“Este es un país de fuga constante”
El historiador analiza el período comprendido entre 1955 y 2010. Toma al peronismo como eje necesario del sistema político argentino y llega hasta el surgimiento del kirchnerismo.
Por Cristian Vitale
El historiador esboza una sonrisa ante la ironía que escucha en el transcurso de la entrevista con Página/12: “Puede que Perón haya hecho todo lo que hizo para romperles la cabeza a ustedes, los historiadores...”. Marcos Novaro retruca, en un intento de salir del paso por la síntesis: “El problema es que se rompió la cabeza a sí mismo, porque él también terminó siendo víctima de su propia creación”. Y continúa: “Yo creo que el peor período de la Argentina es el que va de 1973 a 1980, porque Perón se rinde ante su propia obra”. El recorte navega dentro del marco mayor que implican las 318 páginas de Historia de la Argentina (1955-2010), el libro que la editorial Siglo XXI le encargó a este investigador del Conicet, profesor de Teoría Política y Contemporánea, y director del programa de historia política del Instituto Gino Germani.
Lo que Novaro se propuso no fue, claro, un ensayo holístico sobre Perón (que sólo gobernó ocho meses durante el período), sino desandar los flujos y reflujos políticos que le han inyectado a la historia moderna del país sus “intersticios, dobleces y complejidades” y que, más claro aún, tienen a Perón como actor entre actores. El intento es tratar de abstraerse de visiones “maniqueas” y “simplificaciones” y analizar, desde allí, hechos y tópicos que prendieron fuego el pasado siglo y lo que va de éste: el fracaso de la Revolución Libertadora, la fragilidad de los gobiernos de Frondizi e Illia y sus planteos ante el peronismo proscripto, el proyecto corporativo de Onganía, el ascenso de las organizaciones armadas, el programa represivo de los militares y la inconsistencia de sus políticas económicas, la esperanza que despertó Alfonsín y las dificultades que debió enfrentar, las reformas de mercado introducidas por el menemismo y el surgimiento del kirchnerismo, entre ellos.
–Un libro de historia que incluye el período kirchnerista. ¿Cómo se hace historia “hasta ayer”?
–(Risas) Bueno, es un tema: apenas lo terminé se murió Néstor Kirchner y entiendo que ese capítulo final es muy precario.
–Y difícil, se intuye, al menos para mantener el tono matizado y analítico del resto del relato.
–Sí. De todas formas, el kirchnerismo no puede entenderse fuera de esta larga historia del peronismo post régimen peronista. En este sentido, tuvo un período de auge y eficacia política, simbólica y cultural que, para mí, terminó en 2008. Creo que tuvo el proyecto de recuperar las banderas del populismo y el desarrollismo, una pretensión de síntesis interesante, incluso la recuperación de cierto liberalismo político. El kirchnerismo fue la renovación de la Corte Suprema, el abrazo con Alfonsín y su incorporación al panteón de héroes... en fin, una serie de gestos muy importantes...
–La reapertura de los juicios a las Juntas es insoslayable...
–Eso era esperable, pero los otros gestos fueron más innovadores. De todas maneras, entiendo que el proyecto político llegó a su límite porque no fue capaz de cambiar al peronismo tradicional y tampoco supo acomodarse a una etapa más complicada en términos económicos, porque uno de los problemas recurrentes en este país es que el poder central, en el marco de un sistema populista, siempre termina siendo víctima del arco de gastadores de presupuesto. Igual, hay que entender la alternativa de Kirchner, que era rendirse ante eso. También podría haber seguido el camino de las reformas, pero era costoso pelearse con los gobernadores para que los rendimientos influyeran sobre las partidas presupuestarias o para reformar el sistema impositivo.
A Novaro le toca el rol algo incómodo de tener que hablar como un analista político de la actualidad cuando lo que hizo fue escribir un libro de historia. Entre la muerte de Kirchner y hoy han pasado muchas cosas que su libro –axiomático– no pudo plasmar. De todas formas, el pantallazo sobre el período ancla con el eje propuesto, el del peronismo como centro y actor necesario del sistema político argentino. “Desde 1955 hasta hoy ha persistido la idea liberal de rediseño y corrección del país y el peronismo se ha burlado de todos ellos, incluso de los intentos de los propios peronistas”, sostiene.
–¿A qué se refiere, específicamente?
–A que los intentos de disciplinarse a sí mismos y poner en caja a ese monstruo invertebrado también han fracasado. Yo creo que la etapa contemporánea también se puede leer en esos términos. El proyecto kirchnerista tiene mucha similitud con el de Menem en la idea de hacer un peronismo definitivo, aunque de otro signo, desde la voluntad. Y eso no pudo ser, ni desde adentro ni desde afuera.
–Ciertos historiadores soslayan un hecho central para comprender el peronismo, que es la identificación emocional entre un hombre y las masas.
–Bueno, no es un detalle. El peronismo hizo una revolución social, construyó una sociedad extremadamente igualitaria para los parámetros regionales y todavía uno tiene que discutir qué pasó con esa sociedad igualitaria. Y es que tiene un problema económico de base: es insostenible, porque la productividad en Argentina no alcanza para ser tan igualitarios. El país tenía que dar un salto de productividad para mantenerla y no lo pudo dar. Desde que Perón fracasó con el Congreso de la Productividad, ya no hubo forma de salvar esa sociedad. Ahora, yo pregunto, ¿si la igualdad es un principio que torna más estables a las sociedades, por qué la igualdad peronista fue tan inestable y disruptiva? Es un debate abierto y yo compartiría la tesis populista de que el problema no fue necesariamente el populismo, porque en realidad la sociedad argentina dejó de ser una sociedad populista y, sin embargo, se sigue gobernando con conflictos.
–Bien, pero pasaron cosas. Hubo una dictadura feroz, un neoliberalismo arrasador, un vaciamiento de la cultura política...
–Entiendo el argumento sobre la derrota del campo popular, pero no compartiría la idea de que hay, a partir de ese momento, un desequilibrio de poder. Está la tesis de Portantiero que dice “bueno, había un empate social y ese empate era el que generaba el conflicto, pero ese empate desapareció con la dictadura y a partir de ese momento no hay empate sino dominación”. Yo no lo comparto. Tiene una parte sugerente, sí, pero la idea de la derrota no tiene en cuenta el modo en que se autoderrotó la clase dominante con la dictadura. Y la gran conservación del poder que tuvieron actores del campo popular, principalmente los sindicatos. Más que pensar en un desempate hay que pensar en una derrota mutua: la Argentina populista implosionó y perdieron los dos. Me parece más interesante la explicación a lo
O’Donnell sobre alianza de clases. Cuando él escribe de la alianza hasta el ’76 dice que es mucho más complejo que la idea de empate. Lo que pasa del ’75 en adelante no es que hay un campo que sube y otro que baja, más bien hay un quilombo infernal en el que la derrota que infligen los sectores de poder militares y empresariales a los actores populares es un triunfo del cual no van a poder sacar provecho durante mucho tiempo. Una de las cosas importantes es que no está el empresariado. Fíjese que Alfonsín los tiene que ir a buscar para tratar de convencerlos de que dejen de fugar capitales. Para entender a Menem también hay que entender eso: dicen, “Menem se rindió ante el empresariado”, y no tenía frente a quien rendirse porque los tenía que convencer de que Argentina era viable, que dejaran de llevarse la guita. Este es un país de fuga constante, hay que entenderlo.
–¿En qué sentido entiende usted el concepto de populismo? Apela seguido a esa categoría.
–Yo creo que el populismo es un elemento bastante inevitable de todas las políticas democráticas, digamos. Los sistemas democráticos tienen una cuota de populismo que en algunas épocas es más de izquierda y en otras más de derecha. La apelación a las masas contra las instituciones o contra las jerarquías establecidas es algo muy fuerte en la política norteamericana, por ejemplo. Ahora, el populismo norteamericano convive en general con instituciones liberal-democráticas que lo canalizan. El populismo de Roosevelt, por ejemplo, encontró un freno en la Corte Suprema. ¿Fue bueno eso o no? Hay toda una discusión, porque la Corte era muy conservadora y le frenó las reformas sociales. Hay quienes piensan que eso fue un freno al reformismo.
–¿Y usted qué piensa?
–Me inclino a pensar que es un freno útil a los problemas del populismo porque éste arrasa con las instituciones y genera problemas más serios de los que resuelve. En algunas ocasiones es inevitable que arrase con las instituciones, como hizo el peronismo. Ahora, ¿por qué el reformismo de Roosevelt fue más duradero que el reformismo social del peronismo? En parte porque encontró instituciones, algunas de las cuales le hicieron frente, y en parte porque se canalizó a través de instituciones porque no podía ir por afuera. Ahora, ¿eso pasó porque las instituciones eran más permeables al cambio o porque el populismo no era tan virulento?... Tal vez por ambas cosas. En el caso argentino uno puede decir, bueno, el populismo en general ha ido por afuera de las instituciones y fue muy radical en el sentido distributivo.
–Puede preguntarse también si las elites y las instituciones que enfrentó el peronismo fueron flexibles con los reclamos sociales como para canalizar lo que usted llama populismo radicalizado.
–Yo diría que el problema no fue tanto con las elites sino con los partidos de oposición, la prensa y los sindicalistas socialistas y comunistas. Hubo una radicalización en ese sentido. Bueno, después uno podría decir “cuando Perón llamó a la paz Frondizi le contestó con guerra...” Y sí, es cierto. Frondizi creía que se iba a llevar las cosas por delante y que tenía que liquidar al usurpador de “su revolución”, y después pensó que podía usarlo como instrumento de su estrategia de superación del peronismo. Obviamente, hubo mucha omnipotencia en el antiperonismo, mucha revancha...
Novaro es investigador del Conicet y director del programa de historia política del Instituto Gino Germani.
Imagen: Sandra Cartasso