Por José Natanson *
Como otros líderes
surgidos del mundo de los negocios (Mauricio Macri y Francisco de Narváez pero
también el chileno Sebastián Piñera, el mexicano Vicente Fox o el ecuatoriano
Alvaro Noboa) y de las disciplinas deportivas individuales (Carlos Reutemann),
Daniel Scioli es la encarnación misma del éxito. En su caso, reforzada por la
notable recuperación tras el accidente que le costó su brazo derecho,
recuperación que subraya esta línea de superación en base al esfuerzo y que,
llevada de un modo discreto y enérgico, opera como el trauma fundante de su
carrera política.
Recordemos una escena.
El 10 de junio del 2003, poco después de asumir el gobierno, Kirchner partió a
Brasil y dejó a Scioli a cargo de la presidencia: el flamante vice, que
evidentemente no conocía a su compañero de fórmula, se instaló en el despacho
presidencial y asumió un alto protagonismo, que llegó a su punto máximo cuando
dijo que había “cierto temor de seguidismo con Lula”, juzgó “poco serio” que el
Congreso derogara las leyes de obediencia debida y punto final y hasta reclamó
un aumento de tarifas. Ante el riesgo de que Scioli gestara una coalición
neomenemista en su patio trasero, Kirchner lo fulminó a su modo: desplazó a los
funcionarios cercanos al vice y se negó a recibirlo.
–Lo hicieron pomada –le
dijo a Scioli un periodista de Clarín mientras éste esperaba en vano que lo
recibiera Kirchner.
–Peor estaba cuando
buscaba el brazo en el río –fue su respuesta.
Por su origen,
sintomático del ménage à trois menemista entre política, espectáculo y deporte,
Scioli es, como Macri, un típico producto de los ’90, aunque su gran ascenso,
como el de Macri, se haya producido durante el kirchnerismo. Pero la política
es así, una década se sobreimprime sobre la otra y los ’90 están tan presentes
–incluso en el heterogéneo universo oficialista– como los ’70 y los ’80. Lo
notable es que Scioli no reniega de su pasado ni ha abandonado sus marcas de
época, que lleva sin sobreactuarlas pero con serena seguridad, y que se hacen
visibles, por ejemplo, en los modos que elige para su exposición pública, como
el festejo de su 55º cumpleaños con un megarrecital en Mar del Plata junto a
los Pimpinela, Cacho Castaña y ¡Palito Ortega! (toda una declaración de
principios, no sólo artísticos). Quizás en este tipo de decisiones haya que
buscar el fondo de la autenticidad sciolista, subestimada por el progresismo
ilustrado pero muy valorada por el electorado bonaerense.
Pero si el origen de
Scioli lo ubica indefectiblemente en el menemismo, su estilo político lo acerca
más a su segundo padrino, Eduardo Duhalde, de quien fue secretario de Turismo y
Deporte. Scioli es duhaldista pero no en el sentido del duhaldismo como una
corriente interna del PJ sino más bien del duhaldismo entendido como una
cultura política que mezcla en diferentes proporciones, según el momento y la
conveniencia, conservadurismo con sensibilidad social, ciertas aperturas al
progresismo (mencionemos por ejemplo que León Arslanian fue ministro de
Seguridad de Duhalde) con el reaccionarismo más recalcitrante, todo ello
sostenido por una imbricada red de acuerdos internos y externos, sobre todo con
el radicalismo bonaerense, y en un conocimiento cabal y muy cotidiano del
territorio. La componenda es la clave de este estilo conciliador, clientelar y
acomodaticio: en este sentido, lo que en el kirchnerismo es crítica frontal,
identificación explícita del adversario y choque directo, en Scioli es
adaptación, ajuste, sentido de la oportunidad. Pero no debilidad: hay en él una
voluntad de supervivencia por mimetización que a esta altura sería absurdo
negar.
Y, por último, el
costado kirchnerista de Scioli, que también lo tiene: al fin y al cabo, ya
lleva más años como kirchnerista que como menemista, dato que merece tenerse en
cuenta. Además de su compañero de fórmula en el 2003, Scioli fue la carta
ganadora que jugó Kirchner en la provincia de Buenos Aires en el 2007, cuando
armó toda su estrategia política en función de la elección de Cristina, y un
aliado invaluable en los meses más difíciles del período más difícil de todo el
ciclo K, el del conflicto del campo, durante el cual Scioli acompañó sin
fisuras, para asombro de muchos, al gobierno nacional (junto al otro aliado
clave de aquel momento, Hugo Moyano). E incluso después, tras la derrota en la
disputa por la 125, Scioli aceptó sumarse a las candidaturas testimoniales con
una presencia que fue crucial para garantizar la inclusión de los intendentes
en el fallido experimento. En aquel momento, y como forma de poner en palabras
una sociedad que en muchos aspectos sonaba impronunciable, la dupla
Kirchner-Scioli encontró como punto de convergencia justamente el mismo eje que
el gobierno nacional hoy pone en cuestión: el valor de los resultados, es decir
los efectos concretos y palpables de las respectivas gestiones, reflejados en
tantas escuelas construidas, tantos kilos de cocaína decomisados, tantos puntos
de desempleo reducidos, y sintetizados en un slogan electoral cuidadosamente
elegido: “Nosotros –decían los spots– hacemos”.
Mi tesis es la
siguiente: Scioli funciona como una síntesis de los tres liderazgos más
importantes del peronismo pos-cafierista (Menem, Duhalde, Kirchner), cada uno
de los cuales parió no sólo una corriente interna hegemónica sino también una
forma de entender el peronismo y, en el extremo, una cultura política. Y sin
embargo, no se trata de una síntesis tensa: a Scioli, da toda la impresión, no
le pesa su menemismo ni su duhaldismo, como sí parecen pesarles a otros
integrantes del elenco oficial que también deambularon por allí. Quizás esto
explique parte del éxito de Scioli: su capacidad para acumular generaciones y
dar forma a una genealogía política tan personal como liviana, sin más traumas
ni arrepentimientos que los derivados de la vida privada (el brazo, la hija
extramatrimonial, el amor con Karina).
Aliviado de la exigencia
de construir una macroteoría explicativa que articule sus diferentes políticas
en un todo digerible, Scioli ha convocado, en sus dos gestiones bonaerenses, a
un elenco heterogéneo que, como el de todo líder, funciona como una
teatralización de sus ambiciones y sus límites: duhaldistas como Eduardo
Camaño, duhaldistas-kirchneristas como José Pampuro, barones del conurbano
estilo Cacho Alvarez, mediáticos como Claudio Zin, académicos progresistas como
Daniel Arroyo; todos ellos forman o formaron parte del gabinete sciolista, en
una mezcla que no excluyó alianzas con los movimientos sociales (en particular
con el Evita) y los organismos de derechos humanos (Guido Carlotto es el
secretario de Derechos Humanos bonaerense). Navegando en este mar de felices
contradicciones, la vistosa gestión de Scioli surfeó la ola de los últimos
nueve años sin demasiadas dificultades: atento siempre a no perturbar a los
poderes fácticos (de la Iglesia a los medios, de los sindicatos a los
movimientos sociales), Scioli no emprendió grandes reformas ni encaró
transformaciones profundas: en este sentido, y contra lo que afirma hoy el
kirchnerismo sunnita, a Scioli cabe criticarlo más por lo que no hizo que por
lo que hizo.
Salvo en una tema: la
inseguridad. Con la designación al frente del ministerio de dos integrantes del
complejo judicial-policial, Carlos Stornelli y Raúl Casal, Scioli llevó
adelante, con un ímpetu ausente en otras áreas, un giro en la saludable
política llevada adelante por Carlos Arslanián, que había incluido purgas
masivas, la renovación total de la cúpula policial, un proceso de
municipalización, la fusión de los escalafones, el ingreso de civiles en altos
puestos, la modificación de los planes de estudio y hasta la creación de una
segunda policía que con el tiempo debía absorber a la vieja. La contrarreforma
recentralizadora de Scioli, orientada a la idea de devolverle poder a la
policía, revirtió casi todas estas decisiones e implicó un nuevo giro en la
política de seguridad bonaerense, una de las más erráticas y peligrosas de
todas las emprendidas desde la recuperación de la democracia.
Pero las cosas
cambiaron. El impacto de la crisis financiera internacional, la desaceleración
de la economía local y la disputa por la sucesión alteraron la tranquilidad de
un Scioli acostumbrado a gestionar en un contexto no sólo de expansión
económica y pax peronista sino también de creciente protección social, porque
no es lo mismo gobernar el Conurbano con Asignación Universal que sin ella. El
déficit fiscal de la provincia de Buenos Aires, corazón del conflicto político
actual, es estructural y de larga data, y ha sido la pesadilla también de
Duhalde, Ruckauf y Solá. Por supuesto que Scioli no ha hecho demasiado por
solucionarlo, pero reclamarle ahora una reforma tributaria progresiva es tan
improbable como pedírsela a De la Sota o Urtubey. El psicoanálisis, ese hobby
de clases medias, enseña que en momentos de dificultad, angustia o crisis, el
hombre suele replegarse a la protección de lo conocido, al calor de lo
familiar, a la tibieza de la infancia como patria infalible, y que es ahí
cuando asoma su verdadera naturaleza: ¿a dónde reenvía políticamente esa
combinación de VIP de New York City con segundo cordón del Conurbano? Lo iremos
descubriendo en estos días.
* Director de Le Monde
Diplomatique, Edición Cono Sur www.eldiplo.org
No hay comentarios:
Publicar un comentario