho y Max Weber sobre la valoración. Es decir, debo partir del sujeto, del significado que el sujeto ve en el hecho, significado que depende del proyecto político. En este caso, como en el caso general del revisionismo histórico, estamos hablando del proyecto de país o de nación, en consecuencia, estamos hablando de un sujeto que como tal necesariamente es histórico, se sustenta en un pasado custodiado por la memoria, desde la cual se proyecta hacia el futuro.
Para encontrar el significado de la guerra del Paraguay, o sea, para encontrar el hecho significativo de dicha guerra, debo preguntarme ¿por qué se dio esa guerra? ¿Por qué se la llevó hasta la destrucción masiva del pueblo paraguayo? ¿Por qué Mitre la lleva a sangre y fuego y todo el interior, salvo excepciones, se opone? Ya no nos encontramos con un hecho puro sino con el hecho significativo, es decir, con el hecho histórico, y aquí no es cuestión de que busquemos un consenso, sino indagar sobre cuál era el proyecto de país que sustentaban Mitre y su equipo y por qué no sólo había que derrotar a Solano López, sino destruir al Paraguay. Hoy eso no es difícil averiguarlo. Ninguna guerra puede comprenderse si no se conoce el proyecto por el cual se la lleva a cabo. ¿Por qué motivo Felipe Varela levanta la montonera en contra de la misma? Su proclama lo dice claramente, por la “unión americana”. La guerra se hacía en contra de la unión americana, es decir, en contra de la Patria Grande. Dos proyectos antagónicos se encuentran enfrentados. La patria chica mitrista, dependiente del imperio inglés que no podía entrar sus mercaderías en un Paraguay que había desarrollado una floreciente industria propia, y la Patria Grande Latinoamericana. El Paraguay de Solano López era el último bastión para que de las luchas por la independencia de nuestros países sólo quedasen republiquetas dependientes del imperio británico.
Si no interpretamos ese hecho histórico desde los proyectos contrapuestos, esto es como hecho significativo, sólo nos queda hacerlo desde la bondad o maldad de los sujetos singulares que lo protagonizan. Pero no se trata de bondad o maldad, sino de proyectos políticos que, como tales, son históricos.
El relato de la historia nacional que conocemos, la que hemos aprendido en la escuela y leemos diariamente en los monumentos, nombres de las calles y de las plazas, es eso, un “relato” que sustenta la construcción del modelo de país que se ha realizado y se defiende. Si no estamos de acuerdo con ese modelo de país, si estamos empeñados en una transformación profunda, es lógico que revisemos el relato.
En el relato oficial que se nos ha enseñado, San Martín aparece como un héroe impoluto, puesto sobre un altar, ajeno a todas las luchas. Ese altar y ese San Martín no dejan de ser una falacia. Ese San Martín se da de patadas con el San Martín cuya primera intervención pública fue poner sus tropas frente a la casa de gobierno y exigir la renuncia del primer triunvirato, cuyo secretario era Rivadavia. Nada tiene que ver ese San Martín “alma bella” con el San Martín que desobedece las órdenes de Buenos Aires, que es boicoteado por Buenos Aires en su gesta latinoamericana, que lega su sable a Rosas y que muere en el destierro.
El relato histórico siempre se hace desde un proyecto político, para darle legitimación o, en otras palabras, sentido. En cuanto al momento fáctico de los hechos históricos narrados puede haber coincidencia entre las distintas versiones del hecho histórico. Por ejemplo, el cruce de los Andes implica el momento fáctico que implica los preparativos, la consecución o fabricación de armas, la cantidad de soldados. En todo ello no hay problema. Pero el hecho histórico “cruce de los Andes” no es simplemente eso. Es todo eso más el significado, o sea, el proyecto. El hecho histórico es visto y valorado de manera diferente y contrapuesta si se lo hace desde el proyecto de patria chica de la pampa húmeda con epicentro en Buenos Aires o desde la Patria Grande Latinoamericana.

* Profesor consulto de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA).

Fuente: Diario Página/12

Debate acerca del Instituto Manuel Dorrego II


El Estado impone su propia épica


Un reciente decreto creó el Instituto Nacional de Revisionismo Histórico Argentino e Iberoamericano Manuel Dorrego. De sus fundamentos se deduce que el Estado argentino se propone reemplazar la ciencia histórica por la epopeya y el mito.
El mito y la epopeya están en la prehistoria del saber histórico. Los mitos explicaban el misterio y el papel de lo divino; los relatos épicos exaltaban la acción de los héroes, entre divinos y humanos. La historia se ocupó, simplemente, de los hombres, y trató de entenderlos basándose en el razonamiento y la comprobación. En la Antigua Grecia, Herodoto y Tucídides fundaron la historia como ciencia y dejaron en el camino mitos y héroes. A mediados del siglo XIX, Wagner recurrió al mito y a la épica, pero sus óperas se representaban en los teatros; en las universidades estaban los historiadores tan notables como Mommsen.
Más o menos así estamos hoy en la Argentina. No tenemos ópera, pero hay abundantes cantantes, poetas y escritores de mitos y epopeyas, que conquistan la fantasía de su público. Los historiadores, por su parte, trabajan en las universidades y en el Conicet.
El Estado tiene otra idea: la épica debe ocupar el lugar de la historia. La tarea que le encomienda al Instituto de Revisionismo es rescatar y valorar la obra de los héroes fundadores de nuestra nación, sistemáticamente ignorada por la "historia oficial". Nadie se sorprendería si leyera esa propuesta en los escritos de Pacho O'Donnell, presidente del nuevo instituto. Su pluma y su verba son familiares. Lo insólito es que una prosa tan idiosincrática sea asumida, sin correcciones ni matices, por el Estado nacional a través de un decreto firmado por la Presidenta, el jefe de Gabinete y el ministro de Educación.
El decreto amonesta severamente a los historiadores. Obnubilados por el "liberalismo cosmopolita", abandonaron su misión -la reivindicación de los héroes patrios- y ocultaron la gesta de las grandes personalidades identificadas con el ideario nacional y con las luchas populares. Entre otros héroes olvidados se encuentran personajes como San Martín, Rosas, Yrigoyen, Perón y Eva Perón. También son culpables de haber olvidado el aporte de las mujeres y, sobre todo, la contribución de los sectores populares a estas luchas. Al nuevo instituto se le pide que elabore una reivindicación de los auténticos héroes, con la salvedad de que debe hacerse mediante un saber científico riguroso, ausente de la investigación histórica actual.
Los historiadores profesionales vivimos en el engaño. Creímos que la investigación histórica científica y rigurosa se había consolidado en las universidades y el Conicet. Computamos como hechos positivos no sólo la excelente formación profesional, sino la ampliación de nuestros temas, inclusive -entre tantos otros-, los referidos a las personalidades mencionadas. Nos enorgullecimos de haber superado viejas controversias esterilizantes. Acordamos que no existen verdades únicas ni definitivas y que el nuestro es un conocimiento en revisión permanente. No se si efectivamente lo logramos. Pero lo cierto es que hoy hay una enorme cantidad de historiadores excelentes y altamente capacitados, que se han formado y han sido examinados en sus capacidades por las rigurosas instituciones del Estado argentino: sus universidades, el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas o la Agencia Nacional de Investigaciones.
Creímos que retribuíamos al Estado lo que hizo por nuestra formación con buena historia, reconocida en todo el mundo. Pero a través de este decreto, la más alta autoridad nos dice que ha sido un trabajo vano, y que sus instituciones académicas y científicas han fallado. Todo lo que hemos hecho es historia "oficial", y, peor aún, "liberal".
El decreto también se ocupa del conjunto de los ciudadanos. Les advierte sobre los riesgos de las ideas equivocadas sembradas por los enemigos del pueblo. Los previene acerca del pernicioso relativismo del saber. Sobre el pasado -así como sobre el presente- hay una verdad, que el Estado conoce y que este instituto contribuirá a inculcar. Para ello se ocupará de la correcta educación de los docentes y los vigilará para que no recaigan en el error. Podrá además cambiar los nombres de las calles y las imágenes de los billetes, monedas y estampillas; crear museos y lugares de memoria, establecer nuevas celebraciones y, en general, promover la difusión de estas ideas a través de cualquier medio de comunicación. En estos prospectos, inquietantemente totalitarios, se dibuja una suerte de orwelliano Ministerio de la Verdad, del cual ya hemos visto algunos adelantos en la cuestión de la llamada "memoria del pasado reciente".
El revisionismo histórico, cuya tradición se invoca en este decreto, merecía un destino mejor. En esa corriente historiográfica militaron historiadores y pensadores de fuste. Julio Irazusta desarrolló una bien fundamentada defensa de Juan Manuel de Rosas, con sólida erudición, aguda reflexión y una prosa refinada. Ernesto Palacio dejó una Historia de la Argentina bien pensada y provocativa. José María Rosa, quizá más desparejo, tiene piezas de preciso conocimiento y convincente argumentación. Ellos y sus seguidores, como todos los buenos historiadores, cuestionaron las ideas establecidas, provocaron el debate y aportaron nuevas preguntas. Sobre todo, formaron parte de una tradición crítica, contestataria, irreverente con el poder y reacia a subordinar sus ácidas verdades a las necesidades de los gobiernos.
Quienes hoy hablan en su nombre impresionan por su mediocridad. El decreto los califica de "historiadores o investigadores especializados", capaces de construir un conocimiento "de acuerdo con las rigurosas exigencias del saber científico". Pero ninguno de ellos es reconocido, o simplemente conocido, en el ámbito de los historiadores profesionales. De los 33 académicos designados, hay algunos conocidos en el terreno del periodismo, la docencia o la función pública. Dos de entre ellos, Pacho O'Donnell y Felipe Pigna, son escritores famosos. En mi opinión, entre ellos hay muchos narradores de mitos y epopeyas, pero ningún historiador. Nada comparable con los fundadores del revisionismo.
Estos epígonos del revisionismo comparten con sus predecesores ciertos rasgos, disculpables en quienes reunían otros méritos. Uno de ellos es la idea de la conspiración. Los "vencedores" han mantenido oculta una historia verdadera, que ellos revelarán. Lo que hemos leído muchas veces a propósito de Rosas y de otros se aplica hoy a Manuel Dorrego, cuyos méritos enumera el decreto. A los historiadores siempre nos asombra este permanente descubrimiento de lo ya sabido. Personalmente, hace cincuenta años ya aprendí todo eso con Enrique Barba y Tulio Halperín Donghi. Desde entonces, aparecieron abundantes trabajos académicos, algunos brillantes, que están al alcance de cualquiera que se tome el trabajo de buscarlos.
La retórica revisionista, sus lugares comunes y sus muletillas, encaja bien en el discurso oficial. Hasta ahora, se lo habíamos escuchado a la Presidenta en las tribunas, denunciando conspiraciones y separando amigos de enemigos. Pero ahora es el Estado el que se pronuncia y convierte el discurso militante en doctrina nacional. El Estado afirma que la correcta visión de nuestro pasado -que es una y que él conoce- ha sido desnaturalizada por la "historia oficial", liberal y extranjerizante, escrita por "los vencedores de las guerras civiles del siglo XIX". Los historiadores profesionales quedamos convertidos en otra "corpo" que miente, en otra cara del eterno "enemigo del pueblo".
En nombre del pueblo, el Estado coloca, en el lugar de la historia enseñada e investigada en sus propias instituciones, a esta épica, modesta en sus fundamentos, pero adecuada para su discurso. Más aún, anuncia su intención de imponerla a los ciudadanos como la verdad. Quizá sea el momento de que, en nombre del pueblo, se le diga a quien encabeza el Estado que hay cosas que no tiene derecho a hacer.

El autor, historiador, es investigador principal del Conicet/UBA


Fuente: Diario La Nación