Resulta
difícil creer en el mérito, sobre todo, porque es un concepto que
presupone una sociedad de iguales y la nuestra no es precisamente ello.
Sin embargo, la excusa del mérito y sus números puede funcionar por su
potencia descriptiva. Argentina, a pesar del discurso imperante, no es
un país de mierda –entre otras cosas y sobre todo– por la calidad de su
sistema de enseñanza superior. Para citar un ejemplo reciente, en junio
de este año, según el ranking global de la consultora QS, la UBA fue
destacada como la mejor universidad iberoamericana. Si se tiene en
cuenta que en el mundo hay más de 26 mil universidades, su posición
actual la ubica dentro del 1 por ciento de la élite internacional.
No obstante, reflexionar acerca de la educación superior laica,
gratuita y de calidad no equivale a pensar –únicamente– en la referencia
de la UBA. También es posible y necesario recuperar el invaluable papel
que desempeñan las universidades con anclaje territorial, instituciones
abiertas y populares. Durante el período 2003-2015 fueron creadas
diecisiete con el propósito de formar, en muchos casos, a la primera
generación de graduados pertenecientes a las familias desplazadas de los
centros capitales. Su experiencia opera como una muestra viva que
explica, una vez más –a contramano de lo que piensa María Eugenia Vidal–
por qué estudiar no es un privilegio sino un derecho.
Algún desprevenido podría preguntarse por qué es necesario
defenderlas. En principio, por la memoria, porque para que haya derechos
debió haber lucha: la reforma de 1918 incluía el osado programa
reformista de los jóvenes cordobeses que apuntaba a democratizar las
condiciones de acceso y participación en un mundo universitario
protagonizado por jefes clericales. Planteaba la reactualización de los
planes de estudio y de las metodologías para implementarlos;
reivindicaba la libre expresión de ideas que habían quedado sepultadas; y
sobre todo, conducía hacia una disputa de clase. Como golpe de efecto,
la democracia en el sistema universitario trajo aparejadas mejores
condiciones para los individuos de grupos más desfavorecidos que, con un
título en mano, lograron disputar espacios que hasta el momento solo
eran colonizados por los hijos del dinero. Abrir las venas de un sistema
diseñado a imagen y semejanza de los poderosos de turno.
También es necesario defenderlas porque son usinas de pensamiento
crítico. Si el conocimiento es poder, la única manera de superar la
condición de marginalidad geopolítica en la distribución mundial es a
partir de la generación de esquemas de pensamiento propios.
Sencillamente: que nuestras ideas sigan nuestros propios objetivos y
beneficien a nuestra propia gente. Las universidades públicas son sitios
donde se producen, intercambian y comparten las herramientas adecuadas
para poder cuestionar –eso que llamamos– “la realidad” y conseguir
mayores márgenes de autonomía y agencia. En efecto, funcionan como
espacios de contracultura y brindan instrumentos esenciales para colocar
en superficie la necesidad de transformar la estructura socio-económica
del país, con el objetivo de impulsar una redistribución más equitativa
de los ingresos.
Debemos defenderlas porque robustecen el sistema democrático. ¿Por
qué? Porque una ciudadanía mejor educada puede cumplir de una manera más
satisfactoria la vigilancia de las acciones de las autoridades. Quien
conoce mejor el mundo necesita menos que otro se lo explique. Tenemos
que defenderlas porque son espacios de puertas abiertas y de libertad;
de pensamiento y acción; de respeto y pasión; donde aprendemos, nos
alegramos y frustramos; escenarios de reivindicación y lucha popular.
Son arenas públicas y, como son públicas, son de todos.
El gobierno reconoce la importancia del problema pero no inyecta
dinero; quiere una educación a la Finlandia pero paga salarios a la
Argentina. Propone un aumento del 15 por ciento en cuotas, cuando la
inflación se ríe mientras se escurre por la avenida paralela.
Desfinancian el sistema educativo porque no necesitan un pueblo que
razone. No invierten en ciencia y tecnología porque no creen en los
desarrollos y los avances de bandera. No entienden para qué necesitamos
tanta gente formada si la estratificación social ya fue objetivada,
naturalizada y aceptada: los que tienen dinero estudian y acceden a
mejores trabajos; mientras que para el resto queda lo de siempre: luchar
por los sueños que se evaporan apenas uno pretende rozarlos. Quieren
una sociedad quieta, resignada, incapaz de pelear por lo que le
pertenece. Frente a ello –y la colaboración estoica de los medios
amigos– quienes defienden la enseñanza pública solo ofrecerá más
movilizaciones, más encuentros, más clases en las calles y más abrazos
simbólicos. La educación del pueblo no se vende, se defiende.
Fuente:Pagina/12
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