sábado, 11 de marzo de 2023

Sheldon Wolin. Democracia administrada y totalitarismo invertido

 

En qué consiste el totalitarismo invertido? Este vídeo nos lo explica  perfectamente

Wolin (1922-2015) fue un teórico político estadounidense que, nacido en Chicago de padre judío siberiano y criado en Buffalo (Estado de Nueva York), interrumpió sus estudios a la edad de 19 años para convertirse en bombardero-navegante de las Fuerzas Aéreas del Ejército de USA. Sus experiencias vitales fueron las de “un niño de la Gran Depresión, un aviador de la Segunda Guerra Mundial, un judío de la era del Holocausto y un activista de los años sesenta, todas ellas, excepto la última, experiencias dominadas por la sensación de pérdida”. Fundador de la “Escuela de teoría política de Berkeley”, diseñó un enfoque diferente de la historia del pensamiento político en su libro “Política y visión” (1960) donde propone una perspectiva totalmente original que constituyó un desafío formidable a los enfoques más clásicos en el estudio de la historia del pensamiento político, que consideraban que su tema era simplemente ajustarse al crecimiento ideológico de las instituciones políticas tal como aparecieron a lo largo de la historia, y presentar sus contenidos en forma enciclopédica. Wolin observó que el elemento de comentario político en la teoría política estaba en gran parte ausente en los acontecimientos que le tocó vivir (las manifestaciones estudiantiles de la década de 1960, la Guerra Fría y su retórica del capitalismo/comunismo, las presidencias de Nixon, Ford y Reagan). El nuevo enfoque de Wolin, basado en el estudio cuidadoso de diferentes tradiciones teóricas, presta especial atención a cómo éstas contribuyen a los significados cambiantes de un vocabulario político previamente recibido (incluidas las nociones de autoridad, obligación, poder, justicia, ciudadanía y estado), y tiene como objetivo último instruir, informar y aconsejar la práctica de la teoría política en el presente.

Wolin insistía en que la filosofía, incluso la escrita por los antiguos griegos, no era una reliquia muerta, sino una herramienta vital para examinar y desafiar las suposiciones e ideologías de los sistemas contemporáneos de poder y pensamiento político. Esta insistencia hacía que a menudo se considerara un paria entre los teóricos políticos contemporáneos ya que la concentración de éstos en el análisis cuantitativo y en el conductismo les llevaba a evitar el examen de la teoría y las ideas políticas amplias. Argumentaba que la teoría política era “principalmente una actividad cívica y secundariamente académica” que tenía un papel “no solo como disciplina histórica que se ocupaba del examen crítico de los sistemas de ideas”, sino como una fuerza que “coadyuva a moldear las políticas públicas y las direcciones gubernamentales, y sobre todo la educación cívica, de una manera que fomenta los objetivos de una sociedad más democrática, más igualitaria, más educada”. Es decir, Wolin diseñó un paradigma de la teoría política clásica que, derivado de Platón y Aristóteles, reclamaba fundamentos filosóficos y asumía un punto de vista crítico de la sociedad. Por el contrario, este paradigma fue suplantado en la academia por la revolución del comportamiento y el surgimiento de las ciencias sociales, no como un paradigma teórico sino como la creciente rutina exigida por las estructuras económicas y sociales modernas, mera recopilación de datos y minucias académicas, y desplazó determinantemente la visión crítica de la tradición clásica.

En su ensayo clásico “Teoría política como vocación” (1969), escrito en el contexto de la Guerra Fría, la Guerra de Vietnam y el Movimiento por los Derechos Civiles, remacha esta idea y critica acerbamente al conductismo como verdadero causante de la incapacidad de comprender las crisis de la época. Por otra parte, Wolin identificó una tradición de teóricos políticos “épicos” que se empeñaron en ver el mundo de manera diferente pero con el objetivo de cambiar sus sociedades. Esta tradición incluye a Platón, Maquiavelo, Hobbes y Marx, cuyos escritos, si no cambiaron el mundo, al menos perduraron “como un monumento a las aspiraciones del pensamiento”. Precisamente este tipo de teorías políticas épicas es lo que Wolin creía que requería nuestro tiempo, pues su aplicación crítica a las instituciones políticas contemporáneas daría luz a una mayor comprensión de la problemática político-social.

En el libro “Democracia gestionada y el espectro del totalitarismo invertido” (2008) Wolin defendió la política democrática contra el surgimiento del neoliberalismo y las guerras imperiales, y estableció una distinción entre “democracia administrada” y “democracia fugitiva”. La “democracia administrada” es el espectáculo rutinario de la política electoral que actualmente pasa por democracia en la mayoría de los autoproclamados regímenes democráticos, que coexiste y es en gran medida una fachada para la economía capitalista moderna. La “democracia fugitiva” significa esos escasos momentos de genuina participación democrática en los que el pueblo recupera el poder político. Refiriéndose a la forma actual de democracia gestionada, Wolin habla que ésta da lugar a una nueva forma de totalitarismo, el así llamado totalitarismo invertido. El conocido totalitarismo clásico se caracteriza por buscar el apoyo de su ciudadanía movilizándola masivamente para que el estado ejerza un control férreo sobre la economía, es decir, la economía subordinada a la política; asimismo, anuncia objetivos, con algunos aspectos socialistas, para cuya consecución utiliza medios coercitivos, confiando en el liderazgo de un demagogo o personaje carismático. Por el contrario, el totalitarismo invertido, prosperando en medio de ciudadanos pasivos políticamente desmovilizados y apáticos, que rara vez van más allá de su papel asignado como “espectadores-consumidores”, se caracteriza por tomar la forma de la economía capitalista que ejerce el control sobre el estado, es decir, la economía domina absolutamente la política; asimismo, anuncia sus objetivos y credenciales “democráticos”, aunque sus prioridades son abrumadoramente económicas y expansionistas; y su liderazgo, semejante al de un anonimato sin rostro del estado corporativo empresarial, va unido a las corporaciones que son profundamente indiferentes al bienestar de los pobres.

Ciertamente el totalitarismo invertido, a diferencia del nazismo que hizo la vida incierta a los ricos y privilegiados al proporcionar programas sociales para la clase trabajadora y los pobres, explota a las clases necesitadas, reduciendo o debilitando los programas de salud y los servicios sociales, así como reglamentando la educación de masas para lograr una fuerza laboral insegura amenazada por la importación de trabajadores de bajos salarios. Así pues, el empleo precarizado en una economía de alta tecnología, volátil y globalizada, la reducción de personal, la falta de defensa sindical, las habilidades rápidamente desactualizadas, la transferencia de empleos al exterior, todo esto crea una economía de miedo mediatizado por un sistema de control eminentemente racional cuyo poder se alimenta de la incertidumbre. Y el resultado es una ciudadanía que se encuentra en un continuo estado de preocupación y zozobra que, sometida al impulso descontrolado de aspiraciones competitivas, origina un anhelo de estabilidad política en lugar de compromiso cívico, de protección en lugar de participación política (Hobbes dixit). Consecuentemente, la ciudadanía permanece pasiva fuera de la participación en el poder, invitada a tener opiniones, se le permite votar y, una vez finalizado el carrusel electoral, las corporaciones y sus grupos de presión vuelven a la tarea de gobernar olvidándose de esos ciudadanos. El estado corporativo, legitimado por las elecciones que controla, reescribe y distorsiona la legislación que antaño protegió la democracia con el fin de abolirla. Y así, los derechos básicos son revocados por mandato judicial y legislativo, quienes, al servicio del poder corporativo, reinterpretan las leyes para despojarlas de su significado original con el fin de fortalecer el control corporativo y abolir su supervisión. Los medios de comunicación social y las élites, especialmente los intelectuales, académicos e investigadores, comprados e integrados perfectamente en el sistema, fomentan, si cabe más, la despolitización de la ciudadanía y la uniformización de la opinión pública, lo que hace irrelevante la disidencia política que, tachada de antisistema, ultraizquierdista, extremista, terrorista, es completamente ignorada.

El totalitarismo invertido es un “espectro” que sigue el desarrollo de una “democracia administrada” con dos ejes principales. Por un lado, el gobierno se asimila cada vez más a los modos de una corporación empresarial que, en contra del ideal republicano clásico del servicio público desinteresado, se vuelve más elitista y favorecedor de los gerentes que reclaman experiencia en el manejo de la nación para obtener el máximo beneficio. En otras palabras, se trata de una “revolución corporativa” en política, una “fusión” entre capitalismo y democracia, cuyos resultados son una depreciación de la democracia en cuanto representación y rendición de cuentas ante el pueblo, una “cultura antipolítica de competencia más que de cooperación”, un agresivo programa de privatización. Por otro lado, aun cuando las formas básicas de autogobierno popular se mantienen, su contenido está vacío ya que progresivamente mayores espacios del estado se subordinan a las maquinaciones de intereses de cabildeo corporativo, desalentando a las personas a ejercer una acción democrática real y participativa, lo que promueve una creciente “lasitud cívica” y una “democracia sin ciudadanos” en la que la soberanía popular se reduce a la “soberanía del consumidor”. En suma, el totalitarismo invertido no gira en torno a un demagogo o un líder carismático, sino que se refiere a centros corporativos generalmente anónimos. No desacredita abiertamente la democracia, más bien rinde homenaje al ideal democrático y a la Constitución, a las libertades civiles, a la libertad de prensa y a la independencia del poder judicial, rinde lealtad externa a la fachada de la política electoral, a su iconografía, a las tradiciones y al lenguaje del patriotismo, pero al mismo tiempo subvierte las instituciones democráticas. Lo cierto es que el totalitarismo invertido, arteramente, profesa ser lo contrario de lo que de hecho es, y renunciando a su verdadera identidad confía en que sus desviaciones se normalizarán como “cambio de progreso”.

Durante el mandato de Roosevelt en la década de 1930, existía en USA un capitalismo regulado, en cierta manera, por el Estado en un intento de controlar la actividad corporativa para el bien común. Pero a partir de la Segunda Guerra Mundial, el imaginario constitucional sucumbió al imaginario de poder de la Guerra Fría, y la preocupación por el bienestar, la participación y la igualdad, fue reemplazada con una ideología “desmaterializada” de patriotismo, anticomunismo y miedo, es decir, una nueva ideología maniquea al servicio de la riqueza corporativa y la desigualdad. La postura comprometida de la URSS con el anticapitalismo y un igualitarismo completo, prestó así al individualismo capitalista un aura patriótica e impugnó a sus detractores. La Guerra Fría generó un aumento masivo en el gasto de defensa, lo que a su vez hizo que la economía estadounidense dependiera mucho de las industrias de defensa corporativas. El secuestro del gobierno por parte de las corporaciones y militaristas de la guerra permitió que el complejo militar-industrial desangrara al país. Los programas sociales del gobierno se redujeron o eliminaron como “abdicación selectiva de la responsabilidad gubernamental para el bienestar de la ciudadanía” al amparo de la reducción de costos y la mejora de la “eficiencia”. Wolin vio a los militaristas y los corporativistas, que formaron una coalición para orquestar el surgimiento de un imperio estadounidense global después de la guerra, como las fuerzas que extinguieron la democracia estadounidense, y llamó al totalitarismo invertido “la verdadera cara de la superpotencia”. Estos especuladores y militaristas de la guerra, a la par que “normalizaron” la guerra, desangraron al país de los recursos, trabajaron para desmantelar las instituciones y organizaciones populares, como los sindicatos, y desempoderaron y empobrecieron políticamente a los trabajadores. Y Wolin advierte que, como ocurrió con todos los imperios, serán “destripados por su propio expansionismo”, que nunca habrá un retorno a la democracia hasta que se reduzca drásticamente el poder incontrolado de los militaristas y corporativos, que un estado de guerra no puede ser un estado democrático, en fin, que el imperialismo y la democracia son incompatibles, y que, por tanto, Estados Unidos se convertirá en un estado totalitario si no cambia radicalmente el rumbo.

Wolin formuló una crítica original no marxista del capitalismo y el destino de la vida política democrática en el presente. En su esfuerzo por pensar en el destino de la democracia en los Estados Unidos, formuló una nueva teorización de las formas de poder modernas y posmodernas y cómo estos moldearon los límites y horizontes de la vida política a fines del siglo XX y principios del XX. El pensamiento político de Wolin, aunque influenciado por la crítica de Marx al capitalismo como una forma de poder, es decididamente no marxista en su insistencia en la democracia participativa, en la primacía de lo político y en la convicción de que una teoría radical de la democracia requiere localizar las formas de poder más allá de la economía. Wolin, aunque no tenga ninguna receta sobre cómo eliminar la situación que describe con tanta amargura, y particularmente preocupado por el destino de la democracia a manos de los imperativos burocráticos, elitismo y principios y prácticas gerenciales, forjó la idea de “democracia huidiza”. En su opinión, la democracia no es una forma de estado fija, sino una experiencia política evanescente y momentánea en la que la gente común es un actor político activo. Esta “democracia huidiza” que aparece y estalla repentinamente a partir de un hecho disruptivo, hace que las sociedades compartan unas horas o días priorizando los intereses comunes de toda la población, rompiendo los planes de las élites, amenazándolas directamente y evidenciando la insatisfacción popular con la vida que les toca vivir. Pero Wolin no tiene ninguna receta para ganar, sabe que estas democracias fugaces son muy difíciles de mantener porque la gente tiene intereses vitales ordinarios que no le permiten estar permanentemente movilizada, y que una revolución democrática por definición alienta la diversidad y por eso inevitablemente cae en la fragmentación. Pero puede que se alargue y fructifique el huidizo estallido de la democracia en la calle, lo que ocurre en los casos en que la disrupción del sistema sea de un alcance tan grande que el estado se encuentre forzado a recuperar el totalitarismo clásico con medidas despóticas y tiránicas que lo deslegitimen y equiparen a una dictadura. En todo caso, estos momentos disruptivos ejercen un efecto tan poderoso sobre la gente, un cambio sentimental de tan inmenso alcance, que en cualquier momento pueden volver a ocurrir mientras haya gente que los recuerde.

Wolin nos pone en la presencia de un pasado que abriga el futuro, de un pasado protegido en el presente, de un pasado aún por cumplir, donde el tiempo se convierte en un campo de trabajo y exploración, en un terreno de descubrimiento y recurso, en un lugar siempre para cuestionar. Nadie pudo ver tan bien en la oscuridad de estos tiempos sombríos porque nunca fue el temeroso liberal que miraba con recelo la democracia, ni tampoco el ansioso constitucionalista que intenta hacer perdurar el presente. Wolin tenía esa audacia democrática que no busca instituciones duraderas sino una democracia fugitiva, que no alienta estabilidad liberal sino aventura democrática, que vio con claridad los peligros, riesgos, posibles errores y ciertos pasos en falso de los demócratas. Y, a pesar de que no tenía fe en el progreso ni en una promesa de redención en el futuro, vislumbró la posibilidad de lo político con la esperanza de construir una vida democrática común. Intuyó la existencia de esa esperanza en la imperfección, insuficiencia y fragmentariedad del mundo. Confió en que en las grietas y fisuras de las cosas rotas podría eclosionar y crecer una nueva sociedad más democrática. Porque, en definitiva, para Wolin la democracia no es solamente un antiguo legado ateniense sino que está al alcance del hombre contemporáneo.