Por Eduardo Luis Curia.
El concepto de “soberanía monetaria” es muy relevante, en tanto
apunta a la capacidad del país para el manejo autónomo –“activo”– de la
política monetaria vía la moneda propia, persiguiendo los objetivos
básicos de crecimiento y de estabilidad.
Como lo abordamos en varias notas en BAE y en nuestros textos –por
ejemplo, en El Modelo de Desarrollo en Argentina (2011), páginas 225 y
ss–, la Argentina, a nuestro criterio, si bien detenta una soberanía
plena en lo formal, en lo fáctico posee una soberanía monetaria
relativa.
En su núcleo duro, este carácter relativo se asocia con la conexión
visceral que registra nuestra economía, de cara a su funcionamiento, con
una disponibilidad pertinente de divisas o dólares. Por ende, el país
se expone a una “sombra” de dolarización, que se tangibiliza en dosis
diversas según las circunstancias. En definitiva, la meta política
crucial es propender a grados ascendentes de soberanía monetaria,
reconciliando los aspectos formales con los fácticos. Pero esto exige
una visión realista del asunto para poder encarar respuestas efectivas.
Avanzando hacia las expresiones más específicas de aquella conexión,
tenemos: a) la trascendencia de generar, en términos de flujo
estructural, un respaldo apropiado de divisas con vistas al buen
funcionamiento de la economía, con fuerte crecimiento y atendiendo a las
diversas exigencias de divisas que se planteen, b) la marcada
exposición a los procesos de salida más o menos tumultuosa de capitales
del circuito de nuestra economía, apelando a las divisas como canal de
las transferencias involucradas, y c) la alta posibilidad de que se
verifique una instancia de sustitución monetaria interna, en cuya virtud
el dólar gana espacio reemplazando a la moneda local en lo relativo a
las funciones monetarias (ahorro, medio de pago).
Distintos desaguisados que se fueron jalonando a lo largo de nuestra
historia económica, incluso de modo acumulativo, han alentado el proceso
de dolarización. La hiperinflación que atravesamos hace más de 20 años,
por ejemplo, fungió como una instancia culminante.
El desquicio de las variables económicas llevó a una virulenta salida
de capitales, con el dólar como vehículo. El mayor ahorro interno
jugaba como su antesala. A la postre, nos topamos con un hiperdólar, el
que fue más un registro del caos y la recesión que de un crecimiento. De
todos modos, la valorización de la divisa era tal que, aun con los
precios internos decididamente al alza, convenía “apartar” unos dólares
aplicándolos al consumo doméstico. En consecuencia, las divisas actuaban
tanto como el factor canalizador del ahorro hacia la fuga de capitales
por fuera del circuito de nuestra economía, como un recurso residual
dirigido al consumo, gozando de hecho del curso legal interno.
La moneda local “vicaria”. La calamidad de la hiperinflación,
con su interacción mórbida entre el desajuste fiscal y el monetario, el
aumento de la velocidad del dinero, las crudas presiones inflacionarias y
la fuga de capitales, “vació monetariamente” al país. O sea: se hundió
la función de la moneda local en sus diversas facetas. La sustitución
monetaria se manifestó rudamente.
La convertibilidad sentó el criterio, comprensible en el momento, de
articular una moneda local “vicaria”, anclada –por medio de una
referencia rigurosa– en una tercera moneda tenida como dura (el dólar,
bajo una paridad fija solemne). A lo que se sumó un uso interno
extendido del dólar en términos de transacciones vinculadas con bienes
de consumo durable e inmuebles y a la operatoria financiera. Empalmando
con el segmento expresado en moneda local –pesos–, se perfiló un sistema
bimonetario, con intensa presencia de la moneda dura.
Sin embargo, ese uso doméstico extendido del dólar nunca logró –salvo para ilusionismos baratos (como lo fue el multiplicador crediticio interno en dólares)– eludir una inapelable realidad: Argentina, por sí, “no fabrica” dólares. En rigor, el aprovisionamiento de los dólares tangibles se producía a través del intenso apalancamiento en el ahorro externo (endeudamiento), con el obligado y letal correlato del hipodólar. Mientras ese apalancamiento funcionó, también se desplegaba el uso interno del dólar en el frente monetario-financiero. A la vez, cuando el apalancamiento cedió, de la mano del colapso de la convertibilidad, el esquema bimonetario tendió a derrumbarse, y el país afrontó un severo proceso de desmonetización global. Moraleja: entre lo atinente a la generación de los dólares tangibles y lo relativo a los usos dinerarios internos de la divisa, existe una vinculación estrecha.
Sin embargo, ese uso doméstico extendido del dólar nunca logró –salvo para ilusionismos baratos (como lo fue el multiplicador crediticio interno en dólares)– eludir una inapelable realidad: Argentina, por sí, “no fabrica” dólares. En rigor, el aprovisionamiento de los dólares tangibles se producía a través del intenso apalancamiento en el ahorro externo (endeudamiento), con el obligado y letal correlato del hipodólar. Mientras ese apalancamiento funcionó, también se desplegaba el uso interno del dólar en el frente monetario-financiero. A la vez, cuando el apalancamiento cedió, de la mano del colapso de la convertibilidad, el esquema bimonetario tendió a derrumbarse, y el país afrontó un severo proceso de desmonetización global. Moraleja: entre lo atinente a la generación de los dólares tangibles y lo relativo a los usos dinerarios internos de la divisa, existe una vinculación estrecha.
La soberanía monetaria en perspectiva. Quienes, durante los
90, abordamos en el plano de las ideas la salida ordenada de la
convertibilidad, apuntamos a superar esa concepción estrictamente
vicaria de la moneda nacional inherente a la convertibilidad. Como
decíamos en La Trampa de la Convertibilidad (1999), se trataba de
otorgar autonomía –avanzando en su calidad “activa”– a la política
monetaria.
En circunstancias de dolarización –siendo, como expresa Conesa, que
la recurrencia interna al dólar (por ejemplo, en cuanto al ahorro)
promueve la velocidad de circulación del dinero local–, la política
monetaria se ve hipotecada. En verdad, existe cierta propensión a
combinar un régimen bimonetario con un cambio fijo, pero ello no es
forzoso. Véase el caso del Perú: registra una dolarización parcial
–alta, aunque declinante–, coincidente con una flotación cambiaria en
cuanto a la definición de régimen. En principio, se alega que una
flotación cambiaria es garantía de la autonomía monetaria, pero
existiendo dolarización, ésta impone retos que obligan a tomar precisos
recaudos ad hoc en lo relativo al manejo de las tasas de interés y del
tipo de cambio.
En la Argentina, al caer la convertibilidad, surgían dos objetivos
primordiales: a) establecer una fórmula alternativa de generación de
divisas –las divisas siempre son claves– para bancar un crecimiento
acelerado sostenido, y b) avanzar en la mayor autonomía monetaria
posible.
En cuanto al factor generador, con el llamado “tipo de cambio
competitivo” (de la primera parte larga de la década pasada) –el
poderoso interruptor de luz, como señala Bresser Pereira, que, de manera
básica, permite conectarse con el flujo comercial internacional,
instigando exportaciones y disuadiendo importaciones–, aquél se
cumplimentó acabadamente. Se dio un crecimiento acelerado sostenido que
comulgó con la abundancia relativa de divisas y robustos superávits
externos.
Concomitantemente, la política monetaria ganó espacios de autonomía,
empalmando con un régimen de flotación administrada, el que, de todos
modos, amerita un análisis detallado. Hubo, junto con otros hitos, una
importante desdolarización del sistema y del funcionamiento bancario. No
obstante, el ahorro y varias operatorias ligadas al consumo durable y a
inmuebles, persistieron en el uso del dólar. Tampoco prosperó un
segmento relevante de crédito bancario en pesos de largo plazo, algo
que, entre otras cosas, remite a la importante cuestión, aún no
dilucidada, de la “moneda local de valor constante en el largo plazo”,
que enfocamos con Aldo Ferrer en un trabajo de 2006.
Si se pretendiera profundizar la desdolarización o pesificación,
¿resultarían al efecto las “prohibiciones” de operación? Creemos que
ellas constituyen una parte de la ecuación, pero no toda. En gran
medida, se halla involucrada como requisito un proceso de sedimentación
en el tiempo de una macro robusta –por de pronto, en materia de las
variables fiscal y monetaria, y de la conducta inflacionaria– que
aliente la des-sustitución monetaria” (pesificación). Las prohibiciones,
desgajadas de un tal proceso, corren el riesgo de irrogar
entorpecimientos ponderables, “de más”, en términos de actividad
económica.
De cualquier manera, repárese que cualquier intento de ampliar en sus
facetas la soberanía monetaria –ésta, en lo fáctico, se halla en
construcción– debe, si se quiere definir un funcionamiento cabal de
nuestra economía, partir del aseguramiento de un adecuado aflujo de
divisas de alcance estructural, rebasando lo coyuntural. En lo básico,
la economía argentina, para funcionar bien, requiere vitalmente de
dólares, pero, ¡no los emite! La propia posibilidad de más
desdolarización doméstica –la que no deja de ser trabajosa– está muy
atada a la efectivización de ese aflujo estructural de dólares.
Fuente: BAE
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