Hace
ya casi diez años, en agosto de 2009, las Jefas y Jefes de Estado de
Unasur reunidos en la ciudad de San Carlos de Bariloche se propusieron
“fortalecer a Sudamérica como Zona de Paz, comprometiéndonos a
establecer un mecanismo de confianza mutua en materia de defensa y
seguridad”. Eran momentos convulsionados: el presidente colombiano
Álvaro Uribe Vélez confrontada en simultáneo con Venezuela y Ecuador,
pero Unasur servía como un bálsamo en el intento de frenar cualquier
tipo de beligerancia. El propio cambio de gobierno en Colombia, tras la
llegada de Santos, modificó el escenario: Néstor Kirchner, a la cabeza
de Unasur, logró el acuerdo de Santa Marta entre Chávez y Santos. Selló
la paz, que no sólo era una declaración de intenciones, sino un acuerdo
efectivo.
Con la llegada de los gobiernos de la nueva oleada conservadora en la
región, Unasur sufrió un duro revés. Lejos de intentar hegemonizar el
espacio, la decisión de Macri, Temer/Bolsonaro y Duque –nuevo delfín
uribista– fue la de vaciar esta herramienta de integración, que había
sido clave para salvaguardar la democracia frente a los intentos de
desestabilización en Bolivia (2008), Ecuador (2010) y la propia
Venezuela (2014), que luego sufriera la tremenda crisis de 2017 y la que
ahora sucede tras la autoproclamación de Juan Guaidó como presidente
encargado. De esta manera, y ante la imposibilidad de Unasur, fue la
Organización de Estados Americanos (OEA) quien, lejos de acudir al
encuentro de las partes en Venezuela, tomó posición deliberada en el
conflicto, apoyando el cambio de gobierno en ese país. Incluso Luis
Almagro llegó a hablar de una intervención, por lo cual fue expulsado
del Frente Amplio.
La designación de Mike Pompeo en la Secretaría de Estado de EEUU
terminó por demostrar que Trump no era el “aislacionista” que algunos
analistas pretendieron ver antes que iniciara de su mandato. Luego se
sucedieron las declaraciones de John Bolton, asesor de Seguridad
Nacional de EEUU, en torno a Venezuela, que demostraron al mundo que la
posibilidad de la invasión era cierta: le pidió a Maduro (foto) que
acepte la “amnistía” de Guaidó y lo amenazó con terminar en la infame
cárcel de Guantánamo, que pese a las promesas de Obama –quien declaró
que quería cerrarla antes de finalizar su mandato– aún sigue abierta.
Más tarde siguió la noticia de la implementación del embargo petrolero,
que busca generar mayores penurias en la población venezolana para
forzar el cambio de gobierno. Y el rimbombante anuncio de la llegada de
la “ayuda humanitaria”, cuya finalidad, lejos de intentar asistir a la
misma población a la cual van a dañar con el desabastecimiento que va a
provocar el bloqueo, es quebrar la unidad de los militares venezolanos.
Con el reconocimiento de Guaidó, buena parte de la denominada
Comunidad Internacional saltó de un precipio, visto y considerando que
esto genera un antecedente que hasta se podría volver un verdadero
boomerang para esos Jefes y Jefas de Estado. Posiblemente esperaban otro
desenlace interno: la legitimación de Guaidó por parte de millones de
venezolanos en las calles y la caída de Maduro en apenas horas, como
dejó entrever el colombiano Duque. Pero eso no pasó, al menos por ahora:
si Guaidó es mayormente reconocido a nivel internacional, no lo es
puertas adentro de su país. Y la tarea que le encomendaron no es
gobernar el mundo, sino Venezuela.
En ese revuelto, resultan sensatas las voces de México y Uruguay, a
través de los gobiernos de Morena y el Frente Amplio, quienes proponen
un nuevo diálogo entre las partes que evite cualquier aventura
injerencista en América del Sur. Y también la palabra del Papa
Francisco, que se propone como mediador si es que los dos actores se lo
piden (el chavismo ya lo hizo). El camino sigue siendo el de las y los
estadistas, como pasó en el acuerdo de Santa Marta. Es la única forma
para evitar un desenlace aún peor. No hace falta estar a favor de Maduro
para condenar una posible intervención militar de EEUU en Venezuela.
Como no hacía falta estar a favor de Khadafi en Libia o de Saddam
Hussein en Irak para condenar la injerencia, que a todas luces empeoró
la situación en ambos países. Por ello la importancia de la iniciativa
de México y Uruguay a favor de la paz: aún no dimensionamos, como
sudamericanos, las catastróficas consecuencias que podría traer un
conflicto bélico en la región.
* Politólogo UBA, analista internacional.
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