Tenía 101 años. Dos semanas antes había sido distinguida con una Medalla del Bicentenario. Fue la vanguardia femenina en la universidad argentina. Llegó al país huyendo del nazismo. Investigó la poliomielitis al frente del Malbrán.
Por Soledad Vallejos
No creía en Dios porque era una mujer de ciencia, y porque “siempre pensé que si existiera, no dejaría que pasaran tantas barbaridades”. Eugenia Sacerdote de Lustig, médica, investigadora emérita del Conicet, protagonista de gran parte de la historia científica en la Argentina, el país al que llegó huyendo del ingreso nazi en su Italia natal, murió el domingo. Tenía 101 años. Dos semanas antes había sido distinguida con una Medalla del Bicentenario. Dejó el recuerdo de una vida de trabajo intenso, que sólo se alejó de los laboratorios cuando la ceguera le impidió valerse por sí misma. Había estudiado en la universidad mientras las mujeres en los claustros eran una rareza, salvado a miles de personas de la epidemia de poliomelitis al frente del Malbrán, escapado por un azar de la Noche de los Bastones Largos. Tenía tres hijos, nueve nietos, bisnietos. Vivía rodeada de miles de libros que no podía leer, pero escuchaba, sentada en un sillón.
Eugenia Sacerdote había nacido en Turín, en 1910. Como recordó en una entrevista de 2006 publicada en este diario, cuando tuvo edad para estudiar lo que, de niña, había decidido que sería, se encontró con un problema. “El estúpido de Mussolini seguía haciendo propaganda con la idea de que las mujeres sólo servían para tener muchos hijos”, de modo que su educación media, en un liceo para mujeres, sólo la había preparado para cumplir tareas domésticas, saber un poco de literatura y hablar algo de francés. Pero compartía objetivo y terquedad con una prima compinche y contemporánea: entre ambas consiguieron un docente particular que las preparó, estudiaron 12 horas por día e ingresaron en la Facultad de Medicina. Las alumnas eran cuatro; los alumnos, 500. Todavía pasado más de medio siglo recordaba que había sido “tremendo”. “No estaban acostumbradas a ver mujeres en la facultad. Se divertían a costa nuestra.” En 1936, ella y su prima Rita Levi-Montalcini, que recibiría el Nobel por sus investigaciones en Neurología, se graduaron en Medicina.
Tiempo después, casada con el ingeniero Maurizio Lustig e instalada en Roma, se dedicó a la práctica médica en un hospital. En junio de 1938, la Italia fascista dictó las leyes raciales; días después, cuando los restaurantes colgaban carteles como “no se aceptan perros ni judíos”, a su marido, empleado en Pirelli, le ofrecieron trasladarse a la Argentina, donde la empresa abriría una sede. Lo ignoraba todo del país; en 1939 subieron al buque “Oceanía” en Nápoles; desembarcaron en Buenos Aires.
Durante años, la Argentina no reconoció su título, pero en la cátedra de Histología de la Facultad de Medicina de la UBA le propusieron facilitarle instrumentos y espacio para investigar, aunque sin salario fijo: sus ingresos dependían de un fondo para reponer el material de vidrio dañado. Por eso, “durante dos años yo cuidé mucho que nadie rompiera pipetas y probetas”.
Tuvo un laboratorio en el Instituto de Oncología Roffo, y al mismo tiempo Armando Parodi la contrató para investigar en el Instituto de Bacteriología Malbrán, donde montó la Sección de Cultivo de Tejidos. Poco después, con el alejamiento de Parodi, Sacerdote de Lustig quedó al frente del departamento de virus en un momento crítico: la epidemia de poliomelitis. Cada día recibían 60, 70 casos para diagnosticar. “Tenía un miedo terrible de infectarme y de que se infectara todo el personal. Cada día trabajaba hasta medianoche con mi técnica Catalina –recordó cinco años atrás ante este diario–. Cuando terminábamos, poníamos todo el material que habíamos usado en el jardín del Malbrán, le echábamos nafta y prendíamos fuego, porque temíamos que a la mañana siguiente la persona que iba a limpiar tocara algo y se infectara. Después me cambiaba de pies a cabeza para irme a casa. Hasta los zapatos. Tenía terror de infectar a mis hijos.” Gracias a eso, y a su decisión de avalar la aplicación de la vacuna Salk antes de que recibiera la aprobación oficial, salvó a miles.
Trabajó hasta perder completamente la vista. Por entonces investigaba sobre el mal de Alzheimer, genética y oncología. Ciudadana Ilustre porteña, en 2006 convirtió los apuntes escritos para sus nietos en el libro autobiográfico De los Alpes al Río de la Plata.
Fuente Diario Página/12
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