Por Alberto
Lettieri. Historiador
Thomas
Hobbes. Según el autor del Leviatán, el poder soberano no reconoce competencia
alguna.
En su reconocido Ensayo sobre las libertades (1963), Raymond
Aron, uno de los próceres del pensamiento político liberal del siglo XX,
señalaba que la característica del liberalismo radicaba en su
concepción de la libertad en sentido negativo; es decir: la libertad
para hacer cosas, sin que eso implicara la obligación efectiva de
realizar tales acciones. De este modo, si bien el liberalismo exigía la
libertad de prensa, la propiedad privada y la libertad de tránsito, eso
no implicaba que todos debiéramos ejercer esas libertades; en otras
palabras: que no estábamos obligados a publicar en los medios, a ser
propietarios ni a movernos de manera permanente, sino que el liberalismo
exigía la garantía de poder actuar libremente sin restricciones ni
sanciones.
Asimismo, y desde sus mismos orígenes, ese liberalismo sostuvo que no
hay nada superior a la soberanía popular, puesto que en caso contrario
no podría considerarse como soberana. Tal como nos enseñara Thomas
Hobbes en su Leviatán (1651), el poder soberano es aquel que no tiene
ninguna competencia por encima de sí mismo. Sin embargo, estas
afirmaciones tan amplias y contundentes rápidamente desaparecen al
momento de plantear la cuestión del momento clave de un régimen
político: la norma de sucesión. En efecto, esos mismos liberales que han
entronizado la soberanía popular, desgarran sus vestiduras cuando se
instala sobre la palestra el tema de la reelección indefinida de las
autoridades. Los argumentos con los que se intenta evitar la reelección
son generalmente morales, aun cuando Nicolás Maquiavelo nos haya
enseñado que la política y la moral funcionan en base a códigos
diferenciados, o bien se apela a ridiculizar a los gobernantes,
denunciando su ambición extrema o su pretensión monárquica o
autoritaria.
Tales objeciones no resisten a un examen teórico mínimo. En primer
lugar, si la soberanía popular constituye el “arca santa de la
democracia”, sería difícil explicar por qué, en tanto que la voluntad de
las mayorías populares se incline hacia la reelección de un mandatario,
deberíamos impedirla apelando a una Constitución que no ha sido más que
la expresión de esa soberanía popular en un momento dado, pero que
también es perfectible o modificable –y de hecho nos sobran los ejemplos
aquí y en el resto del mundo–, en la medida en que esa voluntad popular
se haya modificado.
Insistamos: si el poder soberano es el que no tiene a ningún otro por
encima suyo, no hay razón para evitar modificar la Constitución, total o
parcialmente, en la medida en que la voluntad general se manifieste
acorde.
En este punto, debemos retomar la cuestión de las garantías y las
libertades en sentido negativo. Que exista una alternativa de reelección
indefinida no implica que el pueblo esté obligado a votar a un
determinado candidato, sino, por el contrario, que tiene el derecho de
expresarse por quien mejor cree que lo representa. Razón por la cual, la
reelección indefinida no entrañaría una agresión a la calidad ni a las
normas democráticas, sino su realización más plena, en la medida en que
posibilitaría que el pueblo se expresara en todo momento, por el
candidato de su preferencia.
Como es sabido, el liberalismo se ha empeñado en construir regímenes
políticos débiles, para ponerlos de rodillas frente al poder económico o
corporativo. En tal sentido, mientras gobernantes y representantes
están siempre expuestos a detentar mandatos a término, sujetos a la
manifestación de la voluntad popular y a las restricciones legales en
términos reelectorales, el poder empresarial o corporativo no respeta
esas mismas normas. Bajo estas normas, el poder político será siempre
evanescente y provisorio, mientras el poder económico puede fijar metas y
mecanismos de acción absolutamente ajenos a cualquier pauta de
convivencia democrática.
De este modo, en tanto para la democracia burguesa y colonial el
escenario más pleno es el de un poder político débil, que opere como
instrumento del poder económico más concentrado, para la democracia
real, nacional y popular, ese poder político debe elevarse por encima
del poder económico, garantizando el arbitraje entre los diversos
intereses y necesidades que componen un colectivo social. En síntesis, y
tal como lo postulara Juan Domingo Perón, una “comunidad organizada”
(1949).
En América latina, los cambios sociales progresistas, que
posibilitaron la integración, la igualdad y la difusión de los derechos,
siempre estuvieron asociados a sólidos liderazgos personales, que
consiguieron sintetizar y expresar fielmente la voluntad y la soberanía
popular. Resultaría absurdo pretender que esos liderazgos deban
desarticularse simplemente por atender a pautas de restricción
reelectiva, dispuestos por una Constitución que expresa una opinión que
corresponde a tiempos necesariamente pretéritos. De este modo queda
claro que si queremos construir una democracia real, pluralista y
soberana, se impone hacer caer la cláusula restrictiva, que sólo
constituye un impedimento para que la soberanía popular expresada a
través del sufragio consiga vehiculizarse en todo momento.
Lo cual no es una posición monarquizante o autoritaria, sino que
puede leerse como un sincero gesto por llevar a sus ultimas instancias
el ideal de vigencia plena de las libertades liberales en sentido
negativo, extendiéndolas al plano de la política.
Fuente: Miradas al Sur
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