Por Mario Rapoport
En un
país tan complejo y de tan nutrida tradición filosófica como Francia,
era inevitable que surgiera Edgar Morin, el filósofo de la complejidad.
El hecho de que un futuro candidato presidencial, ahora victorioso, como
François Hollande, tuviera con él un larga entrevista en Le Monde pocos
días antes del ballottage, puede sorprendernos. ¿Fue una entrevista más
de campaña, o sirvió para darle a Hollande los puntos necesarios que le
permitieron ganar en los comicios? ¿Influye de ese modo la filosofía en
los electores franceses? En todo caso es algo a lo que no estamos
acostumbrados.
Cierto es que había que tomarse con filosofía el gobierno de Sarkozy
a la espera de que terminara pronto, aprovechando de paso para ver la
espléndida y decorativa figura de Carla Bruni en algún film antes de que
ya no fuera tan requerida. Porque la gestión del que se va fue
lamentable, y su posible continuación habría resultado peor aún, con
mayores planes de austeridad para ponerle yugo al déficit fiscal y a la
deuda externa con el fin de salvar a los bancos y a los sectores
económicos dominantes a costa de la gente común, que debe acostumbrarse a
ser austera. Es el polo negativo del neoliberalismo, aunque no se
demostró hasta ahora que tuviera polos positivos.
Desde un punto de vista filosófico, los neoliberales esgrimen una
teoría simple, como aquellas que Morin aborrece: lo simple es lo que
puede concebirse como una unidad elemental que permite comprender al
objeto de forma clara y neta, una entidad aislable de su entorno. Por
ejemplo, los mercados que se autorregulan por sí mismos o la oferta que
crea su propia demanda, ideas que pertenecen a un elemental e ingenuo
mundo lógico-matemático que choca con la realidad. En Francia, al igual
que en todo el mundo capitalista industrializado, perspicaces hombres de
negocios o empresas multinacionales vieron que se conseguía rebajar los
costos desmontando sus fábricas, llevándolas a Sri-Lanka, Singapur o
Malasia, y pagando salarios que les significaban un quinto o menos de
los que abonaban en el Hexágono. Luego podrían vender sus productos a
precios inferiores. Pero ¿a quiénes? No por ejemplo al tendal de
desocupados que habían dejado en su país de origen y ya no tenían
capacidad de compra ni siquiera para pagar los menores precios. Además,
la importación de esos bienes terminaba produciendo un déficit comercial
que antes no existía. Lo que parecía simple se transformaba en una
pesadilla: desempleo, disminución de la demanda, déficit externo. La
oferta no creaba su propia demanda, más bien la estrangulaba.
Para Morin, el Occidente quiso durante mucho tiempo dividir las
ciencias y las disciplinas así como los problemas económicos y sociales.
Sólo un pensamiento político puede unir lo que está separado, superar
lo que considera una crisis de civilización. François Hollande no
comparte todas las ideas del filósofo, pero antes que a un astro de la
televisión o a una estrella del deporte, le concede una entrevista para
discutir la grave crisis que atraviesa su país y que, ya lo sabe desde
su triunfo en la primera vuelta, le tocará la suerte o la desgracia de
intentar resolver.
En primer lugar, ambos interlocutores definen su concepción del rol
de la izquierda en el marco de la política nacional. Para Morin se trata
de volver a las tres fuentes del siglo XIX: comunista, socialista y
libertaria, que se han separado y combatido en la historia. La primera
se degradó con el stalinismo y el maoísmo; la segunda terminó por
secarse como las hojas de un árbol en otoño; la última acabó aislada.
Para Hollande, aunque reconoce esas fallas, la familia socialista sigue
viva y su objetivo es hacer que la democracia sea más fuerte que los
mercados, que la política retome el control de las finanzas y controle
el proceso de globalización. La izquierda debe abrir la vía, imaginar
nuevos rumbos. Morin es más escéptico. Y pone el ejemplo de las dos
principales experiencias socialistas. Por un lado, el gobierno de
Mitterrand, que si bien realizó reformas importantes, llevó a la
sociedad francesa hacia el neoliberalismo, lo que favoreció el
desarrollo del capital financiero. Por otro, el Frente Popular de Léon
Blum no tuvo el coraje de intervenir en la guerra de España para
preservar los principios republicanos.
Hollande defiende a Mitterrand porque modernizó el país y, critica,
sobre todo al proceso de construcción europea concebido más bien como un
gran mercado que como un verdadero proyecto regional. Y es esta Europa
la que ha terminado por representar el liberalismo a los ojos de los
ciudadanos.
Sobre la noción de progreso, mientras Hollande la defiende, Morin la
ataca. Para éste fue concebido como una ley automática de la historia y
esa concepción ha muerto. Hay que entenderlo de una nueva manera, no
como una mecánica inevitable sino como el resultado de un esfuerzo de la
voluntad y de la conciencia. En cambio, fue asimilado solamente a una
visión cuantitativa de las realidades humanas mientras engendraba
problemas y catástrofes de todo tipo o excesos de consumo. Hollande
cree, sin embargo, que el progreso no es sólo una ideología sino una
idea todavía fecunda siempre y cuando sea una consecuencia de la acción
política. Está de acuerdo con Morin en que no se puede creer en la
automaticidad del crecimiento a través de las fuerzas del mercado y le
asigna un rol significativo al Estado para mejorar el poder de compra y
la calidad de vida de los ciudadanos.
En cuanto a la mundialización, para ambos es necesario intervenir
contra la economía de casino y la especulación financiera, preservar la
dignidad del trabajador y sujetar la competencia a normas ambientales y
sociales. Según Morin, se debería acentuar la globalización en algunos
casos y desglobalizar en otros. Lo primero aporta cooperación e
intercambios de culturas y destinos comunes, lo segundo salvaguarda
tradiciones positivas, territorios y autonomías. Entre otras cuestiones
tratadas, deben destacarse las definiciones de François Hollande sobre
el trabajo, que, a su juicio, no es un valor de mercado sino ciudadano, y
también sobre los excesos: de remuneraciones, de beneficios, de
miseria, de desigualdades. El rol de la política debe ser el de luchar
contra ellos y reducir las incertidumbres que generan.
Finalmente, con respecto a la crisis, Morin sostiene que no se trata
simplemente de una crisis económica sino de civilización y que es
necesario realizar una serie de reformas múltiples para salir de ella.
Hollande está de acuerdo, y acepta las dificultades que esto implica.
Sigue el pensamiento de Morin en el sentido de que hay que concebir el
conjunto de los antagonismos y el hecho de que, muchas veces, lejos de
oponerse, son complementarios.
La entrevista termina así, pero los interrogantes sobre el futuro de
Francia y de Europa continúan, sobre todo teniendo en cuenta lo que han
hecho hasta ahora frente a la crisis los partidos socialistas:
transformados en simples administradores de medidas impuestas por los
organismos financieros europeos e internacionales. El problema es
estructural. Pero ninguno quiere entrometerse con esa entidad sin cara
denominada mercado. Paul Baran señalaba en los años sesenta que las
crisis eran inevitables por las desigualdades crecientes que el
capitalismo genera con su propia dinámica. Y que la depresión crónica
sería una condición permanente y el desempleo su inevitable acompañante.
Este escepticismo es compartido también por Morin, pero François
Hollande quiere disiparlo. Al menos, como marcaba otro periodista
francés, el nuevo presidente posee lo que le faltaba al anterior: una
visión prospectiva de la realidad. La película recién empieza como para
saber si Europa tiene también otras respuestas
Fuente: Página/12
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