El
movimiento que reúne nuevas formas de consumir y producir entre pares
todavía no tiene un nombre completamente consensuado. La imprecisión en
los términos que lo definen lleva a malentendidos y críticas. Un
desglose, una propuesta y un alerta para impulsar las alternativas.
La economía colaborativa es todavía un campo muy nuevo, tan nuevo que sus límites no están bien definidos. En la práctica, se suele hablar tanto de economía colaborativa o en colaboración como de consumo colaborativo y de economía del compartir o compartida; también rondan otros términos, como la economía de pares, o la economía social y solidaria. Esto trae confusiones de léxico que llevan a malinterpretaciones y discusiones. La cosa se pone peor cuando pensamos que estamos haciendo una traducción, no solo lingüística sino también cultural, y que en distintas regiones del mundo las sociedades, el consumo, la tecnología y las regulaciones son diferentes. Ante la vaguedad en los términos, brotan los malentendidos: que se trata de una economía para pobres, o de ingenuos, o de hippies, o que funciona sin dinero; o, al revés, que es apenas una máscara bonita para el libre mercado y la economía en negro.
La economía colaborativa es hoy un gran paraguas conceptual que abarca tanto maneras de consumir como de producir, de financiar o de crear y compartir conocimiento. Recortado de otro modo, incluye tanto a grandes empresas como a microemprendedores, a compañías con ganancias millonarias y a organizaciones sin fines de lucro, cooperativas y asociaciones. Va desde Airbnb, la plataforma para alquilar hospedaje entre particulares valuada en 10 mil millones de dólares, hasta una huerta comunitaria barrial. ¿Qué tienen en común cosas tan dispares? La idea de una desconcentración de los bienes y del poder, del paso de un esquema centralizado a otro distribuido entre pares, que nos lleva de ser consumidores pasivos a ciudadanos coproductores. También, de una nueva forma de pensar en el uso eficiente de los recursos subutilizados, por oposición al hiperconsumismo. Pero por supuesto, por fuera de este núcleo común, hay diferencias enormes. Tratemos de poner un poco de orden entre etiquetas que suelen confundirse:
Consumo colaborativo
Término muy extendido en España gracias al sitio pionero Consumocolaborativo.com, de Albert Cañigueral, y también en Estados Unidos y Australia gracias a CollaborativeConsumption.com, creado por Rachel Botsman. Botsman es coautora junto a Roo Rogers del libro señero de todo este movimiento, What’s Mine is Yours: the Rise of the Collaborative Consumption (2010, sin edición en castellano), donde consagra la frase “Collaborative Consumption”. Define al consumo colaborativo como “un modelo económico basado en compartir, intercambiar, comprar, vender o alquilar productos y servicios que permite el acceso por sobre la propiedad. Está reinventando no sólo qué consumimos sino también cómo consumimos”.
Este término tiene la desventaja de privilegiar el enfoque desde el consumo, y ser menos representativo de otras vertientes importantes de este movimiento: la financiación entre pares, la educación y la creación de conocimiento compartido en red, la producción colaborativa canalizada a través del movimiento maker, y las nuevas formas de participación ciudadana habilitadas por las redes de pares.
Economía del compartir o compartida (sharing economy)
Por lejos, el término más extendido en Estados Unidos y buena parte del mundo angloparlante, aunque su traducción al español no tuvo mucho éxito. Rachel Botsman la define como “un modelo económico basado en compartir bienes subutilizados, desde espacios hasta habilidades o cosas, por beneficios monetarios o no monetarios”.
Este nombre tiene la ventaja de ser breve, conciso, atractivo y empático. Pero a cambio, se compra el problema de atraer muchas críticas, basadas principalmente en el argumento de que “alquilar no es compartir”. Muchos consideran que llamar “economía del compartir” a diversas formas de compra, venta, alquiler o intercambio es una suerte de publicidad fraudulenta, de estafa a los sentimientos de quien escucha. Con este argumento se ataca sobre todo a las empresas más grandes que se amparan bajo este movimiento, como Airbnb o Uber. Se las acusa de usar el término “compartir” y hablar de “comunidades” como mera estrategia de marketing para lograr evadir los impuestos correspondientes a la economía formal y lograr más ganancias para los accionistas, que, por cierto, no tienen nada de alternativos: son los grandes inversores de riesgo de Silicon Valley. Los críticos aseguran que estas grandes compañías se escudan detrás de los pequeños participantes con pequeñas ganancias (como son aquellos que alquilan una habitación de la casa en la que viven a través de Airbnb) para seguir reproduciendo el capitalismo más ortodoxo, donde las grandes ganancias se reparten entre pocos y ricos. Incluso hay toda una línea que señala a la organización Peers, que se autodefine “de base”, como lobbistas que trabajan por los intereses de grandes inversores de esta nueva economía. En las ciudades donde el debate acerca de Airbnb se ha recalentado más, como Nueva York y Barcelona, escenario de batallas legales, ha habido incluso manifestaciones en las calles a favor y en contra de esta plataforma.
“Una enorme parte de lo que se conoce como ‘sharing economy’, que abarca toda la parte de empresas con fines de lucro, no implica compartir en sentido estricto”.
Es cierto que una enorme parte de lo que se conoce como “sharing economy”, que abarca toda la parte de empresas con fines de lucro, no implica compartir en sentido estricto. Compartir, lo que se dice compartir, es lo que hacemos cuando ofrecemos parte de lo propio a otros sin dinero de por medio, como en el caso de la plataforma para brindar alojamiento gratuito Couchsurfing, o cuando usamos bienes comunes entre varios, como un parque o los libros de una biblioteca pública. Lo que hay en la “sharing economy” es una acepción diferente de la idea de “compartir”: la de que un bien subutilizado puede explotarse de manera más eficiente si se abre su acceso a otros que no son sus dueños, incluso generando un rédito. Sólo en ese sentido puede pensarse en alquilar una habitación, una herramienta o un auto como “compartir”.
Sin embargo, si nos sacamos de la boca el mal gusto de sentirnos engañados por el uso sesgado del término, podemos pensar en las ventajas múltiples de estos varios sistemas de intercambios y alquileres. Siguen siendo muy provechosos en términos ambientales, económicos y muchas veces también sociales; Airbnb consume al planeta muchos menos recursos naturales que la cadena Hilton, y reparte mejor sus ganancias. Por eso, prefiero evitar los problemas de la frase “economía del compartir” y usar en cambio otro nombre quizás más vago, pero menos engañoso: economía colaborativa.
Economía colaborativa o en colaboración
Este es mi favorito, porque ayuda a resolver el “fraude” de hablar de compartir en una acepción muy estrecha, y abarca mucho más que el consumo. Es uno de los términos más extendidos hoy en castellano; en inglés, en cambio, es menos frecuente. En francés, sobre todo gracias a la influencia de la organización OuiShare, “économie collaborative” es también el término preferido.
Otra ventaja es que el término “economía” tiene un sentido amplio. Rachel Botsman toma “economía colaborativa” como el núcleo duro que comparten otros términos; permite incluir las ideas de financiación, educación, producción y hasta el intercambio de conocimiento entre pares. En el portal el plan C definí la economía colaborativa así, siguiendo a Botsman: “Una economía construida sobre redes distribuidas de comunidades e individuos conectados entre sí, como alternativa a las instituciones centralizadas. Un cambio de paradigma que pone el foco en el intercambio entre particulares y modifica la manera en que producimos, consumimos, nos educamos y financiamos. Abarca todas las formas de compartir, intercambiar, trocar, prestar, alquilar, regalar, vender y comprar bienes, servicios y capacidades entre particulares; muchas de ellas lograron un nuevo impulso gracias a internet. También las formas de producir conocimiento, arte o valor de forma colectiva y descentralizada”. Y, por cierto, que privilegia el acceso a bienes y servicios por sobre la propiedad de ellos.
OuiShare habla de “prácticas y modelos de negocios basados en redes horizontales y participación de la comunidad, que borran los límites entre productores y consumidores”, donde las comunidades “se encuentran e interactúan en redes online y plataformas de pares, pero también en espacios físicos compartidos”. Y subsume dentro de este gran paraguas distinas vertientes: el consumo colaborativo (que equipara a la economía del compartir); la circulación de dinero entre pares, sea como financiación colectiva (crowdfunding) o préstamos p2p; la producción y el diseño colaborativo del universo maker, hacker y do it yourself, y todos los sistemas de conocimiento abierto, desde la educación p2p hasta la cultura libre, el software libre, el movimiento de datos abiertos y gobierno abierto.
“Economía colaborativa” sirve tanto para dar cuenta de la vertiente estadounidense del fenómeno, más pragmática y volcada a los negocios, como de las movimientos europeos, tradicionalmente más orientados a lo social, como los sistemas para compartir viajes en auto o las plataformas para reducir el derroche de comida.
Por otra parte, “economía colaborativa” viene usándose desde hace un tiempo en castellano y en portugués en América latina, desde una perspectiva más social y comunitaria, como la que promueve el colectivo Minka Banco de las Redes. La especialista brasileña en economía colaborativa y creativa Lala Deheinzelin la considera “la versión 2.0 de la economía social y solidaria”, ya que suma el enorme potencial de las redes vehiculizadas por internet, que -según explica- conectan a las comunidades de pares y elevan el impacto de un modelo lineal a uno exponencial. “Son nuevos sistemas -softwares- para identificar y optimizar excedentes -hardwares-”, explica.
Como término de máximo alcance, la economía colaborativa no se define por sus intenciones (como la social y solidaria), sino más bien por su estructura orientada a la descentralización y la distribución entre pares en red, más cerca de la economía de pares (p2p economy). Entre sus lineamientos básicos está privilegiar el acceso por sobre la propiedad, la colaboración por sobre la competencia, aprovechar al máximo la capacidad ociosa de los bienes ya existentes como reacción al hiperconsumo y reubicar al consumidor en un rol activo de ciudadano y productor en pie de igualdad.
Queda abierto el debate acerca de hasta qué punto se puedan considerar “colaborativas” las grandes compañías que manejen sus activos y estrategias de mercado del modo tradicional. Cuando Uber y Lyft, dos sistemas para conseguir viajes en auto, se lanzan a una batalla sin cuartel que puede llegar al sabotaje, no están precisamente honrando el lema de la colaboración por sobre la competencia. Cuando las empresas acumulan datos de sus usuarios en lugar de abrirlos de manera transparente, están jugando con las reglas del juego antiguo. Mucho más aún cuando les impiden a aquellos que se proponen como proveedores de servicios comunicarse y ponerse de acuerdo entre sí, como es el caso de TaskRabbit, una plataforma que conecta a gente disponible para pequeñas tareas con otra que quiere contratarlos… al menor precio posible. En ese caso, la idea de “colaborativo” está encubriendo una desregulación feroz, un hueco legal que es aprovechado para esquivar impuestos y maximizar ganancias a expensas de los trabajadores, desamparados en lo más crudo del libre mercado. Y cuando Uber -otra vez- es blanco de protestas de los propios conductores, que se consideran explotados, cuesta entender en qué sentido esa compañía podría etiquetarse como “colaborativa”.
En este momento inicial, donde navegamos entre zonas grises y vacíos legales y los términos todavía se están definiendo, vale la pena estar atentos para no ser cómplices del “collaborative washing”, o “share washing”. La naturaleza exponencial de las redes online juega a favor de la desconcentración y en contra de los grandes monopolios, pero el poder del capital es grande. Sería una pena que lo mejor de este movimiento, que contiene el germen de lo distribuido y lo abierto, se deje usar como máscara bonita por el mismo capitalismo salvaje de siempre.
Fuente:Telam
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