No es tan raro que un
tejano nacido en Dallas viajara a París a estudiar música y lograra ser
aceptado como alumno por Nadia Boulanger: los argentinos conocemos el caso de
un marplatense que logró lo mismo; su nombre era Astor Piazzolla, y ya sabemos
cómo siguió su vida después. Pero el tejano John Howard Griffin llegó a París
quince años antes que Piazzolla, y casi enseguida los nazis ocuparon París y,
aunque Boulanger era famosa por su taxativa afirmación de que cualquier alumno
que se perdiera una sola de sus clases era porque no se tomaba la música
suficientemente en serio, hizo una excepción con el joven Griffin: primero le
ofreció llevarlo con ella (Stravinsky tenía todo listo para hacerla llegar
hasta Portugal y desde ahí a América). Cuando el tejano Griffin se negó a huir,
la Boulanger lo encomendó a las manos de la Resistencia y le aseguró que
retomarían las clases luego de la guerra.
Tres años estuvo el
joven Griffin en la Resistencia hasta que logró enrolarse en el ejército
norteamericano, que lo envió a pelear al Pacífico, de donde retornó ciego y
condecorado después de la guerra a su Tejas natal. Ni se le ocurrió volver a
París. Daba clases de piano, daba charlas sobre sus experiencias, empezó a
escribir artículos periodísticos. Diez años estuvo así hasta que recuperó
milagrosamente la vista. Ya no daba clases de piano para entonces, pero seguía
escribiendo y dando charlas. En una de ellas había conocido a Thomas Merton y
se hizo medio discípulo de él. Un día de 1959, Merton le mandó un recorte de
diario que decía que la tasa de suicidios entre la población negra del sur
norteamericano había aumentado. El mismo día, en una charla sobre racismo, oyó
tres frases que le quedaron grabadas: “Un negro del sur jamás le dirá lo que
piensa de verdad a un blanco”; “La única manera en que un blanco pueda
comprender eso es despertando una mañana con la piel negra”; “Hasta que llegue
ese día seguirá habiendo una pared entre negros y blancos en el sur”. Griffin
entendió todo eso a su manera y tuvo una idea loca: fue a ver a un dermatólogo
y descubrió que era posible despertarse una mañana con la piel negra. Existe
una enfermedad llamada vitiligo, que produce manchas blancas en la piel. Existe
una medicación llamada Oxoralen, que oscurece la piel. Si se toman altas dosis
de Oxoralen complementadas con sesiones igualmente intensivas de rayos
ultravioleta durante una semana...
Griffin lo hizo. Creyó
ver una grieta en la pared que había entre blancos y negros, y trató de colarse
por ahí. Se fue a Nueva Orleáns, la misma ciudad adonde lo habían mandado a recuperarse
en un hospital militar después de la guerra. En las mismas calles por las que
había aprendido a orientarse con un bastón catorce años antes, decidió
experimentar cómo era la vida para alguien con la piel negra. De Nueva Orleáns
fue a Mississippi y, de ahí, a Alabama. Lo contó todo en un librito que tituló
Black like me (por un poema de Langston Hughes, que dice: “Y entonces viene la
piadosa noche, negra como yo”). Cuenta Griffin que el día en que empezó a tomar
la medicación y someterse a los rayos, a solas en un cuarto de hotel de Nueva
Orleáns, dejó de mirarse al espejo. Siete noches después, se afeitó a tientas
la cabeza, encendió la bombita delante del espejo y se encontró con un completo
desconocido: era como si la pigmentación negra le hubiese cambiado las
facciones. Tal como le había adelantado el dermatólogo, nadie vería sus rasgos;
verían a un negro. Básicamente de esa mirada trata el libro de Griffin: la que
recibió un millón de veces a lo largo de esas semanas. La mirada del odio, del
asco, del rechazo, la mirada que sencillamente niega dignidad humana al otro,
el efecto acumulativo de recibirla una y otra vez, al subir a un ómnibus, al
buscar trabajo, al mirar a unos niños blancos de la mano de su madre, al pedir
un poco de agua, al sentarse a descansar en un banco de plaza.
Había una contraparte
supuestamente benigna de esa mirada de odio: compasivos ciudadanos sureños que
lo habían levantado en el coche cuando el negro Griffin hacía dedo por los
caminos. Nunca lo levantaban de día; sólo después de que anocheciera. “En un
auto, de noche, uno tiene la ilusión del anonimato, puede preguntar y decir
cosas que no diría a la luz”, decía Griffin. Todos esos conductores terminaban
apremiándolo para que les hablara de sexo. ¿Era verdad el tamaño de sus vergas?
¿Era verdad que las mujeres blancas los deseaban en secreto, que todo negro se
había clavado a una blanca? ¿Era verdad que las negras se dejaban violar por
los blancos para que sus hijos tuvieran mejor sangre? ¿Qué pasa contigo, negro,
no puedes hablar de hombre a hombre? ¡Bájate de mi auto, entonces! Años
después, James Baldwin dijo que el libro de Griffin era un buen libro... para
blancos. Era cierto. Si lo hubiera escrito un negro, el sur norteamericano lo
habría ignorado olímpicamente. Los sureños creían saber mejor que sus negros
los que sus negros querían y pensaban. El problema era que Griffin no era un
maldito negro ni un maldito comunista ni un maldito forastero; les gustara o
no, era uno de ellos: un buen católico tejano, condecorado en la guerra,
hablando de vergas negras y de buenas damas sureñas por la televisión nacional.
Le clavaron una cruz en llamas en su jardín. Le prendieron fuego a un muñeco
suyo, con la cara mitad blanca y mitad negra, en la plaza de su pueblo. Griffin
se fue con su familia a México. Volvió en 1964, a apoyar el
movimiento de derechos civiles. Antes de su primera aparición pública en
Mississippi, interceptaron su auto y lo molieron a tal punto a golpes que pasó
cinco meses en el hospital.
Entonces vino el asesinato
de Malcolm X, después el de Martin Luther King y el movimiento de derechos
civiles comenzó a apartar con disimulo de sus filas a los blancos como Griffin:
ya no sabían dónde ponerlos, ya no les tenían confianza. Hay quienes afirman
que el Problema Negro se empezó a resolver el día en que la comunidad negra de
Atlanta anunció a la Cámara de Comercio que dejaría de gastar su dinero en
tiendas de blancos que no contrataran personal negro y no depositaran sus
ganancias en bancos que dieran crédito a negros. Hay quienes creen que el
Problema Negro seguirá siendo un problema mientras no lo llamemos por su nombre
verdadero; es decir, el Problema Blanco. De Griffin sólo se sabe que quiso
dedicar sus últimos años a escribir una biografía de su admirado Thomas Merton,
pero volvió a quedarse ciego, esta vez por la diabetes que terminaría matándolo
un año después, a los 59. Su enfermedad era pública y notoria, se le había
detectado cuando volvió de la guerra, pero la mayoría de los diarios sureños
que dieron cuenta de su muerte dijeron que había muerto de cáncer y que ese
cáncer se lo había causado la sobredosis de Oxoralen que había tomado en 1959
para oscurecer su piel y escribir su libro. Y nunca se tomaron el trabajo de
desmentirlo. Un sureño siempre sabe mejor que nadie de qué muere su negro,
aunque ese negro sea blanco.
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