martes, 14 de agosto de 2012

San Martín, entre el mito y la historia



Por 
Alberto Lettieri. Historiador
 



Al cumplirse 161 años de su muerte, nuestros conocimientos sobre San Martín como sujeto histórico son acotados. ¿Mason o clerical? ¿Republicano o monárquico? ¿Blanco o mestizo? ¿Americanista o espía al servicio de Inglaterra? Las controversias se reproducen con el paso del tiempo, sin que a menudo resulten concluyentes los argumentos presentados.
Nacido en Yapeyú en 1778, su familia se trasladó poco tiempo después a Buenos Aires, para emprender finalmente su regreso a España. Los datos biográficos son confusos e incompletos. La mayor parte de su vida permanece en las sombras. Sin embargo, apenas 12 años entre su retorno a Buenos Aires en 1812 y su retiro definitivo de la vida pública en Perú, en 1823, fueron suficientes para proveer de contenido a un mito que se originó en 1887 con la publicación de la Historia de San Martín y de la emancipación Sud-Americana, de Bartolomé Mitre, y que reconoce diversas reformulaciones entre 1930 y 1955 impulsadas por el revisionismo. A partir de su partida del territorio americano nuevamente las sombras se adueñan de su existencia hasta el momento de su defunción.
La construcción del mito. Fue en principio la pluma ágil y voraz del fundador de La Nación la encargada de delinear los rasgos del San Martín mítico, con la finalidad de proveer consistencia histórica al modelo sociopolítico del liberalismo oligárquico. Para ello, Mitre desarrolló un relato pedagógico y moralizador sobre la trayectoria de un héroe cuya finalidad excluyente identificaba con la independencia americana. Su San Martín no era un “político en el sentido técnico de la palabra”, sino un “hombre de acción” que prefería abandonar la lucha antes que derramar sangre de hermanos. De todas formas, esto no privó a su biógrafo de adjudicarle consideraciones sobre el modelo social y político coincidentes con la opinión de la oligarquía porteña. En efecto, Mitre se permitió aseverar que para San Martín resultaba “imprudente fiar al acaso de las fluctuaciones populares, deliberaciones que debían decidir de los destinos, no sólo del país, sino también de la América en general”, prefiriendo decidir “entre pocos lo que debía aparecer en público como el resultado de la voluntad de todos”.
El relato paradigmático de Mitre consiguió mantener su vigencia hasta el presente, aun cuando no faltaron nuevas formulaciones que lo pusieron en cuestión. En la década de 1930, un San Martín en el que se subrayaban sus rasgos militares, nacionales y, en ocasiones, su marcada fe católica, postulada por el revisionismo de la época, entró en competencia con la versión liberal y laica precedente. Los años del primer peronismo permitieron adicionarle una dimensión nacional y popular, que presentaba al general Perón como su heredero natural. Pese a sus contradicciones, liberales, revisionistas y peronistas coincidieron en presentar a San Martín como mito, despojado de encarnadura histórica.
Una vez cristalizadas estas construcciones, el interés historiográfico decayó, y sólo en los últimos años se reavivaron antiguas discusiones sobre su condición de agente inglés, su adscripción masónica o la autoría de su plan de operaciones. Desde el campo reaccionario Natalio Botana le reprochó no haber podido emular a Washington –“padre constituyente” y presidente de Estados Unidos–, y el paladín de los kelpers, el inefable Luis Alberto Romero (¡tan luego él!), puso en duda su compromiso con la causa nacional, definiéndolo como un liberal español.
Críticas y claves. Pese a todo, contamos con elementos de juicio que permiten descartar la tesis del apoliticismo de San Martín. Desde su llegada a Buenos Aires se advierte su interés por participar del juego político a través de la fundación de la Logia Lautaro, el desplazamiento del Primer Triunvirato y la convocatoria de la Asamblea del Año XIII.
Si bien es cierto que San Martín evitó tomar partido en las disputas facciosas, asumió con satisfacción la Gobernación de Cuyo y mantuvo fluida correspondencia con sus representantes en el Congreso de Tucumán, instándolos para concretar la sanción de la Independencia.
San Martín aseguraba que los pueblos debían regirse con “las mejores leyes que sean apropiadas a su carácter”. Por ese motivo, si bien mantuvo el sistema de gobierno cuyano heredado de la administración colonial, le impuso un dinamismo inédito. Protegió la manufactura local aplicando medidas proteccionistas sobre vinos y aguardientes, estimuló la creación de empleo y las mejoras salariales. Necesitado de hombres, dispuso la liberación de esclavos con el único compromiso de combatir hasta terminada la guerra, y garantizó derechos a los pueblos originarios
Su gestión instrumentó un fuerte control social, que incluyó la supervisión de correspondencia, la inspección de viviendas y una estricta vigilancia sobre el pago de impuesto. Se controló a los trabajadores por medio de una libreta de trabajo que debía ser firmada por el empleador, a quien se le exigía a su vez estar al día con los salarios.
Aun siendo un convencido monárquico, no dudó en definirse como “un americano republicano por principios e inclinación”, cuando le pareció conveniente. Este pragmatismo tenía límites precisos, ya que estaba subordinado al logro de sus objetivos: sancionar la independencia y garantizar la integración americana. Por esta razón demostró interés en alcanzar un acuerdo con Artigas y la Liga Federal para propiciar la unidad territorial en 1815, y no dudó en disponer en su testamento la entrega de su sable al “General de la República Argentina, Don Juan Manuel de Rosas, como una prueba de la satisfacción que como argentino he tenido al ver la firmeza con que ha sostenido el honor de la República contra las injustas pretensiones de los extranjeros que tentaban de humillarla”.
San Martín, hoy. La reconstrucción de esa dimensión histórica de San Martín permite poner en cuestión las construcciones míticas. Partidario de una drástica centralización política, sus acciones y reflexiones revelan una matriz común a la mayoría los caudillos federales: esto se advierte en su apuesta a un disciplinamiento de la mano de obra combinado con la expansión del trabajo y una justa remuneración; su preferencia por la autoridad monárquica, el orden fiscal y la garantía de justicia para todo el cuerpo social.
San Martín coincidía con Rosas al identificar a la guerra y la indisciplina de las clases propietarias como principales causas de la anarquía argentina, y como éste apostó a la subordinación de las clases acomodadas al poder político, la pacificación a través de la restricción de la actividad política y la concreción de la unidad territorial. Estas coincidencias se reflejaron, por ejemplo, en su apoyo a la celebración de acuerdos con Artigas, para garantizar la paz y la independencia, o bien en su alta valoración de la gestión del Restaurador.
Naturalmente, este San Martín real no ofrecía la encarnadura apropiada para dotar de consistencia histórica a un modelo liberal, porteñista y dependiente. Por esta razón el fundador de La Nación no dudo en despojarla de su contenido histórico, para luego soldarla en el bronce del ideario oligárquico. El desmonte de estas construcciones ideológicas y educativas que sustentaron un modelo injusto y excluyente constituye un compromiso moral e intelectual que venimos afrontando con el fin de construir las nuevas bases de sustentación de un modelo nacional, popular y democrático. En consonancia con esto, y debido al papel asignado dentro del panteón oficial, también en el caso de San Martín la tarea de la hora consiste en desmontar el mito y recuperar la historia.

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