El instituto revisionista
Por Hugo Chumbita. Historiador
La creación del Instituto Manuel Dorrego puso sobre el tapete el tema de la investigación, enseñanza y divulgación de la historia, y la polémica que suscitó en nuestro país, con notables repercusiones en el ámbito continental, permite evaluar el estado de la cuestión en la cual se inscribe la misión de esta entidad.
Recordemos que el decreto presidencial, en síntesis, encomienda al Instituto: 1) investigar y difundir la vida y obra de personalidades y acontecimientos históricos que no tienen un reconocimiento adecuado en medios académicos, revisando el sentido que les adjudicó la “historia oficial” de los vencedores de las guerras civiles del siglo XIX; 2) reivindicar a Manuel Dorrego y a quienes sostuvieron en los países iberoamericanos una posición nacional, popular, federal y americanista, frente el embate liberal y extranjerizante de adversarios e intereses que pretendieron relegarlos en la memoria colectiva; 3) reivindicar el protagonismo de los sectores populares y la participación femenina, superando el criterio de que los “grandes hombres” deciden los hechos.
Un sector universitario y varios opinadores se apresuraron a protestar por esta ingerencia del gobierno en el terreno de la ciencia y la cultura, y a descalificar el revisionismo histórico como escuela agotada. Dejando de lado suposiciones aventuradas y ataques personales, ateniéndonos a los argumentos, hay que responderles que la elaboración de la conciencia histórica de un pueblo es algo demasiado importante como para dejarlo sólo en manos de los historiadores o los medios de difusión. Así como ciertos grupos empresarios no quieren que el gobierno interfiera en sus negocios, algunos académicos prefieren un Estado bobo que pague pero no se meta. Sin embargo, después de la involución de las dictaduras y la ola neoliberal, nuestra sociedad, y en especial las nuevas generaciones, reclaman un giro que acompañe los actuales cambios políticos y socioeconómicos: la llamada batalla cultural, para conferir sentido y consolidar las demás transformaciones.
Si es lógico que voceros de la derecha económica y el neoliberalismo se opongan a la intención de remover los fundamentos ideológicos de su poder hegemónico, no parece congruente que intelectuales “progresistas” rechacen un proyecto de revisión que es inherente a la labor y la responsabilidad ciudadana de los cientistas sociales. Pero todo tiene explicación.
La generación de la “organización nacional” impuso una versión de los orígenes del país funcional al proyecto de “europeizar” a la Argentina e insertarla en la órbita de las potencias dominantes. Según Mitre, Sarmiento y sus seguidores, la Revolución de Mayo fue producto de una minoría ilustrada que, tras derrotar a los realistas, tuvo que enfrentar a las fuerzas nativas de la barbarie o la anarquía. Se rescató como adalid de la república a Rivadavia, precursor de la deuda externa y del voto calificado, condenando a Artigas, Quiroga, Dorrego, Bolívar, Rosas y demás caudillos, tachados de autoritarios, por movilizar a la plebe inculta y resistir la apertura de estas regiones a los capitales “civilizadores”.
En la visión mitrista y sarmientina, adoptando la doctrina positivista de la Europa de su tiempo, el dilema sudamericano era un “conflicto de razas” y la frustración del sistema republicano se debía a la mezcla de sangre hispánica e indígena, una herencia que debía extirparse sustituyendo la población autóctona por la inmigración europea. Este designio se ejecutó, por las armas, en el genocidio contra la república paraguaya, las montoneras mestizas del interior y los gauchos e indios de las áreas fronterizas; y por la instrucción pública, para inculcar los principios de la “civilización” a los hijos de los sobrevivientes criollos y de los inmigrantes europeos.
Mitre concebía a la dirigencia del país como una prolongación de la raza caucásica europea, destinada a gobernar y “civilizar” esta parte del mundo, según expuso en la introducción a su biografía de San Martín. El relato histórico impuesto por el Estado oligárquico y neocolonial, reforzado con el peso apabullante de la importación de ideas europeas, luego norteamericanas, constituyó una superestructura cultural alienante para moldear a las siguientes generaciones, sobre todo a los descendientes de la inmigración. De allí el talante cosmopolita, hostil a la tradición de las masas trabajadoras criollas, de gran parte de la clase media universitaria, a menudo instrumentada contra los movimientos nacionalistas populares.
La “historia social” difundida en las universidades, tributaria del cientificismo universalista, imprimió a la disciplina un discurso ambiguo y relativista que disimula sus presupuestos ideológicos, sin antagonizar con la “historia oficial” del siglo XIX. Se limita en todo caso a extraer lecciones de instrucción cívica. Su filosofía es que la sumisión al capitalismo mundial era ineluctable y todo lo demás fue resistencia inútil. Un texto canónico de historia latinoamericana (Halperín Donghi) descarta en pocos renglones la tremenda revolución de Túpac Amaru como un episodio “vistoso” pero contraproducente. El choque entre federales y unitarios sería un mero “conflicto faccional intra-elite”. La actitud de los liberales que apoyaron la agresión anglofrancesa contra Rosas se reproduce en interpretaciones (Romero, Privitiellio) que deploran el combate de Obligado. Si las obras de Mitre o López eran la justificación de Caseros y Pavón, esta historiografía explica que no podía ser de otra manera y deja afuera los proyectos alternativos. Tal orientación culmina en algunos casos en el estudio de la historia argentina a partir de 1880, olvidando la “prehistoria” del Estado, es decir del Estado oligárquico, al que se idealiza repitiendo la fabulación de que su belle époque nos colocó entre las primeras naciones del mundo.
Muchos aportes de la investigación universitaria han contribuido así al conocimiento empírico del pasado, sin conmover los pilares ideológicos de la historiografía liberal. Esto abona la mentalidad que conviene hoy al capitalismo global para extraer, además de recursos naturales, nuestros recursos humanos: un modelo en el cual el país costea los niveles masivos de educación y los egresados completan su formación en centros del “primer mundo”, donde se radicarán los mejores y otros volverán para aplicar las recetas aprendidas allá.
Las bases estructurales de la dependencia fueron cuestionadas por las luchas populares y democráticas del siglo XX, y el relato liberal-oligárquico fue impugnado por sucesivos movimientos intelectuales revisionistas, pero la mayor parte de las academias no se ha hecho cargo aún de las tareas pendientes.
Nuestro Instituto levanta el emblema de Dorrego, luchador por la independencia americana, liberal revolucionario y gobernante democrático, derrocado y fusilado por un golpe de Estado reaccionario. El revisionismo que postulamos no es ningún corpus cerrado ni dogmático. Es una corriente que tiene precedentes en el nacionalismo tradicionalista, el radicalismo forjista, el peronismo de la resistencia y, lejos de agotarse, adquiere hoy un acento democrático renovador, dialogando con el indigenismo, el feminismo, el “socialismo del siglo XXI” y nuevas tendencias libertarias. No es precisamente la caricatura simplificadora que se enseña en aulas universitarias como “visión decadentista de la historia nacional” (Halperín Donghi).
El revisionismo actual es una propuesta para discutir la versión eurocéntrica y elitista de nuestra identidad y nuestra génesis histórica, con un enfoque popular, federalista y americanista. Una revisión para comprender la causa de las mayorías populares que han enfrentado diversas formas y etapas de coloniaje y hoy buscan reencontrar su destino sudamericano. Un pensamiento situado: la “epistemología de la periferia” que predicaron pensadores como Jauretche, Scalabrini Ortiz, Ramos, Hernández Arregui, Puiggrós y tantos otros. Porque no estamos en Europa, ni vivimos en la globalidad virtual, sino aquí, en la América meridional, donde a la par de hacer ciencia todavía debemos dar la batalla por nuestra emancipación cultural.
Recordemos que el decreto presidencial, en síntesis, encomienda al Instituto: 1) investigar y difundir la vida y obra de personalidades y acontecimientos históricos que no tienen un reconocimiento adecuado en medios académicos, revisando el sentido que les adjudicó la “historia oficial” de los vencedores de las guerras civiles del siglo XIX; 2) reivindicar a Manuel Dorrego y a quienes sostuvieron en los países iberoamericanos una posición nacional, popular, federal y americanista, frente el embate liberal y extranjerizante de adversarios e intereses que pretendieron relegarlos en la memoria colectiva; 3) reivindicar el protagonismo de los sectores populares y la participación femenina, superando el criterio de que los “grandes hombres” deciden los hechos.
Un sector universitario y varios opinadores se apresuraron a protestar por esta ingerencia del gobierno en el terreno de la ciencia y la cultura, y a descalificar el revisionismo histórico como escuela agotada. Dejando de lado suposiciones aventuradas y ataques personales, ateniéndonos a los argumentos, hay que responderles que la elaboración de la conciencia histórica de un pueblo es algo demasiado importante como para dejarlo sólo en manos de los historiadores o los medios de difusión. Así como ciertos grupos empresarios no quieren que el gobierno interfiera en sus negocios, algunos académicos prefieren un Estado bobo que pague pero no se meta. Sin embargo, después de la involución de las dictaduras y la ola neoliberal, nuestra sociedad, y en especial las nuevas generaciones, reclaman un giro que acompañe los actuales cambios políticos y socioeconómicos: la llamada batalla cultural, para conferir sentido y consolidar las demás transformaciones.
Si es lógico que voceros de la derecha económica y el neoliberalismo se opongan a la intención de remover los fundamentos ideológicos de su poder hegemónico, no parece congruente que intelectuales “progresistas” rechacen un proyecto de revisión que es inherente a la labor y la responsabilidad ciudadana de los cientistas sociales. Pero todo tiene explicación.
La generación de la “organización nacional” impuso una versión de los orígenes del país funcional al proyecto de “europeizar” a la Argentina e insertarla en la órbita de las potencias dominantes. Según Mitre, Sarmiento y sus seguidores, la Revolución de Mayo fue producto de una minoría ilustrada que, tras derrotar a los realistas, tuvo que enfrentar a las fuerzas nativas de la barbarie o la anarquía. Se rescató como adalid de la república a Rivadavia, precursor de la deuda externa y del voto calificado, condenando a Artigas, Quiroga, Dorrego, Bolívar, Rosas y demás caudillos, tachados de autoritarios, por movilizar a la plebe inculta y resistir la apertura de estas regiones a los capitales “civilizadores”.
En la visión mitrista y sarmientina, adoptando la doctrina positivista de la Europa de su tiempo, el dilema sudamericano era un “conflicto de razas” y la frustración del sistema republicano se debía a la mezcla de sangre hispánica e indígena, una herencia que debía extirparse sustituyendo la población autóctona por la inmigración europea. Este designio se ejecutó, por las armas, en el genocidio contra la república paraguaya, las montoneras mestizas del interior y los gauchos e indios de las áreas fronterizas; y por la instrucción pública, para inculcar los principios de la “civilización” a los hijos de los sobrevivientes criollos y de los inmigrantes europeos.
Mitre concebía a la dirigencia del país como una prolongación de la raza caucásica europea, destinada a gobernar y “civilizar” esta parte del mundo, según expuso en la introducción a su biografía de San Martín. El relato histórico impuesto por el Estado oligárquico y neocolonial, reforzado con el peso apabullante de la importación de ideas europeas, luego norteamericanas, constituyó una superestructura cultural alienante para moldear a las siguientes generaciones, sobre todo a los descendientes de la inmigración. De allí el talante cosmopolita, hostil a la tradición de las masas trabajadoras criollas, de gran parte de la clase media universitaria, a menudo instrumentada contra los movimientos nacionalistas populares.
La “historia social” difundida en las universidades, tributaria del cientificismo universalista, imprimió a la disciplina un discurso ambiguo y relativista que disimula sus presupuestos ideológicos, sin antagonizar con la “historia oficial” del siglo XIX. Se limita en todo caso a extraer lecciones de instrucción cívica. Su filosofía es que la sumisión al capitalismo mundial era ineluctable y todo lo demás fue resistencia inútil. Un texto canónico de historia latinoamericana (Halperín Donghi) descarta en pocos renglones la tremenda revolución de Túpac Amaru como un episodio “vistoso” pero contraproducente. El choque entre federales y unitarios sería un mero “conflicto faccional intra-elite”. La actitud de los liberales que apoyaron la agresión anglofrancesa contra Rosas se reproduce en interpretaciones (Romero, Privitiellio) que deploran el combate de Obligado. Si las obras de Mitre o López eran la justificación de Caseros y Pavón, esta historiografía explica que no podía ser de otra manera y deja afuera los proyectos alternativos. Tal orientación culmina en algunos casos en el estudio de la historia argentina a partir de 1880, olvidando la “prehistoria” del Estado, es decir del Estado oligárquico, al que se idealiza repitiendo la fabulación de que su belle époque nos colocó entre las primeras naciones del mundo.
Muchos aportes de la investigación universitaria han contribuido así al conocimiento empírico del pasado, sin conmover los pilares ideológicos de la historiografía liberal. Esto abona la mentalidad que conviene hoy al capitalismo global para extraer, además de recursos naturales, nuestros recursos humanos: un modelo en el cual el país costea los niveles masivos de educación y los egresados completan su formación en centros del “primer mundo”, donde se radicarán los mejores y otros volverán para aplicar las recetas aprendidas allá.
Las bases estructurales de la dependencia fueron cuestionadas por las luchas populares y democráticas del siglo XX, y el relato liberal-oligárquico fue impugnado por sucesivos movimientos intelectuales revisionistas, pero la mayor parte de las academias no se ha hecho cargo aún de las tareas pendientes.
Nuestro Instituto levanta el emblema de Dorrego, luchador por la independencia americana, liberal revolucionario y gobernante democrático, derrocado y fusilado por un golpe de Estado reaccionario. El revisionismo que postulamos no es ningún corpus cerrado ni dogmático. Es una corriente que tiene precedentes en el nacionalismo tradicionalista, el radicalismo forjista, el peronismo de la resistencia y, lejos de agotarse, adquiere hoy un acento democrático renovador, dialogando con el indigenismo, el feminismo, el “socialismo del siglo XXI” y nuevas tendencias libertarias. No es precisamente la caricatura simplificadora que se enseña en aulas universitarias como “visión decadentista de la historia nacional” (Halperín Donghi).
El revisionismo actual es una propuesta para discutir la versión eurocéntrica y elitista de nuestra identidad y nuestra génesis histórica, con un enfoque popular, federalista y americanista. Una revisión para comprender la causa de las mayorías populares que han enfrentado diversas formas y etapas de coloniaje y hoy buscan reencontrar su destino sudamericano. Un pensamiento situado: la “epistemología de la periferia” que predicaron pensadores como Jauretche, Scalabrini Ortiz, Ramos, Hernández Arregui, Puiggrós y tantos otros. Porque no estamos en Europa, ni vivimos en la globalidad virtual, sino aquí, en la América meridional, donde a la par de hacer ciencia todavía debemos dar la batalla por nuestra emancipación cultural.
Fuente: Diario Miradas al Sur.
No hay comentarios:
Publicar un comentario