Sociólogo. Director de la Biblioteca nacional.
La verdadera discusión con Tulio Halperín Donghi debería referirse a su desdén por los mitos, a los que ataca con un refinado ensañamiento, pensando que esa y no otra es la tarea del historiador, como gran augur laico en épocas que percibe como de oscuridad o desconcierto.
A propósito de la creación del Instituto Dorrego, mucho se ha escrito. Saludemos el debate, aunque no haya evitado asperezas. En este escrito quisiera agregar algo más a lo que he opinado en otras notas, pasado ya un tiempo de la firma del decreto que lo crea, y habiéndose expresado un número grande de historiadores al respecto. El que esto escribe también ha dicho sus cosas, pero sin dar en el clavo en el problema. Hacemos acá un nuevo intento. Evidentemente, los cimientos de la profesión del historiador se han visto sacudidos. Muchas décadas de ejercicio de la escritura histórica regida por programas académicos notoriamente críticos a lo que se llamó “sustancialismo” o “esencialismo” habían desacostumbrado al lector o aficionado a la lectura de textos históricos, a los grandes trazados apriorísticos que enlazaban un pasado irredento a un presente que expone ávidas necesidades políticas. El Instituto recientemente creado viene ahora a evocar un conglomerado subyacente de motivos que serían puntos fijos en la historia, invariantes, pero con continuidad en cada generación y que deberían suscitar un rescate o una reivindicación.
Esta perspectiva aproxima el oficio del historiador a los clásicos recursos narrativos de los que se compone el mito. En este caso, importan los documentos aunque tienen algo de mágico, e importan las leyendas que deben revelarse como impulso para la acción a partir de la historia, “maestra de los hombres”. El público lector se transforma en el pueblo lector. Esto ni es nuevo ni es inadecuado, pero hay muchas maneras de enlazar el mito con la historia, así como muchas maneras de querer desatar esas antiguas relaciones. Podemos considerar en este caso la obra de Tulio Halperín Donghi, que como es sabido se destaca por obturar las fuentes del mito, para poder estudiarlo sin embargo como una de las particularidades de la historia viva. El intelectual “forjador de mitos” es un tema de estudio histórico para Halperín: recordamos su gran trabajo sobre el fraile mexicano Servando Teresa de Paula Mier. En un sentido general, para Halperín toda acción considerada objeto de relato histórico debe ser estudiada al margen de la elaboración de mitologías y leyendas con que los agentes históricos gustan interpretar su lugar en los hechos. Por eso, toda obra historiográfica debe ser en primer lugar un texto desnudo de mito, para lo cual –pues tal cosa no es simple– debe expresarse en un lenguaje quizás escéptico y desencantado, pero vibrante, complejo y ramificado en cuanto a interpretar la acción humana en todas sus incertezas.
De ahí que la obra de Halperín sea reconocida en todo el mundo –y sumo también mi reconocimiento–, como un ensayo de lenguaje que busca atrapar la manifestación del tiempo en su carácter incompleto, caprichoso y enigmático. No es fácil leer a Halperín, tampoco es cómodo concordar con sus modos ácidos y muchas veces graciosamente desencantados, pero es absolutamente imposible desconsiderar su obra. Revolución y Guerra, Los mundos de José Hernández, Argentina en el callejón, La larga agonía de la Argentina peronista, Historia contemporánea de América Latina, son obras de gran significación cuya consideración inoportuna o deficitaria no contribuiría a ningún debate sustantivo sobre la historia, que es un debate en gran medida sobre cómo escribirla y con qué lenguaje, además de la clásica discusión respecto a qué considerar un documento. Que Halperín es mordaz, lo sabemos. Que su vastísima ironía surge de considerar que las intervenciones políticas que muchos atendemos –los que provienen de sectores generalmente considerados nacional populares– son un listado serial de acciones decadentistas y agónicas, también lo sabemos. Y que, acaso, su tinglado último de valores se encuentre en un amargo lamento por una nunca bien definida Argentina de proyectos ilustrados que tropiezan con el ensimismamiento turbio de toda acción humana. Sólo esto último, sin duda, originaría una gran discusión.
Si un historiador así, ante la fundación de un Instituto de historiadores que no coinciden con su mirada, no es interpretado a la altura de su obra, sino con clichés rápidos extraídos del desgano y no del interés por el debate que a todos debe abarcarnos, el país se empobrece intelectualmente y desmaya en la estrechez. La discusión con Halperín no consiste en decirle “mitrista” o “historiador social”. Lo primero, no lo es, aunque no se trata de una categoría historiográfica que admita usos tan abusivos; lo segundo obviamente sí, tanto como lo fueron Pirenne, Bloch, Braudel, y entre nosotros, José Luis Romero, en la más plena manifestación de esa corriente de ideas que cruzó todo el siglo XX, desde Proust a Foucault, lo que si se convirtiera en un denuesto avergonzaría a nuestra vida cultural. Incluso decirle “liberal” no corresponde, aunque sin duda su ironismo combatiente es una característica, entre otras, del liberalismo. Pero literariamente es un estilista neobarroco. En cambio, la verdadera discusión con Halperín debería referirse a su desdén por los mitos, a los que ataca con un refinado ensañamiento, pensando que esa y no otra es la tarea del historiador, como gran augur laico en épocas que percibe como de oscuridad o desconcierto.
Propongo fincar ahí la discusión. Es evidente que de alguna manera hay que tratar con los mitos de (y en) la historia, y esa manera consiste en recobrarlos en el lenguaje, desmontarlos en ese hogar que les corresponde pero no para refutarlos como buenos profesionales iluminados por las instituciones universales de referato –que hicieron de las escrituras históricas una insulsa matriz reiterativa, salvándose aquellas que aun dentro de ese régimen escribieron a contrapelo del mismo régimen–, sino para dialogar con ellos. El historiador laico le entrega a los mitos –por qué no–, su resolución desencantada, y los mitos le entregan al historiador –puesto que han sido escritos por otros historiadores–, su alma encantada, su capacidad de hacer resurgir por la escritura los hechos del pasado, como quería Michelet.
El rosismo que se extendió en la Argentina, desde los primeros trabajos del liberal Saldías a fines del siglo XIX hasta los trabajos de José María Rosa en la última mitad del siglo XX, construyó un gran mito basado en una figura fascinante, barroca, despótica, paternalista, a la que le tocó tanto mantener una actitud digna frente al bloque de las grandes potencias –ni más ni menos que la reina Victoria, con los ministros Robert Peel y Lord Palmerston, y Luis Felipe de Orleans, rey de Francia con sus ministros Guizot y Thiers–, como asistir en su exilio europeo al crecimiento de las actividades insurgentes de Mazzini y Marx, ante las que se comportó como un obcecado reaccionario sin fisuras. ¿Fue Caseros la interrupción de un capitalismo autónomo; el fin de una dictadura con fuerte apoyo social; el último capítulo de un aislamiento estamental que centralizaba el poder económico y obstaculizaba una modernidad cultural; la resistencia proteccionista de un país que resistió a la división internacional del trabajo impuesta por Inglaterra? Todas estas preguntas son válidas y se pueden contestar con o sin la apelación del mito de Rosas, que nace en verdad con el Facundo de Sarmiento, que concibe su libro como la interpretación de los varios rostros de un enigma y su desciframiento.
No cualquiera forja un mito y mucho menos a través de simplificaciones políticas. El revisionismo histórico tuvo grandes escritores –el nacionalismo argentino es una ornamentada escuela de escritores–, y la izquierda nacional que acompañó al peronismo –y no fue rosista, pues se fijaron en otros procesos económicos y políticos vinculados a la historia del interior del país–, aportó estilos polémicos y fuentes bibliográficas alternativas que en razón de un marxismo de inclinación “democrática nacional”, dio también importantes piezas de investigación y escritura. Si bien Perón fue reluctante hacia el rosismo, así como se aparta rápido del uriburismo –recordemos que tenía durante su período formativo una excelente relación con el historiador liberal Ricardo Levene–, aceptó en su último período el giro que el tercermundismo de época produjo en términos de una fusión entre peronismo, federalismo, caudillismo federal y soberanismo rosista. Pero en verdad, la gran obra sobre Rosas no la escribió Saldías, Quesada, los Irazusta o José M. Rosa –ni Jorge Abelardo Ramos, formidable polemista, que tuvo tanto como Halperín una actitud no mitologizante, aunque zambullía en nerviosas pinceladas legendarias su erudición despareja y vital, originada en ese gran texto de Trostsky: La revolución permanente–; la escribió –escúchese bien–, José María Ramos Mejía, un gran enemigo de Rosas, al que trata como un personaje atroz, pero del que dice que sólo puede interpretarlo un “Shakespeare latinoamericano”, no un ropavejero de olvidados papeles como Saldías.
Ahora bien, fue el revisionismo en algunas de sus variantes antiguas y modernas el que aceptó mayores compromisos con un aparato mediático de divulgación, que presumió sin equivocarse que en subterráneas corrientes populares triunfaba una suerte de rosismo autonomista y de caudillismo federalista. Esto produjo una llaga profunda en el cuerpo de historiadores del país, según su pertenencia no sólo a escuelas historiográficas sino a estilos de expresión y pactos de difusión con públicos en cada caso diferentes. ¿Y entonces qué? Estamos en momentos en que el estudio de la formación misma de la nación argentina, en los grandes ciclos de su dimensiones económicas, culturales o políticas, puede trazar nuevos panoramas que incorporen de manera imaginativa las poblaciones preexistentes, la expansión del Estado Nacional sobre el territorio –que enhebra las políticas de Carlos III con las de Rosas y Roca en un largo “tempo” que puede pensarse homogéneamente–, o el análisis profundo de textos limítrofes, como el Plan de Operaciones de 1810. Sobre todos estos temas hay que abrir las compuertas y dejar entrar la imaginación historiográfica.
Tan magna tarea no se puede realizar desde trincheras sumarias, sin crear el lenguaje apropiado para ello y sin desembarazarse de los estereotipos que cada uno carga y debe saber que carga. Por eso es importante el juicio sensible sobre la escritura y el mito. No se puede escribir la historia sin independizar el lenguaje de los mitos primarios vehiculizados en general por los medios de comunicación con vocación trivializadora. Tampoco se puede realizar aceptando las premisas corporativas que con un profesionalismo monolingüe piensan la historia como “desencantamiento del mundo”. Lo que dijimos de Halperín no es válido para muchos de los que se sienten acogidos por su distante figura, pues no logran replicar la espesura escritural que lo caracteriza, que en su caso es el equivalente escéptico de la ausencia de mito. ¿Qué mito en cambio postulamos nosotros? No uno que obture la comprensión histórica con cromos superficiales aunque brillantes, sino el que la favorezca, siendo capaz de revivir documentos de los que estamos separados en el tiempo, y que trabaje las capas temporales con la ilusión del escribir el coqueteo mismo del pasado con el presente y viceversa. Visto así, el mito es el escribir mismo de la historia que sabe mirarse a sí mismo en el momento que lo hace.
A propósito de la creación del Instituto Dorrego, mucho se ha escrito. Saludemos el debate, aunque no haya evitado asperezas. En este escrito quisiera agregar algo más a lo que he opinado en otras notas, pasado ya un tiempo de la firma del decreto que lo crea, y habiéndose expresado un número grande de historiadores al respecto. El que esto escribe también ha dicho sus cosas, pero sin dar en el clavo en el problema. Hacemos acá un nuevo intento. Evidentemente, los cimientos de la profesión del historiador se han visto sacudidos. Muchas décadas de ejercicio de la escritura histórica regida por programas académicos notoriamente críticos a lo que se llamó “sustancialismo” o “esencialismo” habían desacostumbrado al lector o aficionado a la lectura de textos históricos, a los grandes trazados apriorísticos que enlazaban un pasado irredento a un presente que expone ávidas necesidades políticas. El Instituto recientemente creado viene ahora a evocar un conglomerado subyacente de motivos que serían puntos fijos en la historia, invariantes, pero con continuidad en cada generación y que deberían suscitar un rescate o una reivindicación.
Esta perspectiva aproxima el oficio del historiador a los clásicos recursos narrativos de los que se compone el mito. En este caso, importan los documentos aunque tienen algo de mágico, e importan las leyendas que deben revelarse como impulso para la acción a partir de la historia, “maestra de los hombres”. El público lector se transforma en el pueblo lector. Esto ni es nuevo ni es inadecuado, pero hay muchas maneras de enlazar el mito con la historia, así como muchas maneras de querer desatar esas antiguas relaciones. Podemos considerar en este caso la obra de Tulio Halperín Donghi, que como es sabido se destaca por obturar las fuentes del mito, para poder estudiarlo sin embargo como una de las particularidades de la historia viva. El intelectual “forjador de mitos” es un tema de estudio histórico para Halperín: recordamos su gran trabajo sobre el fraile mexicano Servando Teresa de Paula Mier. En un sentido general, para Halperín toda acción considerada objeto de relato histórico debe ser estudiada al margen de la elaboración de mitologías y leyendas con que los agentes históricos gustan interpretar su lugar en los hechos. Por eso, toda obra historiográfica debe ser en primer lugar un texto desnudo de mito, para lo cual –pues tal cosa no es simple– debe expresarse en un lenguaje quizás escéptico y desencantado, pero vibrante, complejo y ramificado en cuanto a interpretar la acción humana en todas sus incertezas.
De ahí que la obra de Halperín sea reconocida en todo el mundo –y sumo también mi reconocimiento–, como un ensayo de lenguaje que busca atrapar la manifestación del tiempo en su carácter incompleto, caprichoso y enigmático. No es fácil leer a Halperín, tampoco es cómodo concordar con sus modos ácidos y muchas veces graciosamente desencantados, pero es absolutamente imposible desconsiderar su obra. Revolución y Guerra, Los mundos de José Hernández, Argentina en el callejón, La larga agonía de la Argentina peronista, Historia contemporánea de América Latina, son obras de gran significación cuya consideración inoportuna o deficitaria no contribuiría a ningún debate sustantivo sobre la historia, que es un debate en gran medida sobre cómo escribirla y con qué lenguaje, además de la clásica discusión respecto a qué considerar un documento. Que Halperín es mordaz, lo sabemos. Que su vastísima ironía surge de considerar que las intervenciones políticas que muchos atendemos –los que provienen de sectores generalmente considerados nacional populares– son un listado serial de acciones decadentistas y agónicas, también lo sabemos. Y que, acaso, su tinglado último de valores se encuentre en un amargo lamento por una nunca bien definida Argentina de proyectos ilustrados que tropiezan con el ensimismamiento turbio de toda acción humana. Sólo esto último, sin duda, originaría una gran discusión.
Si un historiador así, ante la fundación de un Instituto de historiadores que no coinciden con su mirada, no es interpretado a la altura de su obra, sino con clichés rápidos extraídos del desgano y no del interés por el debate que a todos debe abarcarnos, el país se empobrece intelectualmente y desmaya en la estrechez. La discusión con Halperín no consiste en decirle “mitrista” o “historiador social”. Lo primero, no lo es, aunque no se trata de una categoría historiográfica que admita usos tan abusivos; lo segundo obviamente sí, tanto como lo fueron Pirenne, Bloch, Braudel, y entre nosotros, José Luis Romero, en la más plena manifestación de esa corriente de ideas que cruzó todo el siglo XX, desde Proust a Foucault, lo que si se convirtiera en un denuesto avergonzaría a nuestra vida cultural. Incluso decirle “liberal” no corresponde, aunque sin duda su ironismo combatiente es una característica, entre otras, del liberalismo. Pero literariamente es un estilista neobarroco. En cambio, la verdadera discusión con Halperín debería referirse a su desdén por los mitos, a los que ataca con un refinado ensañamiento, pensando que esa y no otra es la tarea del historiador, como gran augur laico en épocas que percibe como de oscuridad o desconcierto.
Propongo fincar ahí la discusión. Es evidente que de alguna manera hay que tratar con los mitos de (y en) la historia, y esa manera consiste en recobrarlos en el lenguaje, desmontarlos en ese hogar que les corresponde pero no para refutarlos como buenos profesionales iluminados por las instituciones universales de referato –que hicieron de las escrituras históricas una insulsa matriz reiterativa, salvándose aquellas que aun dentro de ese régimen escribieron a contrapelo del mismo régimen–, sino para dialogar con ellos. El historiador laico le entrega a los mitos –por qué no–, su resolución desencantada, y los mitos le entregan al historiador –puesto que han sido escritos por otros historiadores–, su alma encantada, su capacidad de hacer resurgir por la escritura los hechos del pasado, como quería Michelet.
El rosismo que se extendió en la Argentina, desde los primeros trabajos del liberal Saldías a fines del siglo XIX hasta los trabajos de José María Rosa en la última mitad del siglo XX, construyó un gran mito basado en una figura fascinante, barroca, despótica, paternalista, a la que le tocó tanto mantener una actitud digna frente al bloque de las grandes potencias –ni más ni menos que la reina Victoria, con los ministros Robert Peel y Lord Palmerston, y Luis Felipe de Orleans, rey de Francia con sus ministros Guizot y Thiers–, como asistir en su exilio europeo al crecimiento de las actividades insurgentes de Mazzini y Marx, ante las que se comportó como un obcecado reaccionario sin fisuras. ¿Fue Caseros la interrupción de un capitalismo autónomo; el fin de una dictadura con fuerte apoyo social; el último capítulo de un aislamiento estamental que centralizaba el poder económico y obstaculizaba una modernidad cultural; la resistencia proteccionista de un país que resistió a la división internacional del trabajo impuesta por Inglaterra? Todas estas preguntas son válidas y se pueden contestar con o sin la apelación del mito de Rosas, que nace en verdad con el Facundo de Sarmiento, que concibe su libro como la interpretación de los varios rostros de un enigma y su desciframiento.
No cualquiera forja un mito y mucho menos a través de simplificaciones políticas. El revisionismo histórico tuvo grandes escritores –el nacionalismo argentino es una ornamentada escuela de escritores–, y la izquierda nacional que acompañó al peronismo –y no fue rosista, pues se fijaron en otros procesos económicos y políticos vinculados a la historia del interior del país–, aportó estilos polémicos y fuentes bibliográficas alternativas que en razón de un marxismo de inclinación “democrática nacional”, dio también importantes piezas de investigación y escritura. Si bien Perón fue reluctante hacia el rosismo, así como se aparta rápido del uriburismo –recordemos que tenía durante su período formativo una excelente relación con el historiador liberal Ricardo Levene–, aceptó en su último período el giro que el tercermundismo de época produjo en términos de una fusión entre peronismo, federalismo, caudillismo federal y soberanismo rosista. Pero en verdad, la gran obra sobre Rosas no la escribió Saldías, Quesada, los Irazusta o José M. Rosa –ni Jorge Abelardo Ramos, formidable polemista, que tuvo tanto como Halperín una actitud no mitologizante, aunque zambullía en nerviosas pinceladas legendarias su erudición despareja y vital, originada en ese gran texto de Trostsky: La revolución permanente–; la escribió –escúchese bien–, José María Ramos Mejía, un gran enemigo de Rosas, al que trata como un personaje atroz, pero del que dice que sólo puede interpretarlo un “Shakespeare latinoamericano”, no un ropavejero de olvidados papeles como Saldías.
Ahora bien, fue el revisionismo en algunas de sus variantes antiguas y modernas el que aceptó mayores compromisos con un aparato mediático de divulgación, que presumió sin equivocarse que en subterráneas corrientes populares triunfaba una suerte de rosismo autonomista y de caudillismo federalista. Esto produjo una llaga profunda en el cuerpo de historiadores del país, según su pertenencia no sólo a escuelas historiográficas sino a estilos de expresión y pactos de difusión con públicos en cada caso diferentes. ¿Y entonces qué? Estamos en momentos en que el estudio de la formación misma de la nación argentina, en los grandes ciclos de su dimensiones económicas, culturales o políticas, puede trazar nuevos panoramas que incorporen de manera imaginativa las poblaciones preexistentes, la expansión del Estado Nacional sobre el territorio –que enhebra las políticas de Carlos III con las de Rosas y Roca en un largo “tempo” que puede pensarse homogéneamente–, o el análisis profundo de textos limítrofes, como el Plan de Operaciones de 1810. Sobre todos estos temas hay que abrir las compuertas y dejar entrar la imaginación historiográfica.
Tan magna tarea no se puede realizar desde trincheras sumarias, sin crear el lenguaje apropiado para ello y sin desembarazarse de los estereotipos que cada uno carga y debe saber que carga. Por eso es importante el juicio sensible sobre la escritura y el mito. No se puede escribir la historia sin independizar el lenguaje de los mitos primarios vehiculizados en general por los medios de comunicación con vocación trivializadora. Tampoco se puede realizar aceptando las premisas corporativas que con un profesionalismo monolingüe piensan la historia como “desencantamiento del mundo”. Lo que dijimos de Halperín no es válido para muchos de los que se sienten acogidos por su distante figura, pues no logran replicar la espesura escritural que lo caracteriza, que en su caso es el equivalente escéptico de la ausencia de mito. ¿Qué mito en cambio postulamos nosotros? No uno que obture la comprensión histórica con cromos superficiales aunque brillantes, sino el que la favorezca, siendo capaz de revivir documentos de los que estamos separados en el tiempo, y que trabaje las capas temporales con la ilusión del escribir el coqueteo mismo del pasado con el presente y viceversa. Visto así, el mito es el escribir mismo de la historia que sabe mirarse a sí mismo en el momento que lo hace.
Fuente: Diario Tiempo Argentino
No hay comentarios:
Publicar un comentario