En un texto
para Página/12, el autor afirma que la financiarización fuerza a los países a
desmantelar los contratos sociales y los Estados de Bienestar, para bajar
salarios y empeorar las condiciones laborales. Reclama mayor integración entre
los países.
Opinión
Hace cuatro años el
colapso de Lehman Brothers marcó el inicio de la Gran Recesión. El mundo
todavía se está recuperando de las consecuencias de esta crisis financiera que
todo lo abarca. ¿Cuáles fueron las causas de la crisis? Mucho se ha dicho sobre
los instrumentos derivados, el fracaso de las regulaciones y la codicia. Estos elementos
importan, pero aquí me gustaría ofrecer una explicación más simple y más
profunda: la globalización fuerza a los países a vaciar sus contratos sociales.
La reducción de los salarios reales promete ganancias a través de la inversión
y las exportaciones, pero en última instancia socava el crecimiento en todas
partes.
Si los salarios reales
no sostienen el crecimiento a nivel mundial, ¿qué puede hacerlo? La respuesta
es que una burbuja global del crédito –desde California y Florida hasta España
e Irlanda– podía hacerlo, hasta que no pudo más. Las tendencias subyacentes
finalmente te alcanzan: si los salarios reales no se mantienen en sintonía con
el crecimiento de la productividad, la participación de los trabajadores en el
ingreso total baja. La burbuja global del crédito se suele manifestar a nivel
local, por ejemplo, como un boom inmobiliario en Miami o en la costa
mediterránea de España, pero es propulsado por un mercado financiero global
liberalizado. Así, podemos identificar tres factores dominantes pero
interdependientes en esta historia: la aceleración de la globalización, el
aumento de la desigualdad y la financiarización.
Para trazar a grandes
rasgos cómo llegamos hasta aquí, dividimos el período de la posguerra en dos:
la época dorada del capitalismo inmediatamente después de la Segunda Guerra que
terminó con el colapso del sistema de Bretton Woods en la década de 1970, y la
segunda era de la globalización que se inició con la revolución conservadora
hacia el final de esa década. La edad de oro tuvo un crecimiento global rápido,
incluso en las economías en desarrollo. Los vínculos comerciales entre las
economías se fortalecieron, pero la integración no fue tan profunda como es
hoy. La apertura de la cuenta de capital fue muy limitada. En muchas economías
avanzadas, así como en algunos países en desarrollo, los Estados de Bienestar
se profundizaron. La expansión de las instituciones laborales protegió los
puestos de trabajo y garantizó un rápido crecimiento compartido de la
productividad. Generalmente, estos elementos permitieron aumentar la
participación del trabajo en el ingreso. Así, el crecimiento mundial fue
sostenido por la demanda local.
La segunda era de la
globalización, en un marcado contraste, vio la aceleración de la globalización.
La integración comercial se profundizó, la producción internacional se
desfragmentó en redes de producción trasnacionales flexibles y se liberalizaron
los movimientos de capitales. Todas estas tendencias disciplinaron al trabajo a
través de la amenaza de la relocalización productiva. De hecho, las
negociaciones de contratos laborales que no están sujetas a una amenaza de
deslocalización de las fábricas tienden a ser la excepción, en parte debido a
la creciente comerciabilidad de los servicios. Como consecuencia, el
crecimiento de los salarios reales se ha desfasado del crecimiento de la
productividad en muchos países, llevando a la caída de la participación del
trabajo en el ingreso y la creciente desigualdad. Por lo tanto, a nivel
mundial, la demanda de consumo no puede absorber lo que puede producirse y a la
falta de demanda global efectiva le siguen el desempleo y el estancamiento.
La apertura de las
cuentas capital ocupa un lugar central en esta etapa. En primer lugar, los
países tienen que ofrecer bajos impuestos a las ganancias (si no exenciones),
así como bajos salarios para atraer y retener la inversión extranjera directa
de las multinacionales. Estas políticas tributarias limitan el espacio fiscal
del Estado para sostener las redes de seguridad social, invertir en educación y
mantener la infraestructura esencial. En ese sentido, la combinación de
financiarización con apertura de la cuenta capital tiende a producir flujos de
capitales volátiles y pro-cíclicos que proporcionan un terreno fértil para la
expansión insostenible del crédito. Ese crecimiento del crédito a menudo se
transforma en burbujas inmobiliarias y de consumo inducidas por el
endeudamiento en el camino hacia arriba y en crisis de balanza de pagos en el
camino hacia abajo. En los últimos años la financiarización –a través de la
presunta innovación en el uso de los derivados– sostuvo una burbuja global del
crédito que permitió posponer el día del juicio final: en la medida en que los
hogares de clase media y baja en los países avanzados mantienen los niveles de
vida a través de la acumulación de la deuda, el crecimiento continúa a pesar de
la falta de demanda “real”.
En resumen, la
aceleración de la globalización y la financiarización fuerza a los países a
desmantelar los contratos sociales y los Estados de Bienestar, para bajar
salarios y empeorar las condiciones laborales. En el proceso, aumenta la
desigualdad. Hace falta confianza y cooperación para crear políticas que
sostengan una clase media pujante. En términos simples, dos países se benefician
si ambos llevan adelante esas políticas porque profundiza la extensión del
mercado. La globalización hizo muy difícil que un país confíe en que otro no
dará exenciones fiscales a las grandes corporaciones, no erosionará los
salarios reales y no administrará su tipo de cambio, para aumentar su
participación en el mercado global. La economista Joan Robinson llamó a esa
estrategia políticas de mendigar al vecino. Muchos países persiguen esas
políticas, ya que no existen instituciones económicas o políticas que puedan
efectivamente impulsar la cooperación. Pero las economías de mercado deben
estar integradas en una red de instituciones sociopolíticas que amortigüen sus
efectos perjudiciales. Las democracias sociales del siglo pasado lograron hacer
eso, hasta cierto punto, durante la edad de oro. Es evidente que la
globalización destruye ese modelo y que los esfuerzos renovados de integración
deben llevarse a cabo en una escala global. ¿Será
posible?
* University
of Utah rudi.vonarnim@utah.edu
Fuente: Página/12
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