Por Horacio González *
Claro que nos gustan las
multitudes, formamos parte de ellas y sabemos disimular cuando algún que otro
cántico va más allá de lo que nos mueve a sentir la fruición política de la
calle. La multitud tiene siempre algo de excesivo, de genérico, un
comportamiento que apenas consulta lo que en la prensa y la conversación rápida
se llama “el humor”. El humor social, esto es, esa superficie de los hechos que
nos exime de todo análisis histórico y nos da permiso para actuar con lo
primero que se nos ocurre. Y lo primero que se nos ocurre no son problemas inexistentes,
son problemas que tienen diversos grados y magnitudes reconocibles, pero que,
cuando comienzan a tratarse en serio, descubrimos que no se trata apenas de una
espumosa cuestión de humores. La política reemplazó hace mucho a la bilis. La
reflexión de las formas profundas de dominio y los intrincados caminos de
emancipación hace tiempo que ocupan el lugar profundo de lo que intenta
pensarlos, así nomás, con lo primero que tenemos a mano: la cólera.
Es cierto que en las
imágenes que vimos por televisión, la cólera y otros sentimientos primordiales
aparecen escritos: ya escribir un cartel, con letras caseras –por cierto, es
simpático eso–, pone una cierta distancia entre el encolerizado y el hombre que
sale a la calle en términos de militancia: escribe un cartel. “No hay
justicia”, “no hay libertad”, “hay corrupción”. Al escribir, tiene mediaciones.
Por lo menos debe dejar que ceda un poco la irritación para pensar un cartel,
su escritura, el uso de los signos gramaticales, el ordenamiento silábico de las
palabras. Una muchedumbre sin carteles, como si brotara de la nada, como si
saliera de una nube escapada de un cielo angelical y de repente cubriera
avenidas metropolitanas solamente con sus cuerpos y su caminar cansino es un
espectáculo bastante impresionante. ¡Pero qué irreal! No tiene mucho parecido
con una marcha organizada por grupos políticos estables. Para quien presencia
la retirada de los hinchas de un club, pongamos la desconcentración en River o
en el Santiago Bernabeu, la impresión dominante es la de apuro, quizá la de una
meditación intimista que rememora pasajes de un partido o apuros inevitables
que exigen rápidamente que aparezca un medio de transporte.
No es esa una multitud
abstracta. La sitúan ciertas coordenadas, son hinchas de uno u otro club,
visten insignias y salen con ciertos goles eventualmente tatuados
metafóricamente en la expresión del rostro. La multitud que se dio cita ayer
ante el Obelisco, en Plaza de Mayo o en Acoyte y Rivadavia, parecía en cambio
una multitud abstracta. Había carteles con palabras egregias de la historia de
los pueblos: justicia, libertad. Carteles caseros y otros manufacturados por
los grupos políticos, que explícita o implícitamente ordenaron genéricamente la
manifestación. La política es siempre la pregunta un tanto recóndita sobre lo
inducido o lo espontáneo de los hechos. A veces lo espontáneo se engarza en lo
deliberadamente provocado, a veces lo orgánico se embute en formas inesperadas
de manifestación. No es eso lo que debe ser dilucidado ahora, con la
importancia, sin duda, que tiene, sino otra cosa. Es que está en juego lo que
podríamos llamar un gran retroceso histórico en términos de la construcción de
multitudes. Sin que éstas deban ser necesariamente orgánicas ni encuadradas, no
deben perder la historicidad que informa la trama íntima de lo que llamamos
política y sin lo cual ella no existe, o existe en forma abstracta.
La forma abstracta de la
política –esto es, de las multitudes– aunque provenga del encuadramiento de las
redes sociales, a veces más oscuras que trazados y arengas partidarias, puede
ser el fin de una manera singular de la política. ¿Cuál sería esa singularidad?
Que la multitud genérica y abstracta, que manifiesta tanto en Australia como en
Cerrito y Corrientes, siempre debería tornarse una multitud localizable,
autoidentificada, lo que a veces es más importante que llamarla (falsamente)
autoconvocada. Por supuesto, han cantado el himno, gritado “Argentina” y
exhibido banderas nacionales. Nada de eso cuestionamos, sino el sonido interno,
el crujido íntimo que destilaban esos hombres y mujeres poseídos por el don de
la exasperación, cierto que –como decía la televisión– cuidando los canteros de
Plaza de Mayo. Aceptable. ¿Qué decir de eso? Pero era la multitud abstracta,
campo de experiencias del salto atrás que ocurriría en la sociedad argentina si
se perdieran sus singularidades, pliegues, cánticos ufanos o banderas que
hablan de viejas iconografías. Una multitud, aunque parezca portando muchos
temas a ser considerados, y sin duda deberán serlo, debe sostener lo dicho en
la singular cautela con que constituye su salida a la calle. Ninguna multitud
deja de heredar a otras, ni ninguna debe dejar de explicarse por otras
anteriores que ocuparon su lugar. Esta era la multitud abstracta, suma de
individualidades, inmaterial en sus consignas, difusa en sus movimientos.
No eran pocos. Eran
muchos. Y no pocas de las palabras que decían eran justas palabras que en la
historia argentina conocida –por ellos también conocida– habían tenido su
complejo trato por parte de las fuerzas populares. Escuchamos que se decían el
pueblo. Todos tienen derecho a hacerlo y de así llamarse. Sobre la base de ese
derecho esencial se construyen las naciones y sus disensos o eventuales
particiones. Pero el que vimos televisado ayer es un pueblo que, pongamos que
sin saberlo, evoca retrocesos conocidos en una historia que nadie dijo que
sería fácil. El pensamiento de la multitud es versátil. No se sale en vano a la
calle. Cuando las otras multitudes, el pueblo que elige nombres más precisos
para contar una historia de emancipación, re-ocupe a su vez esas mismas calles,
no sólo se van a notar muchas diferencias. Sino también que las multitudes que
asuman palabras fundamentales (no todas), pero sin contenidos históricos (no
todas, exceptuamos a las abundantemente relacionadas con las derechas nuevas y
antiguas del país), podrán hacer su examen. Quizá numerosos manifestantes de
hoy, ojalá que muchos, puedan abandonar la justicia convertida en injusta
abstracción y la libertad convertida en un valor genérico sin ancladuras
sociales, en una relación más atinada con un itinerario político y colectivo,
que actúa en la dificultosa concreción de su vitalidad democrática. Aprender
puede ser el abandono de una abstracción fundamental, conservando lo que
eventualmente tiene de fundamental, pero apartando su lastre de abstracciones,
con el que juegan las neoderechas de turno.
*
Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.
Fuente: Página/12
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