Sábado 22 de agosto de 1812. Cinco y media de la tarde. Manuel Belgrano, envuelto en su poncho de vicuña, da la orden de que el pueblo comience el vaciamiento de la ciudad de Jujuy e inicie la retirada hacia Córdoba. La orden del Triunvirato era concreta: retroceder con el ejército patriota hasta Córdoba, y no presentar batalla a los realistas en ningún punto de la huida. Y allí estaba él, un general improvisado, pensando que habría sido incapaz de dejar a esos pueblos a merced de los enemigos, a su sed de venganza, de saqueo, de muerte, de sexo, como habían hecho en las ciudades altoperuanas. Estaba allí diciéndose que habría sido incapaz de abandonar a esos hombres, mujeres y niños humildes que en carretas, a pie, a caballo, sobre mulas emprendían con silencioso heroísmo el abandono de lo poco que tenían: los ranchos y la tierra que los habían visto nacer y crecer, donde habían muerto sus antepasados desde los tiempos de los tiempos. Recorría las calles de San Salvador, rodeada por los cerros, apenas un caserío de algunos miles de personas enmarcado por los ríos Grande y Chico, y miraba Belgrano los rostros humildes que con estoicismo vaciaban sus casas, quemaban sus campos, arreaban su ganado rumbo a un destino desconocido y sin fecha de regreso. Por la ancestral Quebrada de Humahuaca descendían los realistas con ganas de escarmentar a los insurgentes que habían osado desafiar al rey. Formaban un ejército profesional, entrenado en el hábito de la estrategia y la crueldad. En cambio Belgrano comandaba un pueblo indefenso y humilde que quemaba lo que encontraba a su paso, y una tropa que todavía no había decidido convertirse en milicia.
Mientras caía la noche, Belgrano organizaba los últimos preparativos previos a la partida. Sabía que los realistas jujeños –como las familias Marquiegui y Olañeta, por ejemplo– se habían retirado a sus fincas a esperar la llegada del ejército monárquico, que los comerciantes y los hombres ricos de la ciudad ya habían partido para salvaguardar su integridad y sus bienes más preciados, que muchos monárquicos se habían negado a abandonar sus casas y aguardaban ansiosos a las huestes de Goyeneche. Quizá por eso, cuando los godos llegaron, consiguieron estructurar un Cabildo adicto formado, entre otros, por Martín Otero, Alejandro Torres, Miguel de la Bárcena, Antonio Rodrigo, Joaquín de Echeverría, Andrés Ramos, José Diego Ramos, Rafael Eguren, Ignacio Noble Carrillo, Saturnino de Eguía, Ventura Marquiegui, Tomás Gámez y Mariano de Gordaliza.
Con la oscuridad, las fogatas –la leyenda asegura que ardió todo Jujuy, aunque en realidad es una licencia urdida por los relatos posteriores– permitían ver la tristeza reflejada en los ojos del general por el sacrificio que el pueblo jujeño realizaba en pos de la libertad. San Salvador semejaba un pequeño holocausto criollo.
Pocos minutos después de la medianoche, Belgrano montó su caballo. Heroica delicadeza: fue el último en abandonar Jujuy. Él, que no era un brillante estratega ni el más inteligente político; él, que carecía de los conocimientos suficientes para ser general y de la astucia del zorro para gobernar y mandar a los hombres, que a veces era ingenuo y otras un tanto inocente, el jefe del que muchos se burlaban, el abogado que a fuerza de coraje cívico se había convertido en militar y aceptaba con humilde convicción el mandato de luchar por la patria; él, Manuel Belgrano, sabía que a un pueblo no se lo abandona. Que si una misión tiene un ejército es no dejar a su gente a la buena de Dios sino acompañarla, protegerla, defenderla. Por eso Manuel iba detrás, último, cubriendo la retirada de los jujeños, como un valeroso guardián del pueblo. La Argentina habría sido otra, sin dudas, si a lo largo de su historia las fuerzas armadas hubieran contado con más Belgranos y menos Mitres.
Todo había comenzado en julio cuando, tras la represión de Cochabamba, Goyeneche envió a Tristán, al mando de tres mil hombres, para destrozar definitivamente al ejército patriota. Alertado Belgrano de esos movimientos decidió poner en marcha el operativo de retirada ordenado por el Triunvirato en febrero. Y como las circunstancias apremiaban, el 29 de julio se sentó en su tienda de campaña en el cuartel general de Jujuy y escribió uno de los bandos públicos más bellos y férreos de la historia de la independencia americana:
“Desde que puse el pie en vuestro suelo para hacerme cargo de vuestra defensa, en que se halla interesado el Excelentísimo Gobierno de las Provincias Unidas de la República del Río de la Plata, os he hablado con verdad. Siguiendo con ella os manifiesto que las armas de Abascal al mando de Goyeneche se acercan a Suipacha, y lo peor es que son llamados por los desnaturalizados que viven entre nosotros y que no pierden arbitrios para que nuestros sagrados derechos de libertad, propiedad y seguridad sean ultrajados y volváis a la esclavitud.
“Llegó pues la época en que manifestéis vuestro heroísmo y de que vengáis a reuniros al ejército de mi mando, si como aseguráis queréis ser libres, trayéndoos las armas de chispas, blancas y municiones que tengáis o podáis adquirir y dando parte a la justicia de los que las tuvieren y permanecieren indiferentes a vista del riesgo que os amenaza de perder no solo vuestros derechos sino las propiedades que tenéis.
“Hacendados: apresuraos a sacar nuestros ganados vacunos, caballares, mulares y lanares que hallen vuestras estancias y al mismo tiempo vuestros charquis hacia el Tucumán, sin darme lugar a que tome providencias que os sean dolorosas declarándoos además, si no lo hicieses, traidores a la patria.
“Labradores: asegurad vuestras cosechas extrayéndolas para dicho punto, en la inteligencia de que no haciéndolo incurriréis en igual desgracia que aquellos.
“Comerciantes: No perdáis un momento en enfardelar vuestros efectos y remitirlos e igualmente cuanto hubiere en vuestro poder de ajena pertenencia, pues no ejecutándolo sufriréis las penas de aquellos y además serán quemados los efectos que se hallaren sea en poder de quien fueren y a quien pertenezcan.
“Entended todos que al que se encontrare fuera de las guardias avanzadas del ejército en todos los puntos en los que las hay o que intenten pasar sin mi pasaporte será pasado por las armas inmediatamente, sin forma alguna de proceso. Que igual pena sufrirá aquel que por sus conversaciones o por sus hechos atentase contra la sagrada libertad de la patria, sea de la clase, estado o condición que fuese. Que los que inspirasen desaliento, estén revestidos del carácter que tuviesen, serán igualmente pasados por las armas con solo la deposición de dos testigos. Que serán tenidos por traidores a la patria todos los que a mi primer orden no estuvieren prontos a marchar y no lo efectúen con la mayor escrupulosidad, sean de la clase y condición que fuese.
“No espero que haya uno solo que me dé lugar para poner en ejecución las referidas penas, pues los verdaderos hijos de la patria me prometo que se empeñarán a ayudarme como amantes de tan digna madre, y los desnaturalizados obedecerán ciegamente y ocultarán sus inicuas intenciones. Mas si así no lo fuese, sabed que se acabaron las consideraciones de cualquier especie que sea y que nada será bastante para que deje de cumplir cuanto dejo dispuesto.”
El bando causó estupor entre aquellos que no compartían la enorme aventura de la libertad. Goyeneche lo calificó de "bando impío", y los realistas de las ciudades de Jujuy, de Salta y de Tucumán sintieron correr por sus espaldas el frío sudor del miedo. Belgrano había abandonado su tradicional moderación para mostrar su espíritu jacobino. La situación lo ameritaba: la táctica militar conocida como "tierra quemada" o "tierra arrasada" depende, para ser efectiva, justamente de que el éxodo sea masivo y que a espaldas de quienes se retiran sólo quede un desierto inútil para el enemigo.