Las
apps de mensajería Glovo y Rappi desembarcaron en el país con el
discurso de que cada trabajador pueda ser su “propio jefe”. Pero, sin
control estatal, terminaron imponiendo un modelo de precarización que
afecta especialmente a los jóvenes.
Rappi y Glovo operan como plataformas virtuales que vinculan a clientes y vendedores mediante mensajeros.
En
el horizonte aspiracional promedio siempre flotó la idea del
emprendimiento personal por fuera de toda atadura o subordinación
laboral. El “ser jefe de uno mismo” cristalizado en el deseo de ponerse
una juguera frente al mar como la madre de todos los clisés similares.
Desde mayo, dos empresas internacionales de comercio electrónico
desembarcaron en Argentina con el supuesto propósito de facilitar ese
anhelo, al punto de que ambas proponen, justamente, que seas “tu propio
jefe”. Solo que con una pequeña adulteración del contrato moral: el
emprendimiento lo componen ellos y vos sos simplemente el engranaje que
mueve la maquinaria.
Rappi y Glovo son dos sistemas de comercio electrónico que funcionan
como plataformas que enlazan la triangulación entre un cliente que busca
un producto, un vendedor que lo realiza y –lo más importante– un sujeto
que lo traslada desde el punto A de fabricación hasta el punto B de
consumo. Rappi es de Colombia, Glovo de España. Y a pesar de que ambas
se jactan de su innovación, no le ofrecen a Argentina nada nuevo: eso
que hacen muchachos y muchachas en bicicleta con chirriantes
indumentarias fluorescentes ya existe desde hace décadas bajo el nombre
de mensajería.
La novedad, en todo caso, es que ahora la intermediación entre
empresa y trabajador no es cara a cara, sino a través de una aplicación.
Los aspirantes deben bajarse la app, ingresar breves datos y esperar a
ser convocados a una capacitación que opera como filtro. Superada esta
instancia, el resto del vínculo será virtual. La plataforma indicará de
dónde hasta dónde viajar, a quien contactar y cuánto cobrar. En ningún
caso el trabajador tiene la posibilidad de reclamarle a nadie de carne y
hueso. Solo le queda la opción de rechazar viajes, aunque al precio de
ser “bloqueado” durante un tiempo en el cual se le impedirá tomar nuevos
pedidos, incluso cuando sigan llegándole al teléfono, ya sin
posibilidad de contestarlos.
Es decir que la oferta de “manejar tus propios” horarios entraña
considerandos y engañifas desleales para la parte más débil, compuesta
por muchachos y muchachas librados a la precarización de una empresa que
los maltrata y de un Estado que –difícilmente de manera inocente– aún
no regula con precisión actividades como éstas o las de su hermano
mayor, Uber, expandido en Argentina de hecho, a pesar de que en los
papeles no es ciento por ciento legal.
Además, claro, de que tanto Glovo como Rappi se desligan de
compromisos básicos que debería afrontar todo empleador, como el pago de
ART, cargas sociales, jubilación, antigüedad y otros. Pese a ello, las
compañías conservan facultades propias de un patrón, como las de
establecer unilateralmente los valores del pago por servicio e incluso
mecanismos perversos, como el mencionado bloqueo. ¿Quién es el jefe, al
final?
Por eso, el mes pasado Buenos Aires se desayunó la inédita noticia de
que por primera vez en este país trabajadores de aplicaciones virtuales
se proclamaran en huelga. Fueron los de Rappi, convocados en el
domicilio fiscal de la sucursal argentina de la empresa, en la calle
Castillo del barrio de Chacarita. Ahí se acantonaron decenas de
muchachos y muchachas vestidos de naranja encendido, quienes dejaron a
un costado sus bicis y las mochilas térmicas que a veces cargan con
pesos indecibles para exigir que los atendiera algo que no fuera una
plataforma virtual. Algo similar había sucedido en mayo en Bogotá.
Uno de los reclamos apuntaba contra un extraño vericueto mediante el
cual Rappi decidía pagarles más a los nuevos “rappitenderos” en
detrimento de los viejos, con el propósito de lograr mayores aspirantes
y, en consecuencia, aumentar la mano de obra precarizada. Mientras
algunos delegados elegidos en la vereda ingresaron al edificio para
discutir, la empresa les ofrecía a los que no estaban protestando un
aumento de la ganancia por viaje de los 35 pesos originales a 60. La
idea era desactivar la medida de fuerza y licuar todo intento de
organización colectiva.
Las estrategias de Rappi para seguir construyendo su ilusión siguen
mezclando iguales dosis de esmero y obviedad: en la cuenta
@RappiArgentina hay decenas de mensajes de supuestos clientes
agradeciéndole a la empresa los servicios prestados. Sus trabajadores,
en su mayoría jóvenes con necesidades económicas apremiantes y sin
mejores posibilidades laborales que esta pseudoexplotación, no opinan lo
mismo.
El fundador de Rappi fue el colombiano Fernando Sierra, una de las
figuras de lo que los gobiernos neoliberales intentan postular como
emprendedores. “Su misión era inspirar a la mayor cantidad de gente a
alcanzar cosas grandes”, dijo días atrás Daniel Blandón, su socio en
distintos proyectos. Mientras en Buenos Aires los rappitenderos
iniciaban sus protestas, Sierra moría arrollado por un auto a la salida
de un casamiento. Penosa muestra de que con inspiración no alcanza para
vivir, estés arriba o abajo de la pirámide.
Fuente:Pagina/12
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