Por Enrique Martínez emm@propuestasviables.com.ar
Somos muchos los que decimos dedicarnos a la economía social. Pero
cuesta definirla, con lo cual de entrada no queda claro a qué nos
dedicamos.
Para los ámbitos asistenciales, la economía social es el conjunto de intentos productivos que se hacen a consecuencia de no tener inclusión en la economía de mercado. Según esa mirada, por lo tanto, es una actividad transitoria, pero cuya vigencia puede durar tanto tiempo que se justifica conocer sus reglas de funcionamiento y fortalecer el espacio.
Para los espacios de regulación de las relaciones laborales, a su vez, se trata de una fracción de la población que trabaja fuera de los marcos legales y los vínculos que se establecen con los que allí se cree son los actores de la economía social van dirigidos a ayudar a los emprendimientos, acompañando un proceso de encuadramiento legal en las facetas laborales.
Para los funcionarios que se dedican a la promoción productiva, finalmente, se trata de interlocutores muy esporádicos y con lenguajes y necesidades no habituales, ya que no son aceptables en la ventanilla de un banco y no suelen tener balances.
Pareciera que los actores de la economía social, para las divisiones clásicas de un gobierno, se definen por la negativa. Esto es: son los que no tienen conocimiento productivo o de gestión; son los que no pagan jubilaciones; son los que no podrían sacar un crédito.
En rigor, más que la mirada del otro, importa el concepto de aquel involucrado en ese universo con poca definición. El problema es que aquellos que están dentro, suelen pensar en términos bastante parecidos a los que están fuera, o sea: un grupo con vocación de integrarse a la economía de mercado, que no lo ha hecho porque su debilidad técnica o económica, sobre todo ésta, lo impidió hasta hoy. En todo caso, podría distinguirse un atributo que marca una diferencia con la empresa capitalista tipo: la vocación de distribuir los beneficios de manera igualitaria entre todos los trabajadores, o al menos abarcando a todos ellos. Esto es un concepto más solidario al interior de la empresa, pero no cambia el desempeño de la unidad –sea cooperativa o análoga– dentro del mercado. Su meta central sigue siendo el beneficio, el lucro.
¿Esto es la economía social?
Si es así, el eje de la colaboración pública con este espacio –o de las organizaciones sociales paralelas– pasa por las medidas asistenciales que se han esbozado. Algo así como empujar a estas empresas para que entren en el imaginario colectivo que es la economía nacional y viajen en él.
Sin embargo, hay algo más, bastante más que eso.
Se trata de advertir que el capitalismo global en que vivimos es inercialmente concentrador de bienes y de destinos. Construye ganadores y perdedores permanentes. En tal escenario, a las empresas sociales, como se las ha caracterizado más arriba, probablemente ninguna ayuda tradicional les sea suficiente, porque su debilidad para la competencia es notoria, si se las mide con los estándares del mercado.
Su posibilidad de supervivencia, en realidad, reside en dotarse de un atributo que el empresario normal coloca en un lejano lugar: la asociatividad.
En primer término, la asociatividad al interior de la empresa, por supuesto. Compartir los valores y las metas del grupo y concretar una distribución equitativa de los frutos, está en la esencia. Pero además, se trata de la asociatividad con los consumidores de los bienes; con otras unidades que produzcan lo mismo o con la misma filosofía; con los proveedores.
Tal agrupamiento es el que cambia el sentido, prioriza el trabajo como generador de valor y coloca al mercado como un simple lugar de intercambio, en lugar de ser –como hoy– un verdadero ring donde el ganador está definido de antemano.
¿Cómo se puede asociar una empresa social con sus consumidores? Asumiéndose como un servicio para la mejora de la calidad de vida conjunta, antes que como una máquina de ganar dinero. La calidad; la ausencia de intermediarios, lo que lleva a precios más bajos; la búsqueda de saber qué necesidades no se están atendiendo, son elementos que generan asociatividad, sinónimo de fidelidad en la relación cliente-proveedor.
La producción y provisión de alimentos; la vestimenta; la construcción masiva; los muebles; una gran cantidad de servicios personales, quedan incluidos inmediatamente en este concepto, sólo como los sectores más obvios, ya que la concepción señalada de la empresa social bien puede extenderse a todos los órdenes, aunque eso implique una pelea palmo a palmo con la lógica capitalista primaria.
Parece necesario levantar la mirada. En lugar de considerar este espacio como el refugio de los desamparados, y por ello desesperados, la utopía a perseguir es que sea el lugar donde se construya un nuevo sentido para el trabajo. El papel del Estado aquí es decisivo. Si entre todos logramos construir la necesaria teoría desde una nueva práctica; si se cambia la mirada desde lo asistencial hacia lo transformador de las relaciones del trabajo y el mercado, hay una chance. Imaginemos ese mundo.
Fuente: Miradas al Sur
Para los ámbitos asistenciales, la economía social es el conjunto de intentos productivos que se hacen a consecuencia de no tener inclusión en la economía de mercado. Según esa mirada, por lo tanto, es una actividad transitoria, pero cuya vigencia puede durar tanto tiempo que se justifica conocer sus reglas de funcionamiento y fortalecer el espacio.
Para los espacios de regulación de las relaciones laborales, a su vez, se trata de una fracción de la población que trabaja fuera de los marcos legales y los vínculos que se establecen con los que allí se cree son los actores de la economía social van dirigidos a ayudar a los emprendimientos, acompañando un proceso de encuadramiento legal en las facetas laborales.
Para los funcionarios que se dedican a la promoción productiva, finalmente, se trata de interlocutores muy esporádicos y con lenguajes y necesidades no habituales, ya que no son aceptables en la ventanilla de un banco y no suelen tener balances.
Pareciera que los actores de la economía social, para las divisiones clásicas de un gobierno, se definen por la negativa. Esto es: son los que no tienen conocimiento productivo o de gestión; son los que no pagan jubilaciones; son los que no podrían sacar un crédito.
En rigor, más que la mirada del otro, importa el concepto de aquel involucrado en ese universo con poca definición. El problema es que aquellos que están dentro, suelen pensar en términos bastante parecidos a los que están fuera, o sea: un grupo con vocación de integrarse a la economía de mercado, que no lo ha hecho porque su debilidad técnica o económica, sobre todo ésta, lo impidió hasta hoy. En todo caso, podría distinguirse un atributo que marca una diferencia con la empresa capitalista tipo: la vocación de distribuir los beneficios de manera igualitaria entre todos los trabajadores, o al menos abarcando a todos ellos. Esto es un concepto más solidario al interior de la empresa, pero no cambia el desempeño de la unidad –sea cooperativa o análoga– dentro del mercado. Su meta central sigue siendo el beneficio, el lucro.
¿Esto es la economía social?
Si es así, el eje de la colaboración pública con este espacio –o de las organizaciones sociales paralelas– pasa por las medidas asistenciales que se han esbozado. Algo así como empujar a estas empresas para que entren en el imaginario colectivo que es la economía nacional y viajen en él.
Sin embargo, hay algo más, bastante más que eso.
Se trata de advertir que el capitalismo global en que vivimos es inercialmente concentrador de bienes y de destinos. Construye ganadores y perdedores permanentes. En tal escenario, a las empresas sociales, como se las ha caracterizado más arriba, probablemente ninguna ayuda tradicional les sea suficiente, porque su debilidad para la competencia es notoria, si se las mide con los estándares del mercado.
Su posibilidad de supervivencia, en realidad, reside en dotarse de un atributo que el empresario normal coloca en un lejano lugar: la asociatividad.
En primer término, la asociatividad al interior de la empresa, por supuesto. Compartir los valores y las metas del grupo y concretar una distribución equitativa de los frutos, está en la esencia. Pero además, se trata de la asociatividad con los consumidores de los bienes; con otras unidades que produzcan lo mismo o con la misma filosofía; con los proveedores.
Tal agrupamiento es el que cambia el sentido, prioriza el trabajo como generador de valor y coloca al mercado como un simple lugar de intercambio, en lugar de ser –como hoy– un verdadero ring donde el ganador está definido de antemano.
¿Cómo se puede asociar una empresa social con sus consumidores? Asumiéndose como un servicio para la mejora de la calidad de vida conjunta, antes que como una máquina de ganar dinero. La calidad; la ausencia de intermediarios, lo que lleva a precios más bajos; la búsqueda de saber qué necesidades no se están atendiendo, son elementos que generan asociatividad, sinónimo de fidelidad en la relación cliente-proveedor.
La producción y provisión de alimentos; la vestimenta; la construcción masiva; los muebles; una gran cantidad de servicios personales, quedan incluidos inmediatamente en este concepto, sólo como los sectores más obvios, ya que la concepción señalada de la empresa social bien puede extenderse a todos los órdenes, aunque eso implique una pelea palmo a palmo con la lógica capitalista primaria.
Parece necesario levantar la mirada. En lugar de considerar este espacio como el refugio de los desamparados, y por ello desesperados, la utopía a perseguir es que sea el lugar donde se construya un nuevo sentido para el trabajo. El papel del Estado aquí es decisivo. Si entre todos logramos construir la necesaria teoría desde una nueva práctica; si se cambia la mirada desde lo asistencial hacia lo transformador de las relaciones del trabajo y el mercado, hay una chance. Imaginemos ese mundo.
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