En su libro La sociedad paliativa
(Herder) el filósofoByung-Chul Han parte de la idea del dolor para
atravesar los conceptos de toda su obra. Su tesis es que en la sociedad
impera una fobia al dolor, el cual se trata de eliminar a toda costa,
incluso allí donde es constituyente de la existencia humana como en el
amor, la política, el arte y la psicología. Miguel Ángel Forte es
profesor titular plenario de Sociología General (UBA) y director de la
Maestría en Ciencia Política y Sociología de Flacso, donde dicta el
seminario Byung-Chul Han y Carlos Marx: las cadenas radicales del panóptico digital.
--Según Han, en la actual sociedad del rendimiento el dolor es
considerado síntoma de debilidad. El reino del “me gusta” no da cabida
al sufrimiento: todo lo alisa y pule, hasta eliminarle su aspereza y
resultar agradable. “El like es el signo y el analgésico del presente”. Y
desde Facebook pasaría a todos los ámbitos de la cultura, donde nada
debe doler.
--Facebook con sus selfies y likes da una solo apariencia de las cosas:
tengo 5000 amigos ¿pero qué puede salir de ahí más allá de algunos
encuentros concretos? Casi todo queda allí. El covid fue el virus justo
para esta época que se nutre de vínculos digitales. El tuiteo era la
forma de hacer política de Trump. Pues el secreto del poder
contemporáneo es no generar ningún tipo de vínculo interpersonal. Una de
las cosas que puso de relieve la pandemia es el individualismo radical
de cierta gente, capaz de desafiar a la propia biología: no se cuidan ni
a sí mismos.
--En su reivindicación de la negatividad del
sufrimiento, Han dice que olvidamos que el dolor purifica y opera como
catarsis: “el exceso de positividad aplasta y asfixia”. Y terminaríamos
aplanados por la cultura de la complacencia sumidos en el infierno de lo
igual, esa zona paliativa de bienestar. Plantea que “el dolor ha dejado
de ser un cauce navegable que lleva al hombre al mar: es un callejón
sin salida”. Lo trágico sería necesario para afirmar la vida, a pesar
del dolor.
--En tanto el dolor es paradigma de la
negatividad, el sujeto de rendimiento contemporáneo pretende eliminarlo.
Ignora que el padecimientote lleva a una dimensión metafísica que
permite dar sentido y ubicar tu posición en el cosmos y la sociedad.
Para Han, no hay felicidad sin dolor, ya que esta aparece fragmentada:
el dolor se sostiene en la felicidad, que es también algo doliente: “si
se ataja el dolor, la felicidad se trivializa en confort apático”. Lo
necesitamos para una felicidad profunda. La vida es un juego de
opuestos: sos feliz de alguna manera, porque una vez no lo fuiste. Sin
conocer el sufrimiento no podés conocer a su Otro, que es la felicidad.
Ciertas psicologías positivas --u optimistas-- trabajan sobre la
negación del sufrimiento. En cambio, el psicoanálisis necesita que el
paciente reconozca su padecer para comenzar el tratamiento. El otro
camino para alcanzar la tranquilidad en la sociedad paliativa son los
psicofármacos: el sujeto no quiere sufrir y en lugar de enfrentarse al
sufrimiento, lo obtura con medicación.
--Freud descubrió la necesidad de abrir la herida.
--Si
no tenés capacidad de enfrentar ese sufrimiento profundo, solo están a
tu alcance las psicologías rápidas que buscan reemplazar pensamientos
negativos por “positivos”. Pero apenas desplazan el problema, vuelve.
Son técnicas funcionales al neoliberalismo: buscan la eficacia del
sujeto que debe volver a la producción. Para eso inflacionan el
narcisismo en lugar de escarbar y replantearse: te ponen en mejores
condiciones para rendir sacándote del apuro, apelando al “vos podés”
escribiendo metas cada mañana en el espejo del baño. El gran
descubrimiento de Han es que el capitalismo entendió que es mucho más
productivo el individuo autoexplotado, que el explotado clásico en la
fábrica de la sociedad disciplinaria. Se pasa de la coacción del “tú
debes”, a la libertad del “tú puedes”.
--Toda coincidencia con la política argentina es mera casualidad.
--Je je... Si hay alguien que entendió bien esto, fue Durán Barba. Dice
Han que hoy predomina una política paliativa: comprar y votar se
parecen cada vez más. En las democracias paliativas --al menos en el
primer mundo que parece analizar él-- no se enfrentan posturas políticas
ni grandes disputas de sentido. Tenderíamos a elegir entre tecnócratas
parecidos que solo gestionan: no hay polis, en el sentido griego. La
política busca satisfacer el deseo del votante: no hay verdaderos
opuestos y el infierno de lo igual ingresa en la política, que pretende
evitar el conflicto que produce dolor. El Big Brother con su cámara de
tortura muta en Big Data amable que bucea en los deseos del votante
inmerso en su smartphone como confesionario móvil, quien se expone a la
vigilancia: en este nuevo panóptico se siente libre y quiere que lo
vean. La minería de datos permite conformar un producto político que se
le ofrece al votante-cliente. La pugna central consiste en ganar el
centro político limado de asperezas para conformar las necesidades del
“comprador”.
--Las derechas entienden bien esto: en lugar de hacer eje en cuidar la salud, se ofrecen como guardianes de su libertad.
--Es una degradación de la política a ver quién me deja ir a la
cervecería o a correr. La búsqueda de soluciones profundas es dolorosa.
Lo contrario son meros tranquilizantes, una política analgésica. Dice
Han que no hay más revolución: hay depresión y antidepersivos. Todo lo
que te sucede no sería un problema social sino personal, un tema
psíquico que tenés que resolver sólo. La política paliativa implica “no
puedo solucionarte nada de fondo pero intento darte tranquilidad”.
--El concepto “infierno de lo igual” sugiere que vamos perdiendo el
espacio para la exploración fenomenológica --el darle sentido a las
cosas-- y el lugar para una dialéctica, entendida como juego de opuestos
que en el enfrentamiento genera una síntesis superadora. Iríamos hacia
una homogeneización que expulsa lo distinto en rechazo a su negatividad.
También el arte sería aplastado por lo paliativo.
--La
lisura de la positividad se traslada al arte y lo termina anestesiando,
al someterlo a la presión del consumo: busca ser siempre agradable,
lindero con lo decorativo. Es un arte indoloro, sin conflicto ni ruptura
estética. Y el diseño de los productos pasa a ser más importante que su
valor de uso: los bienes de consumo se presentan como obra de arte. El
filósofo subraya que los artistas se ven obligados a registrarse como
marca. Pero el dolor y el comercio se excluyen, y la complacencia
conduce siempre a lo mismo. Han rescata la definición de Adorno: “el
arte consiste en causar extrañeza respecto del mundo”. El arte tiene que
poder doler. La negatividad de lo distinto entra por el espacio que
abre el dolor.
--En su genealogía del dolor, Hanremite a
Foucault. En tiempos monárquicos existía un teatro de la crueldad que
torturaba y exponía ejecuciones: el dolor era un medio de poder. Pero la
sociedad disciplinaria industrial cambió su relación con el dolor: lo
aplicó de manera discreta y limitada a las prisiones, más acorde a la
necesidad productiva. Había que sujetar al trabajador a la máquina
mediante la obediencia, sin cadenas. Pero en la sociedad de rendimiento,
uno termina siendo su propio panóptico y se infringe dolor. La
violencia no ha desaparecido: es neuronal y se interioriza e
invisibiliza, desde que se la hace coincidir con la idea de libertad y
autosuperación, motivando la productividad a través del consumo. Pasamos
de una biopolíticadel cuerpo a una psicopolíticade la mente basada en
el autocontrol.
--En la era posindustrial hay un cuerpo
hedonista que se gusta y rechaza el dolor: no le ve utilidad. El sujeto
de rendimiento carece de obligaciones y prohibiciones: tiene
motivaciones. Los espacios disciplinarios como la escuela, el manicomio o
la fábrica son sustituidos por formas y rincones de bienestar. Y desde
la pandemia, la oficina tiende a ser reemplazada por la casa. El dolor
es despolitizado y queda reducido a asunto médico. El poder se vuelve
elegante, desvinculado del dolor. No se impone: es permisivo y seductor.
--Pero el dolor está siempre. Dice Han que las enfermedades
paradigmáticas del siglo XXI --antes de la pandemia-- eran la depresión,
el síndrome de burnout, el déficit de atención. El dolor brota de
adentro. Lo que duele es el persistente sinsentido de la vida; si el
dolor es reprimido, se acumula pero no desaparece.
--El dolor
es autoproducido por la violencia de la positividad. No solo viene de
los otros sino del superrendimiento y la hipercomunicacion: “son dolores
de sobrecarga”. El sujeto autoexplotado no se detiene hasta derrumbarse
de cansancio, como un siervo que arrebata el látigo al amo para
flagelarse. Esto explicaría la costumbre global de autolesionarse para
subir el video a Internet. Son personas que se generan cortes profundos o
se someten a retos suicidas. Estas serían las nuevas imágenes del
dolor, intentos vanos de librarse de la carga de un ego hipernarcisista,
el reverso sangriento de las selfies; intentos desesperados de un Yo
depresivo embotado en el infierno de lo igual, que necesita sentir su
cuerpo. Sin dolor se aliviana la sensación de existir. Esas personas
buscan algo intenso que los reviva. Por eso el auge de deportes
extremos: la sociedad paliativa genera extremistas. Es una sociedad
anestesiada que necesita estimulantes cada vez más enérgicos para
despertar la experiencia del yo.
--¿Hay un dispositivo de felicidad inherente al neoliberalismo?
--Hay un imperativo de ser feliz. Esa positividad de la felicidad debe
suplantar a la negatividad del dolor. La felicidad “es un capital
emocional que aumenta el rendimiento”, muy eficaz en términos
productivos: genera una presión más devastadora que la antigua
obediencia. Pero ese sujeto queda corriendo en una rueda de hámster. El
sometido no es consiente del sometimiento y se explota voluntariamente:
cree que se está realizando. La felicidad estaría en la absolutización
del trabajo, o sea,de la vita activa en desmedro de la contemplativa.
Es vivir para trabajar: la jornada se extiende sin límite por el
carácter coactivo de las tecnologías que convierten a todo momento y
lugar, en un tiempo y ámbito de trabajo. Esto se potenció con la
pandemia. La psicopolítica neoliberal convierte al trabajo en una fiesta
y ese discurso neocorporativo se traslada a la política.
--Dice Han que el dispositivo neoliberal de felicidad invisibiliza el
dominio, llevándonos a la introspección anímica como reacción ante el
dolor por exceso de explotación. No hay que mejorar las relaciones
laborales sino el estado anímico.
--Cuando el sujeto de
rendimiento se deprime al fracasar --y no ve un posible cambio en el
afuera--, implota en lugar de rebelarse. Se responsabiliza a sí mismo.
Los nuevos líderes no son revolucionarios, sino entrenadores
motivacionales que atajan el descontento con técnicas de autoayuda que
intentan convertirlo en oportunidad. También los calmantes proscritos
masivamente taponan situaciones sociales causantes de dolor. Las redes
sociales y los videogames adictivos operan como paliativos que aíslan.
El dispositivo de felicidad aísla y despolitiza, atenuando la
solidaridad. Cada quien se preocupa de su felicidad como un asunto
privado: “el fermento de la revolución es el dolor sentido en común”. En
la sociedad del cansancio, ese agotamiento es apolítico, es un
cansancio del Yo emprendedor. Este es el auge de la idea “todos somos
empresarios”, cuando somos meros monotributistas de un Estado.
--Para Han, el sujeto de rendimiento narcisista abocado al éxito
--expuesto al panóptico digital para aumentar su valor-- solo puede
amarse a sí mismo y sufre el dolor de la agonía de su Eros. En tiempos
de Tinder, así como el trabajo es positivado para quitarle su rasgo de
explotación, lo mismo sucede en el amor: se elimina el riesgo de la
herida.
--El dolor brota cuando un vínculo auténtico de
pertenencia está amenazado. No se puede vivir ni amar sin dolor. No
existe posibilidad de una relación profunda, si se rechaza de plano la
posibilidad de sufrir. Por eso se busca llevar al Eros a una zona
paliativa y controlada. El Otro es cosificado como objeto, al que solo
se lo puede consumir. El Eros es el anhelo de lo distinto. La pretensión
de un mundo sin dolor y anestesiado conduce al infierno de lo igual. El
dolor es necesario para percibir la realidad, es esa resistencia que
duele, sin la cual no sentiríamos nada. El mundo desmaterializado en la
digitalidad reduce esa resistencia eliminando la fricción, llevándonos a
una era posfáctica y apática: “El orden digital es anestésico y provoca
el olvido del ser”.
--Lo único que nos puede sacar de allí es
un gran shock, como en la película Melancolía de Lars von Trier: una
joven sufre el dolor de no poder amar y sale de su depresión al
enterarse que un meteorito está por destruir la tierra.
--O
un shock como el virus actual que nos regresó de lleno a una realidad
antes muy paliativa --que ocultaba la muerte--, la cual ahora se nos
apareció de lleno con millones de muertos. Dice Han que hoy la realidad
se nos hizo notar en la forma de una fricción viral. Y toma la historia
de Simbad, el marino que cree estar en una isla, pero pisa el dorso de
un gran pez. Esta sería la metáfora de la ignorancia humana. Nos creemos
a salvo, pero de golpe somos arrastrados al abismo. La pandemia subrayó
esto: la violencia que ejercemos contra la naturaleza contraataca con
una fuerza mayor. El virus conmociona al capitalismo pero no lo elimina.
La globalización había levantado todas las barreras para acelerar el
flujo del capital. El shock pandémico paralizó las economías y los
gobiernos en pánico cerraron las fronteras. Su efecto fue como el del
terrorismo. El peligro sería que, a la larga, se instaure a nivel global
un régimen policial biopolítico de control a la manera china: este
sería el fin del liberalismo, que habrá sido un mero episodio histórico:
“la psicolítica digital hace fracasar la idea liberal de libertad”.
--Han reivindica la vida contemplativa, el amor profundo y el Eros por
sobre el porno, los rituales ante la instrumentalidad, el contacto
físico y la política como espacio de conflicto. No es ningún posmoderno
sino un romántico, un hombre de la modernidad algo fuera de época que no
usa celular ni tiene redes sociales. Y un hipercrítico del
neoliberalismo con su coacción digital. Hasta parece un continuador de
la escuela crítica de Frankfurt. Y es un poco absolutista en sus
afirmaciones.
--Sí. Su postura pasa por la ruptura de la homogeneización del
mundo y la búsqueda de superar el narcicismo para encontrarse con los
otros, de manera colectiva en el ritual. Reivindica la política y lo
comunitario como polarización de opuestos. En Europa los partidos
dejaron de ser clubes de amigos cuando ingresaron al parlamento los
socialistas y trajeron la diferencia. Hasta entonces, habían sido todos
aristócratas que vivían de otra cosa. El político profesional surgió con
los parlamentarios de clase obrera diciendo algo distinto que
incomodaba al status quo: introdujeron la negatividad opuesta. Creo que
Han es un romántico, un romántico algo pesimista y apocalíptico, que
dice cosas interesantísimas.