jueves, 27 de noviembre de 2014

Para el debate:Re-definiendo el vínculo entre Interacción y Sociedad: (o cómo superar el dilema micro-macro desde una perspectiva sistémico-constructivista)


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Los sistemas de interacción, porque usan la comunicación, son siempre la realización de la sociedad en la sociedad
Niklas Luhmann
La historia reciente de las ciencias sociales ha estado marcada por una tormentosa alternancia entre dos niveles de análisis que hasta el día de hoy se disputan el objeto de estudio de la sociología. Basta con recordar el temprano enfrentamiento entre el proyecto científico de Gabriel Tarde y Émile Durkheim, para darnos cuenta que las discrepancias entre micro-sociología y macro-sociología han acompañado a nuestra disciplina desde sus referentes fundacionales. Posiblemente, la imagen más clara de esta doble alternancia se ilustra en la famosa condena de Talcott Parsons: a toda teoría de la sociedad le seguirá una revuelta interaccionista (Jeffrey, 1992:70).
Desde entonces, tenemos por un lado la intuición de la micro-sociología (Blumer, 1969; Garfinkel, 1967; Goffman, 1982) con respecto al sentido práctico de lo social y su apuesta por analizar situaciones altamente contingentes donde el orden social se pone en juego a cada momento. A juicio de los etnometodólogos, es preciso abandonar la idea de sociedad, en tanto constituye un obstáculo para el estudio de las reglas que gobiernan el orden cotidiano de la interacción social. Si Margaret Thatcher se dedicara a la etnometodología, podría resumir este argumento en su famosa protesta contra las instituciones democráticas: ¡No existe tal cosa como una Sociedad!.
Al igual que la señora Thatcher, los interaccionistas parecen haber confundido los alcances de esta afirmación con un retroceso evolutivo en su objeto de investigación. Si bien el nivel de la interacción puede resultar adecuado para el estudio de sociedades primitivas, en donde los seres humanos pasaban su tiempo observándose una y otra vez sin desencadenar efectos extra-situacionales, resulta insuficiente bajo condiciones actuales, considerando la variedad de causalidades emergentes que no pueden analizarse únicamente a partir del contacto entre presentes (Strum & Latour, 1987). 
Una alternativa razonable sería volver sobre los pasos de Durkheim y buscar respuestas en la sociedad, o más precisamente, en las estructuras sociales (e. g. normas, instituciones, valores) que algunos teóricos elevaron a la categoría de pre-requisitos funcionales (Parsons, 1951). A diferencia del individualismo extremo de la micro-sociología, aquí las interacciones resultan demasiado residuales, demasiado humanas, como para llegar a convertirse en una categoría sociológicamente relevante. En cambio, los teóricos de la sociedad prefieren especializarse en la fabricación de “idiotas culturales”, que sólo se dejan guiar por normas y modelos pre-definidos, como si estuvieran escenificando en carne propia el guión de una película dirigida por George Romero.
La solución preferida por la sociología contemporánea ha sido naturalmente emprender una serie de proyectos de síntesis con el propósito de alcanzar algún tipo de acuerdo razonable entre las dos posiciones. Los arreglos conceptuales diseñados por autores como Bourdieu, Giddens o Habermas, podrían formar parte de este selecto grupo de compiladores. Sin embargo, por más variaciones que se introduzcan a la dialéctica original, nada nos asegura que el punto medio entre dos polos inexistentes tenga aún menos derecho a existir que las posturas iniciales del interaccionismo simbólico o del funcionalismo normativo.
Tratado Comparativo entre el Polo de la Interacción y el Polo de la Sociedad
Tratado Comparativo entre el Polo de la Interacción y el Polo de la Sociedad
Antes de seguir poniendo a prueba la imaginación sociológica, tal vez deberíamos dejar de ser tan ingeniosos y desplazar esta distinción por otra tensión conceptual que nos permita definir el orden social más allá de sus escalas de actividad. A primera vista, la distinción sistema/entorno debería ser una buena alternativa a la solución del compromiso. A diferencia de los proyectos de síntesis, la solución explorada por Luhmann no intenta resolver antinomias, ni reproducirlas en su conjunto, sino superarlas mediante el uso de nuevas distinciones. La ganancia cognoscitiva de la distinción sistema/entorno radica en que esta no se basa simplemente en una referencia analítica, como ocurre en el caso de la separación por niveles, sino en un referente empírico inspirado en el “cálculo de la forma“.
La unidad de la diferencia entre interacción y sociedad podría modelarse indicando el lado interno (sistema) de una forma compuesta de dos lados (sistema/entorno) y excluyendo todo lo demás (entorno). En el caso de la sociedad, Luhmann nos dice que se trata de un sistema en evolución capaz de incluir todas las operaciones de comunicación en el lado interno de la distinción sistema/entorno. En otras palabras, no es posible comunicar fuera de la sociedad. 
Las interacciones, en cambio, emergen como sistemas adaptativos que articulan su autopoiesis en coherencia con un ambiente social ya establecido por la misma sociedad. Esto no significa en ningún caso que la sociedad contenga a otros sistemas en cuyas partes se incluyan las interacciones como si se tratase de muñecas rusas en el juego de las matrioskas. La sociedad no es más grande ni más pequeña que las interacciones. El vínculo entre ambos radica, más bien, en que la distinción constitutiva de los sistemas de interacción (presencia/ausencia) permite procesar el problema de la doble contingencia.
En la medida en que la sociedad se realiza como interacción, las ofertas de sentido pueden ser actualizadas, negociadas o rechazadas gracias a la codificación del lenguaje como mecanismo de variación evolutiva. Al mismo tiempo, la sociedad dispone de nexos estables de expectativas (e. g. roles, programas, valores) que aseguran el entendimiento mutuo entre los seres humanos mediante el uso de comunicación: “sin interacción no habría sociedad, y sin sociedad ni siquiera la experiencia de la doble contingencia” (Luhmann, 2007:647). Ambos planos se presuponen y co-producen mutuamente como unidades emergentes, es decir, ninguno de los dos se reduce a las propiedades del otro (a pesar de que cada uno resulte indispensable para el funcionamiento del otro).
Tal comprensión, no implica en ningún caso, que las interacciones puedan ser colonizadas o instruidas desde su entorno por los sistemas funcionales de la sociedad, como pretende demostrar la teoría de Habermas. Afortunadamente para los seres humanos, las interacciones cuentan con la capacidad de acoplarse y des-acoplarse con relativa facilidad de los programas asignados por el resto de la sociedad (Robles, 2006). Tal como lo entiende Goffman, serían aquellos sistemas donde usualmente nos ´personificamos` en biografías plenas para desarrollar actividades que no cumplen ninguna función específica. En cierta forma, representan el backstage de la sociedad.
Forma Comunicativa del vínculo entre Interacción y Sociedad
Síntesis Comunicativa del vínculo entre Interacción y Sociedad
Ahora bien, a pesar de que la propuesta de Luhmann ha sido aplicada con éxito al diagnóstico de la sociedad, no ha sucedido lo mismo en el nivel de la interacción. Los investigadores sistémicos parecen más interesados en investigar desde la comodidad que les brinda el “vuelo de la abstracción” antes de pensar siquiera en descender a los infiernos de su realización empírica. Si nuestra tesis es correcta, y la teoría de sistemas demuestra mejores rendimientos conceptuales para definir el vínculo entre interacción y sociedad, el trabajo de Luhmann tiene que ser integrado a un programa metodológico que le permita analizar empíricamente la emergencia de interacciones cotidianas y sus variaciones en el curso de la evolución de la sociedad.
Existen actualmente al menos dos líneas de exploración que están asumiendo esta tarea. La primera se enmarca dentro de la tradición etnometodológica (Garfinkel, 1967) y representa el esfuerzo de la sociología alemana por dar consistencia a la hipótesis formulada por Luhmann sobre los sistemas de interacción como unidades irreductibles a la sociedad. Es más, algunos herederos de la obra de Luhmann, como André Kieserling, Dirk Baecker o Peter Fuchs, han recibido con entusiasmo las oportunidades de diálogo entre ambos paradigmas.
Quizás el ejemplo más interesante se encuentra en la iniciativa del sociólogo Fernando Robles dirigida a identificar aquello que distingue a la reproducción autopoiética de los sistemas de interacción frente al resto de la sociedad. La tesis de Robles apunta a que la autopoiésis de la interacción sólo es posible mediante el uso práctico del lenguaje bajo la forma de expresiones indexicales. Esta condición obliga a que sus participantes deban referirse continuamente al contexto donde adquiere sentido la comunicación para mantener la atención de los interlocutores. En casos extremos donde la referencia indexical se remite a dos o más reglas de codificación simbólica, las interacciones pueden asumir patrones caóticos, transformando aquellos sistemas que Luhmann definió como los “más simples de la sociedad” en situaciones potencialmente hiper-complejas.
La segunda alternativa busca dar con las relaciones de interdependencia entre interacción y sociedad, haciendo un uso descriptivo de las herramientas metodológicas disponibles en la “sociología de la traducción” (Latour, 2008). Aplicando el “principio de simetría generalizada” al análisis de los sistemas de interacción, los Estudios de la Ciencia y la Tecnología han logrado detectar una serie de transformaciones en los estados emergentes de la sociedad (en el nivel macro) a partir de pequeñas variaciones (en el nivel micro). De aquí se derivan algunos nichos estables de acoplamiento entre interacciones y sistemas funcionales gracias a la emergencia de “regímenes de traducción” (Leydesdorff, 2013) como ocurre en el caso de los clusters tecnológicos de Silicon Valley.
Desde una perspectiva similar, Ignacio Farías analiza las dinámicas de encuadre y desborde que transforman una situación cotidiana en actividades orientadas por la codificación de sistemas funcionales específicos (e. g. destinos turísticos, obras teatrales, controversias políticas, etc). Farías se pregunta: ¿Bajo qué circunstancias una tematización particular puede desplazarse hacia los estados emergentes de la sociedad? Esto aparentemente ocurre cuando los participantes trascienden ciertos ´umbrales de tematización` que regulan los estímulos externos del entorno acoplado hacia el sistema. De esta manera, un conflicto entre particulares puede desencadenar la re-estructuración total del sistema hasta el punto de llegar a conducirse únicamente en base a los presupuestos de la moral o las normas del derecho.
Actualmente
Actualmente la presencia (física) no es un requisito excluyente para la emergencia de Sistemas de Interacción
Por último, nos parece relevante destacar uno de los principales desafíos analíticos para llegar a redefinir el vínculo entre interacción y sociedad: la necesidad de relativizar la presencia (física) como principio formativo de los sistemas de interacción. Hoy en día, establecemos conversaciones en tiempo real gracias a la mediación técnica de monitores, ordenadores y teléfonos-móviles que re-distribuyen los patrones convencionales de presencia y ausencia (Callon & Law, 2004).
Aun cuando el arribo de los medios impresos redujo notablemente las restricciones físicas de la comunicación, los medios digitales agregaron un elemento adicional. Estos últimos no sólo liberan a la comunicación de la proximidad espacial de sus participantes, como lo hace la escritura, sino que además garantizan sincronización y reciprocidad entre estímulos y respuestas, tal como ocurre habitualmente en los encuentros cara-a-cara (Knorr-Cetina, 2009).
Actualmente existen numerosas investigaciones que dan cuenta de mecanismos de interacción a distancia. Entre ellas, se destacan los estudios etnográficos en mercados financieros. Preda & Knorr-Cetina revelan la emergencia de ´sistemas escópicos` donde el contacto entre los agentes económicos se produce de ´cara-a-una-pantalla`. En un sentido evolucionista, la diferenciación de contextos transnacionales de interacción podría considerarse un avance pre-adaptativo de la ´sociedad venidera` tras la introducción de los medios de difusión digital. Sin duda, la investigación sistémica tendrá mucho que decir al respecto durante los próximos años.
Fuente:sintesissociales

viernes, 7 de noviembre de 2014

Compartir, alquilar, colaborar: un poco de orden en los términos


El movimiento que reúne nuevas formas de consumir y producir entre pares todavía no tiene un nombre completamente consensuado. La imprecisión en los términos que lo definen lleva a malentendidos y críticas. Un desglose, una propuesta y un alerta para impulsar las alternativas.


La economía colaborativa es todavía un campo muy nuevo, tan nuevo que sus límites no están bien definidos. En la práctica, se suele hablar tanto de economía colaborativa o en colaboración como de consumo colaborativo y de economía del compartir o compartida; también rondan otros términos, como la economía de pares, o la economía social y solidaria. Esto trae confusiones de léxico que llevan a malinterpretaciones y discusiones. La cosa se pone peor cuando pensamos que estamos haciendo una traducción, no solo lingüística sino también cultural, y que en distintas regiones del mundo las sociedades, el consumo, la tecnología y las regulaciones son diferentes. Ante la vaguedad en los términos, brotan los malentendidos: que se trata de una economía para pobres, o de ingenuos, o de hippies, o que funciona sin dinero; o, al revés, que es apenas una máscara bonita para el libre mercado y la economía en negro.

La economía colaborativa es hoy un gran paraguas conceptual que abarca tanto maneras de consumir como de producir, de financiar o de crear y compartir conocimiento. Recortado de otro modo, incluye tanto a grandes empresas como a microemprendedores, a compañías con ganancias millonarias y a organizaciones sin fines de lucro, cooperativas y asociaciones. Va desde Airbnb, la plataforma para alquilar hospedaje entre particulares valuada en 10 mil millones de dólares, hasta una huerta comunitaria barrial. ¿Qué tienen en común cosas tan dispares? La idea de una desconcentración de los bienes y del poder, del paso de un esquema centralizado a otro distribuido entre pares, que nos lleva de ser consumidores pasivos a ciudadanos coproductores. También, de una nueva forma de pensar en el uso eficiente de los recursos subutilizados, por oposición al hiperconsumismo. Pero por supuesto, por fuera de este núcleo común, hay diferencias enormes. Tratemos de poner un poco de orden entre etiquetas que suelen confundirse:

Consumo colaborativo

Término muy extendido en España gracias al sitio pionero Consumocolaborativo.com, de Albert Cañigueral, y también en Estados Unidos y Australia gracias a CollaborativeConsumption.com, creado por Rachel Botsman. Botsman es coautora junto a Roo Rogers del libro señero de todo este movimiento, What’s Mine is Yours: the Rise of the Collaborative Consumption (2010, sin edición en castellano), donde consagra la frase “Collaborative Consumption”. Define al consumo colaborativo como “un modelo económico basado en compartir, intercambiar, comprar, vender o alquilar productos y servicios que permite el acceso por sobre la propiedad. Está reinventando no sólo qué consumimos sino también cómo consumimos”.

Este término tiene la desventaja de privilegiar el enfoque desde el consumo, y ser menos representativo de otras vertientes importantes de este movimiento: la financiación entre pares, la educación y la creación de conocimiento compartido en red, la producción colaborativa canalizada a través del movimiento maker, y las nuevas formas de participación ciudadana habilitadas por las redes de pares.

Economía del compartir o compartida (sharing economy)

Por lejos, el término más extendido en Estados Unidos y buena parte del mundo angloparlante, aunque su traducción al español no tuvo mucho éxito. Rachel Botsman la define como “un modelo económico basado en compartir bienes subutilizados, desde espacios hasta habilidades o cosas, por beneficios monetarios o no monetarios”.

Este nombre tiene la ventaja de ser breve, conciso, atractivo y empático. Pero a cambio, se compra el problema de atraer muchas críticas, basadas principalmente en el argumento de que “alquilar no es compartir”. Muchos consideran que llamar “economía del compartir” a diversas formas de compra, venta, alquiler o intercambio es una suerte de publicidad fraudulenta, de estafa a los sentimientos de quien escucha. Con este argumento se ataca sobre todo a las empresas más grandes que se amparan bajo este movimiento, como Airbnb o Uber. Se las acusa de usar el término “compartir” y hablar de “comunidades” como mera estrategia de marketing para lograr evadir los impuestos correspondientes a la economía formal y lograr más ganancias para los accionistas, que, por cierto, no tienen nada de alternativos: son los grandes inversores de riesgo de Silicon Valley. Los críticos aseguran que estas grandes compañías se escudan detrás de los pequeños participantes con pequeñas ganancias (como son aquellos que alquilan una habitación de la casa en la que viven a través de Airbnb) para seguir reproduciendo el capitalismo más ortodoxo, donde las grandes ganancias se reparten entre pocos y ricos. Incluso hay toda una línea que señala a la organización Peers, que se autodefine “de base”, como lobbistas que trabajan por los intereses de grandes inversores de esta nueva economía. En las ciudades donde el debate acerca de Airbnb se ha recalentado más, como Nueva York y Barcelona, escenario de batallas legales, ha habido incluso manifestaciones en las calles a favor y en contra de esta plataforma.

“Una enorme parte de lo que se conoce como ‘sharing economy’, que abarca toda la parte de empresas con fines de lucro, no implica compartir en sentido estricto”.


Es cierto que una enorme parte de lo que se conoce como “sharing economy”, que abarca toda la parte de empresas con fines de lucro, no implica compartir en sentido estricto. Compartir, lo que se dice compartir, es lo que hacemos cuando ofrecemos parte de lo propio a otros sin dinero de por medio, como en el caso de la plataforma para brindar alojamiento gratuito Couchsurfing, o cuando usamos bienes comunes entre varios, como un parque o los libros de una biblioteca pública. Lo que hay en la “sharing economy” es una acepción diferente de la idea de “compartir”: la de que un bien subutilizado puede explotarse de manera más eficiente si se abre su acceso a otros que no son sus dueños, incluso generando un rédito. Sólo en ese sentido puede pensarse en alquilar una habitación, una herramienta o un auto como “compartir”.
Sin embargo, si nos sacamos de la boca el mal gusto de sentirnos engañados por el uso sesgado del término, podemos pensar en las ventajas múltiples de estos varios sistemas de intercambios y alquileres. Siguen siendo muy provechosos en términos ambientales, económicos y muchas veces también sociales; Airbnb consume al planeta muchos menos recursos naturales que la cadena Hilton, y reparte mejor sus ganancias. Por eso, prefiero evitar los problemas de la frase “economía del compartir” y usar en cambio otro nombre quizás más vago, pero menos engañoso: economía colaborativa.

Economía colaborativa o en colaboración

Este es mi favorito, porque ayuda a resolver el “fraude” de hablar de compartir en una acepción muy estrecha, y abarca mucho más que el consumo. Es uno de los términos más extendidos hoy en castellano; en inglés, en cambio, es menos frecuente. En francés, sobre todo gracias a la influencia de la organización OuiShare, “économie collaborative” es también el término preferido.

Otra ventaja es que el término “economía” tiene un sentido amplio. Rachel Botsman toma “economía colaborativa” como el núcleo duro que comparten otros términos; permite incluir las ideas de financiación, educación, producción y hasta el intercambio de conocimiento entre pares. En el portal el plan C definí la economía colaborativa así, siguiendo a Botsman: “Una economía construida sobre redes distribuidas de comunidades e individuos conectados entre sí, como alternativa a las instituciones centralizadas. Un cambio de paradigma que pone el foco en el intercambio entre particulares y modifica la manera en que producimos, consumimos, nos educamos y financiamos. Abarca todas las formas de compartir, intercambiar, trocar, prestar, alquilar, regalar, vender y comprar bienes, servicios y capacidades entre particulares; muchas de ellas lograron un nuevo impulso gracias a internet. También las formas de producir conocimiento, arte o valor de forma colectiva y descentralizada”. Y, por cierto, que privilegia el acceso a bienes y servicios por sobre la propiedad de ellos.

OuiShare habla de “prácticas y modelos de negocios basados en redes horizontales y participación de la comunidad, que borran los límites entre productores y consumidores”, donde las comunidades “se encuentran e interactúan en redes online y plataformas de pares, pero también en espacios físicos compartidos”. Y subsume dentro de este gran paraguas distinas vertientes: el consumo colaborativo (que equipara a la economía del compartir); la circulación de dinero entre pares, sea como financiación colectiva (crowdfunding) o préstamos p2p; la producción y el diseño colaborativo del universo maker, hacker y do it yourself, y todos los sistemas de conocimiento abierto, desde la educación p2p hasta la cultura libre, el software libre, el movimiento de datos abiertos y gobierno abierto.

“Economía colaborativa” sirve tanto para dar cuenta de la vertiente estadounidense del fenómeno, más pragmática y volcada a los negocios, como de las movimientos europeos, tradicionalmente más orientados a lo social, como los sistemas para compartir viajes en auto o las plataformas para reducir el derroche de comida.

Por otra parte, “economía colaborativa” viene usándose desde hace un tiempo en castellano y en portugués en América latina, desde una perspectiva más social y comunitaria, como la que promueve el colectivo Minka Banco de las Redes. La especialista brasileña en economía colaborativa y creativa Lala Deheinzelin la considera “la versión 2.0 de la economía social y solidaria”, ya que suma el enorme potencial de las redes vehiculizadas por internet, que -según explica- conectan a las comunidades de pares y elevan el impacto de un modelo lineal a uno exponencial. “Son nuevos sistemas -softwares- para identificar y optimizar excedentes -hardwares-”, explica.

Como término de máximo alcance, la economía colaborativa no se define por sus intenciones (como la social y solidaria), sino más bien por su estructura orientada a la descentralización y la distribución entre pares en red, más cerca de la economía de pares (p2p economy). Entre sus lineamientos básicos está privilegiar el acceso por sobre la propiedad, la colaboración por sobre la competencia, aprovechar al máximo la capacidad ociosa de los bienes ya existentes como reacción al hiperconsumo y reubicar al consumidor en un rol activo de ciudadano y productor en pie de igualdad.

Queda abierto el debate acerca de hasta qué punto se puedan considerar “colaborativas” las grandes compañías que manejen sus activos y estrategias de mercado del modo tradicional. Cuando Uber y Lyft, dos sistemas para conseguir viajes en auto, se lanzan a una batalla sin cuartel que puede llegar al sabotaje, no están precisamente honrando el lema de la colaboración por sobre la competencia. Cuando las empresas acumulan datos de sus usuarios en lugar de abrirlos de manera transparente, están jugando con las reglas del juego antiguo. Mucho más aún cuando les impiden a aquellos que se proponen como proveedores de servicios comunicarse y ponerse de acuerdo entre sí, como es el caso de TaskRabbit, una plataforma que conecta a gente disponible para pequeñas tareas con otra que quiere contratarlos… al menor precio posible. En ese caso, la idea de “colaborativo” está encubriendo una desregulación feroz, un hueco legal que es aprovechado para esquivar impuestos y maximizar ganancias a expensas de los trabajadores, desamparados en lo más crudo del libre mercado. Y cuando Uber -otra vez- es blanco de protestas de los propios conductores, que se consideran explotados, cuesta entender en qué sentido esa compañía podría etiquetarse como “colaborativa”.

En este momento inicial, donde navegamos entre zonas grises y vacíos legales y los términos todavía se están definiendo, vale la pena estar atentos para no ser cómplices del “collaborative washing”, o “share washing”. La naturaleza exponencial de las redes online juega a favor de la desconcentración y en contra de los grandes monopolios, pero el poder del capital es grande. Sería una pena que lo mejor de este movimiento, que contiene el germen de lo distribuido y lo abierto, se deje usar como máscara bonita por el mismo capitalismo salvaje de siempre.
Fuente:Telam