martes, 17 de julio de 2012

Liberalismo, reelección y modelos de democracia





Por  Alberto Lettieri. Historiador

Thomas Hobbes. Según el autor del Leviatán, el poder soberano no reconoce competencia alguna.

En su reconocido Ensayo sobre las libertades (1963), Raymond Aron, uno de los próceres del pensamiento político liberal del siglo XX, señalaba que la característica del liberalismo radicaba en su concepción de la libertad en sentido negativo; es decir: la libertad para hacer cosas, sin que eso implicara la obligación efectiva de realizar tales acciones. De este modo, si bien el liberalismo exigía la libertad de prensa, la propiedad privada y la libertad de tránsito, eso no implicaba que todos debiéramos ejercer esas libertades; en otras palabras: que no estábamos obligados a publicar en los medios, a ser propietarios ni a movernos de manera permanente, sino que el liberalismo exigía la garantía de poder actuar libremente sin restricciones ni sanciones.
Asimismo, y desde sus mismos orígenes, ese liberalismo sostuvo que no hay nada superior a la soberanía popular, puesto que en caso contrario no podría considerarse como soberana. Tal como nos enseñara Thomas Hobbes en su Leviatán (1651), el poder soberano es aquel que no tiene ninguna competencia por encima de sí mismo. Sin embargo, estas afirmaciones tan amplias y contundentes rápidamente desaparecen al momento de plantear la cuestión del momento clave de un régimen político: la norma de sucesión. En efecto, esos mismos liberales que han entronizado la soberanía popular, desgarran sus vestiduras cuando se instala sobre la palestra el tema de la reelección indefinida de las autoridades. Los argumentos con los que se intenta evitar la reelección son generalmente morales, aun cuando Nicolás Maquiavelo nos haya enseñado que la política y la moral funcionan en base a códigos diferenciados, o bien se apela a ridiculizar a los gobernantes, denunciando su ambición extrema o su pretensión monárquica o autoritaria.
Tales objeciones no resisten a un examen teórico mínimo. En primer lugar, si la soberanía popular constituye el “arca santa de la democracia”, sería difícil explicar por qué, en tanto que la voluntad de las mayorías populares se incline hacia la reelección de un mandatario, deberíamos impedirla apelando a una Constitución que no ha sido más que la expresión de esa soberanía popular en un momento dado, pero que también es perfectible o modificable –y de hecho nos sobran los ejemplos aquí y en el resto del mundo–, en la medida en que esa voluntad popular se haya modificado.
Insistamos: si el poder soberano es el que no tiene a ningún otro por encima suyo, no hay razón para evitar modificar la Constitución, total o parcialmente, en la medida en que la voluntad general se manifieste acorde.
En este punto, debemos retomar la cuestión de las garantías y las libertades en sentido negativo. Que exista una alternativa de reelección indefinida no implica que el pueblo esté obligado a votar a un determinado candidato, sino, por el contrario, que tiene el derecho de expresarse por quien mejor cree que lo representa. Razón por la cual, la reelección indefinida no entrañaría una agresión a la calidad ni a las normas democráticas, sino su realización más plena, en la medida en que posibilitaría que el pueblo se expresara en todo momento, por el candidato de su preferencia.
Como es sabido, el liberalismo se ha empeñado en construir regímenes políticos débiles, para ponerlos de rodillas frente al poder económico o corporativo. En tal sentido, mientras gobernantes y representantes están siempre expuestos a detentar mandatos a término, sujetos a la manifestación de la voluntad popular y a las restricciones legales en términos reelectorales, el poder empresarial o corporativo no respeta esas mismas normas. Bajo estas normas, el poder político será siempre evanescente y provisorio, mientras el poder económico puede fijar metas y mecanismos de acción absolutamente ajenos a cualquier pauta de convivencia democrática.
De este modo, en tanto para la democracia burguesa y colonial el escenario más pleno es el de un poder político débil, que opere como instrumento del poder económico más concentrado, para la democracia real, nacional y popular, ese poder político debe elevarse por encima del poder económico, garantizando el arbitraje entre los diversos intereses y necesidades que componen un colectivo social. En síntesis, y tal como lo postulara Juan Domingo Perón, una “comunidad organizada” (1949).
En América latina, los cambios sociales progresistas, que posibilitaron la integración, la igualdad y la difusión de los derechos, siempre estuvieron asociados a sólidos liderazgos personales, que consiguieron sintetizar y expresar fielmente la voluntad y la soberanía popular. Resultaría absurdo pretender que esos liderazgos deban desarticularse simplemente por atender a pautas de restricción reelectiva, dispuestos por una Constitución que expresa una opinión que corresponde a tiempos necesariamente pretéritos. De este modo queda claro que si queremos construir una democracia real, pluralista y soberana, se impone hacer caer la cláusula restrictiva, que sólo constituye un impedimento para que la soberanía popular expresada a través del sufragio consiga vehiculizarse en todo momento.
Lo cual no es una posición monarquizante o autoritaria, sino que puede leerse como un sincero gesto por llevar a sus ultimas instancias el ideal de vigencia plena de las libertades liberales en sentido negativo, extendiéndolas al plano de la política.

Fuente: Miradas al Sur

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