Necesito
empezar esta reflexión con una pregunta “deliberadamente” ingenua:
¿hasta qué punto la vida individual de una persona puede ser
indiscernible de su vida política? ¿Es posible?
Las estrategias ultraconservadoras que pretenden crear la falsa
noción de “individuo sin Estado” o de libertad fuera del espacio
político y social consiguieron convencer a muchísimas personas de la
“veracidad” de ese propósito. A muchísimas, pero no a todas,
afortunadamente.
Siempre en esta línea, es bastante corriente escuchar que muchos
argentinos se declaren a sí mismos “apolíticos”, exactamente como si se
tratara de un mérito pleno de contenido moral. La derecha –y Macri es la
derecha automática– detesta los compromisos políticos, partidistas o
ideológicos que sean capaces de edificar el menor ejercicio del criterio
contra sus específicos intereses.
En suma, la política está mal vista.
La crítica está mal vista.
La libertad está mal vista.
Pero lo sorprendente, lo paradójico o absurdo es que todos estos
límites, todas estas restricciones se den en el espacio democrático. O
por lo menos en un espacio que formalmente coincide con el sistema
democrático.
De manera quizás para nada curiosa los muchos y muchas que
“compraron” este esquema basado en la indiferencia son los mismos que
han sido hipnotizados sin retorno por la quimérica perfección (sin
límites) de la tecnología informática digital: para todas esas personas
la libertad individual reside, de modo absoluto, en los dispositivos
comunicacionales y en la transparencia binaria de las redes.
También esto suena una vez más a paradoja, porque esa sujeción, ese
sometimiento sin pausa a la comunicación en las redes, impide ver, por
otro lado, los beneficios que el uso de estas tecnologías acarrea a los
mismos críticos del sistema quienes se convocan a distancia para
emprender una movilización de protestas. El ejemplo clave se encuentra
en los brotes de manifestaciones espontáneas y numerosas (chalecos
amarillos, movimientos feministas y descontentos de todo tipo en
cualquier parte) que se van produciendo sobre la superficie del
planeta.
De manera que lo bueno es malo y lo malo es bueno, salvo que con
bastante frecuencia suele ser más abundante lo malo que lo bueno.
Los intentos de privatizar la existencia en beneficio de un orden
conservador que estabilice y asegure el comportamiento ciudadano en el
marco de la república –de la república estrictamente liberal–, son tal
vez los primeros designios que el liberalismo norteamericano empezó a
poner en práctica hace poco más de doscientos años. El lema de rigor era
mi libertad termina donde empieza la libertad del otro (por supuesto,
ese lema jamás se cumplió cabalmente), su afirmación “negativa” fue más
tarde refutada por la aserción de Bakunin: “Mi libertad se expande hasta
el infinito donde empieza la libertad del otro”. Dos maneras de mirar
el mundo: una restrictiva y la otra expansiva. Hasta ahora, al menos en
lo aparente, viene prevaleciendo la primera.
El orden ultraconservador que se extiende como una oleada sobre
Europa y América –y América latina es un objetivo central– prefiere
individuos que acepten las duras reglas del mercado mientras confunden
soledad con libertad, soberanía con dependencia y vida privada con
exposición pública. Todo esto ocurre mientras las tecnologías se
perfeccionan, se postula la inteligencia artificial, se trata de acallar
el pensamiento, se refina hasta extremos indefinibles la vigilancia
sobre los ciudadanos, se empobrecen las mayorías y se enriquecen de
forma permanente los más ricos.
Lo cierto es que esta “revolución” que se da en el seno del
capitalismo tardío ha ido perfilando un nuevo tipo de ser humano, un
nuevo tipo de persona cuyo objetivo aparente es la construcción de una
individualidad desligada –mayormente– de toda sensibilidad social,
desligada en lo posible de todo contacto interactivo.
Lo llamativo –en términos de peligrosidad creciente– es que la vida
capturada en los dispositivos tecnológicos que hoy nos envuelven procura
instalarnos la idea de que somos infinitamente libres o, al menos,
mucho más libres de lo que fuimos nunca. Cuando, en realidad, la nueva
sujeción parece ya no dejar tiempo para la “mera vida”, ni tampoco para
la interacción social “cuerpo a cuerpo”. Incluso los horarios de trabajo
pueden hoy extenderse hasta invadir el mismo sueño. Hace más de
cuarenta años, Michel Foucault advirtió sobre todo esto, hablaba de “una
individualización que amenaza y empobrece nuestra experiencia de lo
común”.
Para cerrar me apoyaré en una idea de Giorgio Agamben que parece
estar aplicada directamente a nuestro país, sólo que dedicada a Italia y
escrita hace un par de décadas: “Nada es más repulsivo que quienes
hicieron del dinero su única razón de vivir prediquen hoy la austeridad
para advertir a los pobres que será necesario que todos se sacrifiquen”.
Fuene:Pagina/12
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