Profesor e
investigador en el Instituto de Investigación y Formación en Administración Pública
(IIFAP) de la Universidad Nacional de Córdoba, Argentina. Ha sido director de
investigación invitado en el Centre National de la Recherche Scientifique
(CNRS), París, y profesor invitado de centros argentinos y del exterior.
El trabajo constituye
desde la modernidad una precondición para la integración social de los sujetos.
Sin embargo, no siempre asumió la forma dominante que lo caracterizó en las
sociedades posrevolucionarias, ni tuvo siempre, en ellas, las mismas
características. No podemos dejar de recordar en este sentido la compleja
secuencia que lleva desde el artesanado hasta el trabajador precarizado y
excluido del presente, pasando por el trabajo a domicilio, la manufactura, el
proletariado, el salariado 1. Todas estas fases comportaron y comportan una
significación social sobre el trabajo, un sentido subjetivo sobre el mismo, una
relación social y económica singular.
La transformación del
trabajo da cuenta, como quizá ninguna otra institución de la modernidad, de los
procesos políticos, económicos y culturales que la contextualizan. Es el
resultado, y en ocasiones también la causa, de cambios en los derechos civiles
y políticos, y en las formas de ejercerlos y promoverlos; de transformaciones
tecnológicas a veces bruscas en los procesos productivos, y en el
funcionamiento de los mercados; de mutaciones en las capacidades y modalidades
de interpretación individual y social sobre la realidad. El Estado ha jugado un
rol destacado en todo este proceso, pero también –y no menos importante– ha
sido el papel de los sindicatos y los movimientos sociales.
Existe cierta coincidencia
en entender que el empleo, forma dominante que el trabajo asume bajo la
modernidad occidental y democrática, constituye uno de los espacios
privilegiados de disciplinamiento de la sociedad, que, con el tiempo, se
convertiría en una posición que daría acceso a derechos y condiciones de
bienestar. Se trata siempre de la ambivalencia que es propia de muchos
fenómenos e instituciones de la modernidad, algo que en este caso tiene que ver
con la tensión entre libertad e igualdad, entre distribución y acumulación,
entre inclusión y exclusión.
Sin duda, la fase
histórica en que estas tensiones se desdibujaron fue aquella en la cual el
avance del empleo salariado permitió el acceso generalizado a fuentes de
bienestar material, cultural y social, y al progreso, esto es, a la movilidad
social. Se trató de los 30 gloriosos años de algunos de los países europeos
centrales (1945-1975), en los que el desarrollo protegido de la industria, el
empleo pleno y el aumento del consumo constituyeron los ejes económicos sobre los
que se construiría la anhelada paz social.
El desarrollo de la
sociedad salariada bienestarista fue, en este sentido, no sólo el resultado de
los acuerdos políticos de posguerra, sino también una forma de concreción de
viejas aspiraciones del socialismo y, en algunos casos, de principios
confesionales, concreción mediada por la disposición y generalización de una
innovación tecnológica, la del seguro social. Es sobre estos valores y
herramientas que descansa en buena medida la intervención del Estado, completando
de esa manera las políticas mercado-internistas antes aludidas.
Por último, cabe señalar
el papel que en tal proceso desempeñó la mujer y su sucedánea, la escuela. Se
trató, claramente, de una sociedad de pleno empleo de sesgo masculino, donde la
mujer quedó recluida a la intimidad del hogar. Su papel no fue, sin embargo,
pasivo. A ella y a la escuela se deben, en buena medida, las posibilidades
reproductivas de la cultura salariada. Es en estos ámbitos –el hogar y la
escuela– donde se trabaja cotidianamente para transmitir las normas y valores,
así como los recursos cognitivos y sociales, que permiten al individuo contar
con los capitales necesarios para integrarse al mercado de trabajo.
En síntesis, el mundo
del trabajo resulta del entrelazamiento de este complejo de instituciones y la
generalización de una subjetividad cuyas creencias, prácticas y
representaciones generan la reproducción de los principios y reglas del orden
social salariado. Puede decirse que es bajo las condiciones institucionales de
la sociedad de bienestar que el trabajo asalariado logra su máximo despliegue,
no sólo en su alcance poblacional, sino en su legitimidad como institución eje
del orden social.
No obstante ello, la
sociedad bienestarista no constituyó una sociedad marcada por el statu quo; por
el contrario, es en su propio seno donde se enhebra su transformación: a veces
calladamente, por acumulación de efectos; otras veces a voz en cuello,
activamente.
Los diversos núcleos
institucionales de las sociedades salariadas se fragilizan progresivamente. El
desarrollo educativo y la subsiguiente incorporación de la mujer al mercado de
trabajo constituyen los cambios más significativos. Es allí donde parecen
anunciarse procesos culturales de desanclaje frente a las instituciones y de
desarrollo del sujeto, que se extienden y agudizan luego con la crisis del
salario como forma dominante de relación laboral 2.
Acordamos aquí con los
planteos que reconocen, también en el avance de la modernidad productiva, una
fuente de dicha crisis. La ruptura del “arcaísmo protector” 3, y, con ella, del
pleno empleo, resulta de las exigencias competitivas de mercados abiertos, y de
procesos productivos cada vez más dotados de bienes de capital. La fortaleza
tributaria permitió a las sociedades más desarrolladas gestionar y proteger,
vía seguros, estas formas de inestabilidad y/o desempleo, cuyo crecimiento no
tuvo la velocidad del caso argentino. Pero es también la fortaleza
institucional de estas sociedades, y por tanto la permanencia de beneficios y
de ciertas creencias sociales, la que opone frenos a la introducción salvaje de
tecnología y a la destrucción sin límites del trabajo asalariado.
¿Este modelo “ideal
típico” constituye un buen punto de partida para estudiar e interpretar la
cuestión de las mutaciones en el mundo del trabajo en el caso argentino?
Entendemos que la sociedad argentina constituyó, en efecto, una sociedad de
bienestar, cuya condición de integración social, la relación asalariada
industrial, alcanzó a una mayoría amplia de la población. Sus rasgos
particulares devienen de las limitaciones al ejercicio de la ciudadanía que
comportaron ciertas tendencias a la uniformidad político-ideológica; la
constitución de un cuasi-sindicalismo de Estado, y la tensión entre
clientelismo, meritocracia y universalismo en la acción estatal. También es un
rasgo propio la prolongación de las protecciones al mercado interno, más allá
de lo que aconsejaban las transformaciones económicas mundiales y las
experiencias de sociedades en situaciones semejantes 4.
La sociedad argentina
representa un caso paradigmático. La morosidad adaptativa frente a los cambios
del mercado mundial y la progresiva pérdida de legitimidad de instituciones en
deterioro abrieron las puertas a las transformaciones “estructurales” de los
años noventa que, bajo modalidades inconsultas, abruptas e inequitativas,
dieron en tierra con una construcción que, si bien revestía el carácter
limitado que hemos referido, conjugaba los esfuerzos y aspiraciones de amplias
franjas y varias generaciones de la sociedad argentina.
Es en ese complejo marco
que se genera un vasto proceso de transformación del mundo del trabajo. Proceso
que no es, sin embargo, simple ni unidireccional, ya que supone consecuencias y
significados ambiguos y paradojales. Entendemos que tales transformaciones han
vuelto más diverso el mundo del trabajo, constituyendo un espectro de
identidades que, de algún modo, se relacionan con las dos grandes esferas del
sistema social. La sistémica, cuya “refundación” es propuesta por un cierto
neoprovidencialismo y la esfera del mundo de vida, cuyas experiencias devienen
de las variadas formas organizativas de la economía social y solidaria
enraizadas muchas de ellas en los denominados “nuevos movimientos sociales”.
De
la homogeneidad salariada a la diversidad identitaria
Contrariamente a lo que
postulan muchos funcionalistas, que existen en el sujeto generalizadas
capacidades para la construcción de una hermenéutica del sí mismo, estas
trayectorias no por subjetivas dejan de tener una significación social;
otorgan, al contrario, “indicadores” relativos a la transformación del mundo
del trabajo, a sus modalidades competitivas y relacionales. En tales
trayectorias, toman especial relevancia las crisis que genera la vinculación
con otras personas, el trabajo y el mundo. Son estas crisis las que constituyen
puntos de partida de reconstituciones identitarias que se apoyan, con distinto
énfasis según el caso, en las solidaridades próximas, en las reflexividades
posibles, en las capacidades de actuación.
El espacio semiprivado,
barrial, asociativo, laboral de estos procesos de reconstitución viene a cubrir
el vacío constituido por la frecuente fragilidad de las creencias de nuestros
entrevistados en las instituciones otrora típicas de la sociedad salariada:
sindicatos, partidos políticos, gobiernos, etc. No obstante este
distanciamiento frente a las instituciones, los planes sociales de distinto
rango a los que algunos de los trabajadores de nuestra muestra han accedido a
partir de la eclosión de la crisis en los años 2001-2002 han representado un
apoyo, a veces muy relevante, en procesos personales y grupales de cambio y
desarrollo. Más allá de su limitación retributiva, y del clientelismo y la
corrupción que los desacreditan, el acceso a los planes ha permitido a mujeres
y hombres –a los que la tradición o el desempleo habían recluido en lo privado–
desarrollar espacios de encuentro con otros, de sociabilidad, pero también de
trabajo.
Lo señalado toma un
significado particular en el caso de las mujeres, las cuales han encontrado en
los planes oficiales la posibilidad de salir de la domesticidad a la que se
encontraban reducidas, para incorporarse a la sociabilidad del trabajo. En
muchos relatos, surge o resurge el sentimiento de utilidad social, de
reconocimiento por parte de los otros, de satisfacción que el reencuentro con
el trabajo devuelve a mujeres y hombres, permitiendo que muchas mujeres
descubran una sociabilidad que les permite acceder a nuevos recursos, disminuir
su dependencia, transformar las relaciones de género en las que se encuentran
insertas. Asimismo, es importante insistir en la articulación entre la
trayectoria personal, la inscripción laboral y las modalidades de integración,
para discernir el carácter de las identidades que se forjan entre lo relacional
y lo sistémico.
En primer lugar, no
podemos sugerir que exista una dirección causal predeterminada, sino más bien
una articulación compleja que hace que en ciertos casos lo sistémico, en otros
lo singular, vuelvan comprensible –caracterizable– lo identitario. Así, por
ejemplo, a la vez que vemos a muchos sujetos insertos en espacios sistémicos
desarrollar o luchar por desarrollar actividades que están ligadas al mundo de
la vida, también escuchamos planteos vitales en los que se articula la
instrumentalidad propia de la satisfacción de necesidades con los valores a
través de los que se persigue una aspiración de transformación de tipo social.
Lo anterior puede quizá
generalizarse planteando que la escisión entre mundo de vida y sistema no puede
entenderse mecánicamente, al menos debe ser concebida en dos niveles. En el
espacio de lo institucional, los relatos permiten observar una suerte de
interpenetración entre mundo de vida y sistema, interpenetración que
protagonizan las personas, a veces individualmente, a veces insertas en
programas institucionales. En un segundo nivel, el de las prácticas, las
personas deben dar cuenta de responsabilidades, y deben por ello inscribirse en
las normas prevalecientes, pero muchos deciden al mismo tiempo enfrentar
problemas éticos, políticos, económicos que viven u observan en su realidad
concreta.
Es allí donde asume
valor la perspectiva de síntesis que hemos propuesto como orientación
epistemológica de nuestro trabajo. La acción de las mujeres y hombres cuyos
relatos hemos registrado, pero también de grupos y colectivos por ellos
referidos, encuentra en las instituciones aún vigentes –pero no dominantes– una
referencia que asume, ante la crisis de creencia en las mismas, el carácter
frecuente de oportunidad, esto es, de espacio y coyuntura para la acción
transformadora. Es en este sentido, el de la articulación entre la fragilidad
y/o ausencia de reglas institucionales y los motivos –necesidades,
aspiraciones– para la acción, que los sujetos encuentran oportunidades para
ejercer su condición de agentes.
Los procesos de
construcción de políticas de vida, frecuentes y de distinta “intensidad” en la
muestra teórica analizada, permiten observar que las reconstituciones
identitarias, si bien reciben de los diversos “nosotros” una cuota de
influencia nada despreciable, tienen en los recursos personales, en sus
capacidades para discernir entre heredades y aspiraciones propias, en la
confianza en sí mismos, una fuente interna fundamental. Esto es, la precariedad
de las referencias normativas lleva a la búsqueda –muchas veces sufriente y
conflictiva– de nuevas significaciones y sentidos. Esta búsqueda es a veces
individual, a veces asociada a grupos, a colectivos, a nuevos movimientos
sociales. En tanto experiencia de cierta continuidad, es instituyente de nuevas
reglas, de alcance en ocasiones limitado –familiar, grupal, barrial,
organizacional–, pero cuyo valor está relacionado con el empoderamiento de los
sujetos en torno de su vida. Es allí donde lo institucional tiende a reaparecer
bajo la forma de experiencias colectivas. Esto es evidente, por ejemplo, cuando
los trabajadores consultados, frente a la ausencia de los organismos
sindicales, deciden constituir su propio cuerpo de delegados, o cuando se asocian
para construir un espacio laboral autónomo, o cuando muchos de ellos ponen
distancia respecto del trabajo como eje vertebrador de su existencia,
revalorizando otros espacios vitales.
El análisis realizado
tiende también, como señalamos anteriormente, a mostrar ciertas características
del mundo del trabajo. En primer lugar, cabe destacar la ausencia de un modelo
único de organización del trabajo, y la creciente presencia de experiencias que
se montan sobre modalidades relacionales, buscando en la capacidad y
reflexividad de los trabajadores las claves para el desarrollo de los procesos
de trabajo. Los relatos que refieren a estas transformaciones tienden a
interpretar tales tendencias –y en esa dirección nos ubicamos– como procesos
orientados a lograr un cambio cultural mayor. Un cambio que viabilice el paso
de una práctica confrontativa –alentada, claro está, por las condiciones
económicas y los ambientes políticos– a una en la que exista un piso básico de
acuerdo que acote el conflicto. Un cambio que atraviese especialmente a la
empresa y la vuelva social y económicamente responsable, ante todo frente a sus
propios trabajadores.
Creemos ver, asimismo,
que las modalidades relacional-corporativas de organización del trabajo tienen
un espacio privilegiado de desarrollo en el campo de las experiencias
asociativas de la denominada economía social, en las que participa un grupo de
nuestros entrevistados. El carácter de socios en igualdad de derechos y
obligaciones de todos los integrantes de estas configuraciones organizacionales
–generalmente, cooperativas de trabajo–, la distribución equitativa de los
resultados económicos, el difícil esfuerzo por garantizar un funcionamiento
democrático constituyen rasgos que favorecen unas relaciones de trabajo que, a
la vez que desechan la competencia, promueven la confianza y la cooperación.
Incluso las ONG, en la medida en que el trabajo salariado sea sólo eventual y
marginal respecto de sus actividades principales, podrían participar de esta
modalidad de organización.
Tales experiencias, a la
vez que se diferencian del esquema contractual competitivo dominante en el
campo de la organización del trabajo –y también de la política laboral–,
encuentran en este dominio el principal obstáculo a su consecución exitosa. La
falta de regulación de las reglas de la competencia y de reforma de las leyes
laborales impide combatir la precariedad y avanzar en el contrato por tiempo
indeterminado, condición indispensable de una política que pretenda dar
respuesta relacional cabal y duradera al vacío creado por la crisis del orden
salariado. Ello constituye una demanda no sólo de los trabajadores materiales,
sino también de los inmateriales. No obstante, no constituye un tema de agenda
para la central sindical tradicional, ni para los gremios que la integran.
También parece
manifiesto que el mundo del trabajo adolece de condiciones de control sobre los
derechos de los trabajadores de todo nivel. Hay una limitada e insuficiente
acción sobre el trabajo en negro por parte del Estado, y el actor que en ese
sentido debería jugar un papel central no existe: los sindicatos tradicionales.
Tampoco juegan un rol estas instituciones –envejecidas por la escandalosa
continuidad de sus dirigentes– en relación con la protección de las comisiones
internas, elegidas muchas democráticamente, y apoyadas por los trabajadores.
El axioma que nos
transmitiera un entrevistado, según el cual, cuando se es delegado y se obtiene
un aumento o una mejora en las precarias condiciones de trabajo, lo que sigue
es el despido, es demostrativo de la ausencia a veces dramática de este tipo de
protecciones.
La situación de
precariedad y sobreexigencia laboral a que están sujetos muchos trabajadores
–aunque con distinto grado, es el caso de los telefonistas de los call centers,
y de los ladrilleros y trabajadores textiles clandestinos cuya situación en
esta oportunidad no hemos podido analizar– nos trae a la memoria esa idea de
Hannah Arendt según la cual hay una suerte de marginación de la vida por el
trabajo, que lleva a que los trabajadores, en algunos casos, resientan en su
cuerpo y en su mente las condiciones a las que por necesidad deben enfrentarse.
Se da frecuentemente la situación por la cual muchos son reducidos a la
condición de meros cuerpos sometidos a duras condiciones laborales. En otros
términos, el regreso de la “necesidad” cruda que hemos observado en los relatos
de nuestros entrevistados, y que a nivel de la sociedad global llega a un
35-40% de nuestra población en edad de trabajar, lleva, por el malestar que
produce, a un menoscabo de la persona, de esa conquista de la modernidad
democrática que es el ciudadano. El ejercicio de los derechos está restringido,
cuando no vedado. El esfuerzo dedicado y los riesgos que asumen aquellos que
trabajan por la construcción e institución de representaciones sindicales no
están acompañados por otros sindicatos, ni constituían a la fecha de
realización del trabajo de campo una política eficaz de las instituciones del
Estado.
Para finalizar estas
notas, cabe realizar una referencia a la disputa intelectual en torno de las
identidades posfordistas. Es evidente que los relatos que hemos transcripto no
permiten pensar en una generalización de las situaciones que angustian a unos e
ilusionan, quizás en demasía, a otros (ver apartado I, primera parte). Los
testimonios que hemos recogido parecen situarse en un lugar más próximo a una
suerte de explosión de las identidades, como resultante de la compleja
transformación del mundo del trabajo que engendra la crisis de la identidad
salariada típica de la sociedad industrial. En efecto, el trabajo realizado
sugiere que las identidades se construyen en referencia a situaciones
contingentes y a experiencias y memorias individuales, familiares, colectivas.
Dicho de otro modo, las
identidades que vemos desarrollarse parecen haber asumido que cualquier
interpretación y evaluación del estado de las cosas pasaría primero, en nuestro
medio, por el reclamo en torno del ejercicio real de los derechos, esto es, por
el reconocimiento de aspiraciones e identidades no convencionales. Es decir, no
parece haber una necesidad, al menos general, de “grandes relatos” al estilo de
Negri y Hardt, como tampoco un apego al discurso apocalíptico, aquel de la
sumisión generalizada a las condiciones imperantes. Las identidades que creemos
identificar, también los personajes que ellas autorrepresentan, parecen
participar de aspiraciones muy concretas y de capacidades de actuación que se
ponen en acto y que tienen relación con transformaciones a la vez subjetivas,
locales, reducidas en sus alcances colectivos, pero también materializadas.
Ello se observa en todas las “regiones” de nuestra geografía identitaria, en el
marco de distintos contextos y valores, bajo el influjo de distintas
expectativas y perspectivas. Nos parece posible situar a nuestros
entrevistados, si bien a distintas distancias, más cerca de la subpolítica, o
de lo que quizá Guidens llamaría unas “políticas colectivas de vida”, que de
una intelectualidad de masas que pueda devenir en un sujeto social y políticamente
homogéneo, propietario de una autonomía drástica respecto de las instituciones,
un sujeto “capaz de comunismo”. No nos parece que lo anterior constituya un
supuesto plausible en el actual contexto. Por el contrario, nos inclinamos a
interpretar el presente alrededor de una diversidad identitaria que se mueve
entre el mundo de la vida y el sistema, en el marco de diferentes modalidades
de organización del trabajo y las relaciones laborales. Creemos ver que el
orden en embrionaria construcción es uno en el que la instrumentalidad pura
pierde lentamente lugar para dar paso a una capacidad de acción orientada por
la búsqueda de transformaciones progresistas frente al estado de las cosas. Un
horizonte ético tal parece demandar la reflexividad y política de vida que
evidencia nuestra muestra de trabajadores. Un horizonte en el que la democracia
se erija sobre principios y parámetros a la vez igualitarios, solidarios y
dialógicos. Una democracia capaz de limitar ortodoxias, dogmas y
fundamentalismos, capaz de reconocer las iniciativas no corporativas de la
sociedad civil; una democracia capaz de promover la economía plural y, por
tanto, la pluralidad identitaria de los trabajadores.
* El texto de este
Cuaderno es una versión editada de la introducción y las conclusiones del libro
de Carlos La Serna La transformación del trabajo, que presenta la investigación
que el autor realizó en el marco del Concurso de proyectos para investigadores
de nivel superior Transformaciones en el mundo del trabajo: efectos socio-económicos
y culturales en América Latina y el Caribe organizado por el Programa Regional
de Becas de CLACSO con el apoyo de la Agencia Sueca de Desarrollo
Internacional, Asdi. El texto completo está disponible en www.biblioteca.clacso.edu.ar.
1 Los términos
asalariado/a y salariado/a –categoría esta última debida a R. Castel (1997)– se
utilizan indistintamente en este texto.
2 Un interesante
análisis de experiencias en este campo puede encontrarse en la obra de Isla et
al. (1999).
3 El “arcaísmo
protector”, al regular la introducción de tecnología, consagra la posibilidad
del pleno empleo y de cierta “equidad interna” en la distribución de los
productos del trabajo, mediante una redistribución de los ingresos desde los
puestos más calificados a los menos calificados, algo que genera a su vez una
menor distancia entre base y cúspide de la pirámide salarial.
4 Sólo la predominancia
de una lógica corporativista y prebendaria, resultante de los acuerdos entre el
sindicalismo burocrático, ciertas capas del empresariado nacional y sectores de
las fuerzas armadas, puede explicar la ausencia de políticas que permitieran la
modernización progresiva del aparato productivo, ya claramente exigida a
mediados de la década del setenta.
Los Cuadernos
del Pensamiento Crítico Latinoamericano constituyen una iniciativa del Consejo
Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO) para la divulgación de algunos de
los principales autores del pensamiento social crítico de América Latina y el
Caribe: Ruy Mauro Marini (Brasil); Agustín Cueva (Ecuador); Alvaro García
Linera (Bolivia); Celso Furtado (Brasil); Aldo Ferrer (Argentina); José Carlos
Mariátegui (Perú); Pablo González Casanova (México); Suzy Castor (Haití);
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Los Cuadernos
del Pensamiento Crítico Latinoamericano se publican en La Jornada de México, en los Le
Monde Diplomatique de Bolivia, Chile, España y Venezuela, en Página/12 de
Argentina, en el Semanario de la Universidad de Costa Rica y la revista Forum
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Coordinación
Editorial:
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CLACSO es una red de más
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