La Revolución derivó en un mejoramiento de las
condiciones de vida populares y la desigualdad social fue
significativamente menor de la que sobrevendría más tarde con el
desarrollo pleno del modelo agroexportador de fin de siglo.
La revolución popular
Por Gabriel Di Meglio *
La Revolución que empezó en 1810 modificó distintos aspectos de la
realidad rioplatense e introdujo novedades. Una de ellas fue la
politización masiva de buena parte de las clases populares, es decir de
quienes ocupaban lo más bajo de la pirámide social: el grueso de los
trabajadores (campesinos, peones, artesanos, arrieros, lavanderas,
vendedores ambulantes y un largo etcétera), los que no eran considerados
blancos, los pobres (incluyendo a muchos blancos) y quienes no tenían
respetabilidad social. Estas variables, claro, se combinaban.
Con la ruptura de un orden que había funcionado por siglos, la
movilización militar para la guerra –los plebeyos constituían la mayoría
de las tropas– y las disputas internas a la dirigencia revolucionaria
–en la que los grupos que se enfrentaban empezaron a buscar apoyos
socialmente hacia abajo– abrieron el camino para la intervención popular
en los asuntos públicos, que en algunos espacios se volvió constante.
La presión popular convirtió el enfrentamiento entre revolucionarios
y contrarrevolucionarios en una lucha entre americanos y españoles. La
identificación de los españoles como enemigo permitió expresar tensiones
sociales y raciales que se volcaron en el odio a ese grupo concreto.
Así, la fidelidad al bando americano dio paso a un simbólico ascenso
social, dado que igualaba a quienes la profesaban con los que antes
estaban sobre ellos, y esto incluyó también a muchos africanos.
El peso de la participación popular fue muy variado. En la ciudad de
Buenos Aires fue destacada porque, al ser la capital, la intervención
plebeya en un movimiento contra un gobierno afectaba al conjunto de los
territorios revolucionarios. En lugares donde había importantes
tensiones sociales previas, como en la Banda Oriental y Entre Ríos o en
Salta y Jujuy, la revolución generó una gran movilización que desafió al
orden social. Los pobladores rurales lucharon por la libertad y por
mejorar sus condiciones de vida, asegurar el respeto de derechos
consuetudinarios de acceso a los recursos y conseguir una sociedad más
justa. Aplicaron una práctica redistributiva apropiándose de bienes de
grandes propietarios –sobre todo ganado– en nombre de la causa y
pugnaron por ser favorecidos en el reparto de las explotaciones de los
partidarios de los realistas. Hubo también una carga racial,
ejemplificada en el grito de “mueran los cariblancos” que lanzaban
varios seguidores de Güemes, y una tendencia igualitarista, muy marcada
entre los partidarios de Artigas con su lema “nadie es más que nadie”.
Muchos guaraníes de las que habían sido las misiones jesuitas
lucharon para reunificar la antigua provincia jesuítica, pero esta vez
sin los sacerdotes y sin españoles, portugueses, paraguayos o porteños:
dirigirían ellos mismos sus asuntos. Conducido por Andresito Guacurarí,
el fallido proyecto mostró también una abierta hostilidad hacia los
blancos.
Para los esclavos fueron años de esperanza y presionaron para
conseguir la libertad. Los líderes revolucionarios eran conscientes de
la incoherencia entre ese derecho y el de propiedad, al que
privilegiaron. Por eso en 1812 prohibieron el tráfico de esclavos y en
1813 sancionaron la libertad de todos los hijos de esclavos que nacieran
desde entonces, condenando a la esclavitud a morir de a poco, sin
afectar los intereses de los amos. Sin embargo, la guerra redobló la
necesidad de soldados y muchos esclavos fueron alistados con la promesa
de libertad al final del conflicto. La participación de esos libertos en
los ejércitos fue fundamental.
Muchas expectativas populares en la Revolución no se cumplieron. Sin
embargo, la impronta popular dejó huellas. El sistema de castas por el
cual los no considerados blancos eran jurídicamente inferiores –por
ejemplo, los blancos y los negros, pardos, mestizos e indígenas recibían
distintos castigos por un delito similar– llegó a su fin. La
desigualdad social y racial siguió existiendo, pero ya no era legal.
La movilización popular fue desmantelada en algunas provincias pero
no en otras. A raíz de ella –en particular en Buenos Aires y el Litoral–
se hicieron fuertes las negociaciones de las condiciones de trabajo,
las resistencias cuando el Estado buscó asegurar los derechos de
propiedad favoreciendo a los poderosos y las tendencias igualitaristas.
De hecho, en términos relativos, las décadas que siguieron a 1830 vieron
un mejoramiento de las condiciones de vida populares y la desigualdad
social fue significativamente menor de la que sobrevendría más tarde con
el desarrollo pleno del modelo agroexportador de fin de siglo. El
federalismo se nutrió de muchas de las aspiraciones populares y se
volvería la fidelidad política mayoritaria entre el “bajo pueblo”.
La enorme mayoría de los líderes políticos exitosos del período
anterior a 1870 basaron sus carreras en su ascendencia popular. La
política se hizo impensable sin alguna presencia, subordinada pero
persistente, de los de abajo.
* Historiador (UBA-Conicet).
El mito moderno
Por Javier Trímboli *
Revolución: “El mito moderno por excelencia, el de la redención de
la humanidad por su propio esfuerzo, el de la conquista de un paraíso
situado ahora en el curso de su propia historia humana, como meta final y
alcanzable de un proceso que sólo a través de su conquista alcanza
justificación”. Quien ensaya esta definición es Tulio Halperin Donghi.
Los pocos que la leyeron en 1961 quizá sospecharon algo despectivo en
estas palabras, pues el nuevo ciclo revolucionario, recién iniciado en
América latina, se entendía a sí mismo mucho más cerca de las leyes de
la historia que del mito. Sin embargo, se trataba de recordarles a
quienes preferían –-y aún hoy prefieren– imaginar que mayo de 1810
estuvo libre de esos tonos, que efectivamente había sido una revolución.
Incluso Saavedra, advertía el historiador, actuó tomado por esa
creencia.
Ahora bien, en el mundo prosaico lejos estuvo de ser unánime el
entusiasmo que la Revolución produjo. Tomemos el caso de dos jóvenes que
poco después se montarían sobre la movilización por ella generada,
protagonistas destacados del capítulo que le sigue de cerca, si no se
confunde con ella, el de las guerras civiles. Ni Facundo Quiroga ni
Rosas fueron ganados plenamente por el mito revolucionario. Aunque no
sea cierta la versión que lo señala como desertor del ejército, el
acontecimiento que lo vincula con Quiroga con la Revolución –su papel
relevante en la represión al motín realista que estalla en la prisión de
San Luis, donde él mismo estaba recluido– además de tardío, sobresale
por otros ribetes. Rosas, por su parte, se preocupó por aclarar que la
Revolución no le había sido antipática, pero no llegó a alterar su
rutina de estancia, engordando el peculio familiar. Belgrano y José
María Paz detectan la indiferencia de muchos criollos e indígenas con
los que toparon hacia 1812 en el norte del antiguo virreinato. Pero no
se sorprenden del todo, ellos tampoco habían sido sus militantes
resueltos antes de que estallara la crisis que derivó en el Cabildo
abierto. Por no hablar de Moreno, que nada que oliera a revolución
dejaba adivinar en su Representación de los hacendados, escrita en 1809.
A Paz sí le llama la atención que los gauchos que en Tucumán salvaron
al Ejército del Norte de una derrota desastrosa, además de profesarles
un “odio rencoroso” a los realistas, estaban demasiado interesados en
despojar a sus cadáveres de cualquier objeto de valor. Cadáveres de
realistas que también eran americanos. Belgrano se entrega a la
revolución, pero también la nombra guerra civil. La inquietud, incluso
cierta zozobra por el sentido de lo que está protagonizando, lo asalta
de manera no muy distinta a como le sucede a Rodolfo Walsh en 1964,
cuando escribe el epílogo a la segunda edición de Operación Masacre.
En 1819, en proclama al Ejército de los Andes, San Martín hacía una
afirmación que durante más de un siglo quedaría olvidada: “Seamos
libres, de lo demás no importa nada”. Lo “demás” era la organización
política de estas tierras que, se veía, volvería a fracasar, y quizá
también las pretensiones demasiado exigentes que encerraba ese mito. Es
que la Revolución, como se decía, estaba devorando a sus hijos, cosa que
el Santo de la Espada entendió mejor que muchos otros. O, para evitar a
Cronos, los obstáculos que la Revolución enfrentaba –los viejos
intereses, las pretensiones de las clases acomodadas de Buenos Aires,
pero también la enorme dificultad para fundar una vida pública– les
arruinaron la vida a muchos. A Moreno y también a Saavedra, sólo por
empezar.
¿Qué queda hoy de la Revolución? En primera instancia, estas vidas
accidentadas que nos recuerdan que nada entre los hombres, incluso entre
los que hacen revoluciones, es llano ni monocorde, nada está hecho a la
medida de los que gustan identificarse con los buenos, que siempre han
sido buenos en la historia. A su vez, y para el disgusto de algunos
otros, vale recalcar que seguimos filiados tanto al primero como al
segundo ciclo revolucionario. Así y todo, de tomar el cielo por asalto
para volverlo cierto en la tierra, poco sobrevive. Involucrados en lo
prosaico del mundo, difícil no reconocer el enorme valor de la política
de reparación que se viene llevando adelante desde 2003, pero es
evidente que el socialismo ha quedado muy lejos. Lejos también el
idealismo y la tentación de lo sublime, podemos ser justos como pocas
veces con el pasado y sus rugosidades, que son nuestras. Quizá sea
inevitable vestir alguno de los trajes que nos ofrece la historia, para
inflar de sentido el papel que nos toca actuar en el presente. De todos
modos, llevar los de la Revolución y, más aún, los de la guerra, no
parece por lo menos responsable. Si responsable suena mal, digamos que
tampoco parece inteligente. Porque es equívoco pero, sobre todo, porque
es aceptar la invitación que nos hacen quienes no esperan sino el
momento del castigo.
* Asesor historiográfico de Canal 7.
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