Es
la segunda vez que se cobra entrada para un espectáculo en el Centro
Cultural Kirchner. Después del Festival Barenboim, el mes pasado, hace
algunos días las localidades para los dos conciertos que ofrecerá Martha
Argerich aparecieron a la venta en la página web de este espacio
cultural público. La noticia, lamentablemente, no sorprende. Ningún
funcionario del área –el CCK depende del Sistema Federal de Medios y
Contenidos– explicó todavía qué marco tendrá de aquí en más lo que, en
virtud de no haber existido antes, es nuevo, y por lo tanto merece ser
explicado. Por lo pronto, los hechos señalan que en la oferta del centro
cultural más grande de Latinoamérica habrá algunos espectáculos
gratuitos y otros pagos. Oferta A y B, para, esto es lo peor, un público
A y B.
¿Para qué sirve cobrar entrada, además de trazar una línea entre
quien puede y no puede pagarla? La pregunta regresa insidiosa y con
ella, la larga serie de respuestas posibles. Se sabe que, en general, lo
recaudado por entradas resulta insuficiente ante los costos, sobre todo
si se trata de un espectáculo internacional (también en este sentido
las dinámicas del dólar nos han alejado del mundo). Es decir, cobrar
resulta apenas un paliativo parcial para un problema, al mismo tiempo
que crea otro: el de la exclusión. La decisión entonces, tiene que ver
con el espíritu de las políticas culturales de los administradores. ¿El
“logro de gestión” pasa por incluir o por excluir público?
“De otra manera no se podría hacer”, truena amenazante una muletilla
frecuente en estos casos, omitiendo que lo que el Estado hace con los
impuestos de los contribuyentes al reasignar sus recursos a los
distintos ámbitos de la vida ciudadana es también una cuestión de
políticas. Por otro lado, se podrá sostener que el hecho de cobrar una
entrada contribuye a la calidad de las propuestas: incluir el costo como
parte de la dimensión artística es una cuestión casi psicológica, que
no hace sino agitar el improbable latiguillo aleccionador de “lo que no
cuesta no vale”, entre otras cosas. “Una categorización de la oferta
cultural”, se podría argumentar: ya lo hacía el propio público
naturalmente, cuando elegía o no un espectáculo. La realidad es que
resulta mucho más evidente la categorización del público que la
categorización de la oferta artística: de aquí en más estarán los que
pueden y los que no pueden.
Otro punto podría ser que, si un teatro como el Colón cobra entradas,
también el Centro Cultural Kirchner debería hacerlo. Naturalmente eso
es aceptable en un teatro como el Colón, pero el CCK fue creado desde
otra perspectiva social y cultural, y pertenece, en todo caso, a otra
tradición. El tema no es económico sino cultural. Y, por lo tanto,
político. Desde su fundación, en mayo de 2015, a través de la oferta
gratuita sin desmedro de la calidad, este espacio fue configurando un
perfil de público muy particular entre sus asiduos asistentes. Un
público con una jubilosa mezcla de compromiso y exigencia que no era
posible encontrar en otros públicos. Un público acaso inédito,
sencillamente porque el CCK y sus políticas, hasta la llegada silenciosa
de estas novedades, fueron inéditos en el panorama cultural.
Ese público en su diversidad desbordó la sala para escuchar a
artistas como Martha Argerich, Ute Lemper, Ravi Coltrane, Bill Frisell,
Toto La Momposina, Patti Smith, Phil Manzanera, Horacio Lavandera, Craig
Taborn, Krzysztof Penderecki dirigiendo su música al frente de la
Sinfónica Nacional y la misma orquesta junto a Nelson Goerner, por citar
apenas algunos ejemplos que dan cuenta de una inmensa variedad.
Ejemplos que por referirse a artistas internacionales posiblemente sean
los más expuestos a la nueva política de cobrar entrada, es decir a
incorporarse a las dinámicas del mercado, es decir al ámbito comercial.
Ahí está el punto sensible de la cuestión, en la relación que podrá
sostener el CCK con el mercado. En un contexto en el que las políticas
culturales no terminan de definirse o, peor aún, se definen en la
presión de una crisis económica y de presupuestos insuficientes, es el
mercado el que fija las reglas. Por eso los principios artísticos y los
derechos al acceso a los bienes culturales, corren peligro.
Se podrá discutir hasta el infinito sobre el quién, el cómo y el
cuánto. Una cosa es clara: lo que antes estaba, un derecho al acceso a
bienes culturales, ahora no está más.
Fuente:Pagina/12
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