Después de
asesorar a más de cien candidatos y a distintos gobiernos en comunicación, el
investigador cuestiona los análisis habituales sobre las campañas políticas.
Aquí, reflexiona sobre los actuales gobiernos en América latina, debate sobre
el concepto de “ideologización” y disecciona la creciente polarización. La
relación con los medios dominantes.
–¿Cuál
es el objetivo de discutir el concepto de “homogeneización” en el libro ¡Ey,
las ideologías existen!?
–Es un concepto
contemporáneo a lo que históricamente se denominó desideologización o dimensión
publicitaria-espectacular de las campañas electorales. Este concepto supone la
ausencia de diferencias o matices ideológicos y ubica las diferencias de las
campañas en aspectos relativos al estilo o atributos personales más que a
dimensiones políticas o ideológicas. Engloba tres décadas de discusión.
–¿En qué contexto
político se consolidó?
–La corriente
anglosajona inaugura la espectacularización de las campañas electorales, mal
llamadas “americanización de las campañas electorales”. En términos históricos,
puede ubicarse en el inicio de las corrientes neoliberales, cuando escritos
como el de Joe McGginniss, en el libro Cómo se vende un presidente, afirmó que
se vende un presidente como se vende un jabón.
–A partir de su análisis
sobre distintas campañas electorales en América latina, ¿qué nuevos rasgos
encuentran, en términos ideológicos?
–Yo no sé si son nuevos
o son rasgos preexistentes, sin tanta visibilidad como se presentan
actualmente. La personalización es central en la arena política, aunque sin
caer en la idea de homogeneización. Con una diferencia histórica: antes eran
partidos con candidatos, ahora son candidatos con o sin partido, ése es un
rasgo actual. El libro evidencia enormes niveles de ideologización, patrones de
emotividad constantes e interesantes dosis de negatividad promedio en el uso de
la comunicación política, mucho más en la faz electoral. Estos elementos son
bien característicos, y uno de ellos es la ideologización, que actúa de manera
articulada con el resto.
–¿Qué efectos genera la
negatividad a la que alude, en términos de participación política?
–Eso no está claro, la
biblioteca está altamente divida y depende de los sistemas políticos y
culturales en donde actúa. Se sostiene que altas tasas de negatividad en
sistemas de voto opcional o no obligatorio implicarían un descenso de la
participación electoral. Pero en general en América latina, y particularmente
en los países donde el voto es obligatorio, sucede exactamente lo contrario: la
alta tasa de negatividad probablemente tenga que ver con desempeños políticos o
gubernamentales deficientes y eso normalmente genera una mayor participación.
Aunque siempre tiene el riesgo de producir lo que se denominan “hipótesis
ambiente fuertes”.
–Es decir...
–En un sentido más fácil
de entender es lo que se denomina “polarización”. Este es un fenómeno que puede
producir fracturas sociales, pero –convengamos– no es una causa indirecta, no
motivada. Una de las características asociadas a la alta intensidad de la
ideología en las campañas es que se producen “fracturas sociales controladas”,
es decir, gobiernos que producen conflictos adrede, de manera espontánea y
voluntaria, para definir buenos y malos. La vieja tesis de (Karl) Schmitt:
“amigo/enemigo”, recreada hoy al calor de muchos intelectuales –no sólo en
América latina–, da cuenta de ello.
–¿Cree que los elementos
que surgen en su matriz de análisis se han intensificado en los discursos y en
la comunicación política a partir del nuevo siglo?
–En general sí, pero hay
un detalle que para mí es central porque permite entender la idea de que había
mucha homogeneización electoral, especialmente en la década pasada. En
realidad, lo que había era una enorme superposición de ideologías en un mismo
contexto. Es decir, no había altos niveles de polarización producto de un núcleo
ideológico común, eso no implicaba grandes diferencias de fondo sino de forma.
La irrupción del proceso neoliberal significó un proceso de altísimo nivel de
legitimación promedio de las sociedades, para incluir los procesos denominados
reformas de primera y segunda generación. En esa lógica no es que no hubiera
ideología...
–¿Pero esa promoción de
consenso generalizado no hacía mermar las ideologías?
–Lo que no había era
alta polarización, porque las ideologías estaban superpuestas. Lo que sucede,
motivado por las izquierdas populares nacionales, es que parte de ese nivel del
consenso neoliberal prexistente se quiebra y allí nace una fractura que hace
más explícita la discusión de lo ideológico. De todos modos, no es un fenómeno
exclusivamente de las izquierdas para con las derechas. En países donde el
oficialismo tiene alto nivel de consenso y se sitúa a la derecha, ocurre al
revés. En Colombia, la irrupción de posturas críticas de sectores alternativos,
de izquierda o representantes de lo popular en desmedro del oficialismo de
derecha produce un nivel de ideologización mucho más explícita, más acalorada
y, por qué no, con potenciales fracturas sociales.
–¿Esta polarización no
invita a una suerte de demonización del otro, no sólo desde los oficialismos o
desde los gobiernos populares hacia sus opositores, sino también al revés?
¿Cuáles son los riegos de ello?
–La palabra demonización
tiene una carga valorativa negativa, y no sé si es la síntesis de un proceso de
alto nivel de diferenciación ideológica. Suponiendo que sí lo fuera, en
realidad, la demonización es una de las características interesantes de la
comunicación política a nivel regional: la estigmatización por parte del sector
político hacia el otro. El otro está representado en tres tipos de actores
clave. Uno es la prensa en general, no diría la prensa monopólica aunque sí la
prensa dominante, especialmente la que mayor predominio tiene en la escena
pública. El segundo actor está representado por la oligarquía beneficiada de un
proceso anterior. Y el tercero, el pasado como tal, uno de los elementos que
más se demoniza, del cual uno se diferencia: izquierda con derecha y derecha
con izquierda. Esa característica va a persistir un largo tiempo.
–¿Por qué?
–América latina no tiene
tendencias uniformes desde el punto de vista político, pero si en algún momento
se diera algo como lo ocurrido a principios de siglo –que algún periodista
mexicano denominó “el tsunami de las izquierdas”–, y si eso fuera exactamente
al revés, se produciría un proceso de “contrademonización”. Me parece que esa
expresión, sea o no correcta, persistirá a lo largo del tiempo. Es la respuesta
básica a la polarización, a esta división, a esta fractura social y discursiva.
–Algunos analistas
plantean que la política se ha vuelto “política mediática”. ¿Encuentra alguna
relación entre este fenómeno y la referencia del libro a los medios como
“mecanismos de enclaustramiento”?
–Quisiera diferenciarme
de la idea de que la política se ha vuelto mediática. En general, ese planteo
tiene la connotación homogeneizante de la década pasada. La conjunción de lo
que se denomina en inglés “politainment” (o política de entretenimiento, de
espectáculo), y el concepto de mediación sin deconstruirlo, da cuenta de una
política que debe amoldarse a una agenda impuesta por otros.
–¿Quiénes son los
“otros”?
–El sistema de medios.
No comparto esa tesis. Porque no es que la política se ha vuelto mediática, es
necesariamente mediática. Mi tesis es que no toda comunicación es política,
pero sí que toda política se presenta y representa a través de un proceso
comunicacional. La clave de la definición es que la política se da en la
comunicación y con comunicación. La comunicación es inherente al proceso
político, lo cual no implica la mediatización de una política colonizada por el
sistema de medios, de una política reactiva o una saga que surge en una agenda
impuesta por otros, principalmente por el sistema de medios.
–¿Por qué habla de una
política “reactiva”?
–Lo digo en referencia a
una agenda que impone el sistema de medios, no la política. Quizá lo que se ha
generado hoy, y esto sí ha sido un patrimonio interesante de gobiernos de
izquierdas nacionales populares o de gobiernos populares a secas, es que ha
planteado una puja fenomenal y explícita, una tensión altamente visible, por
ver quién maneja la agenda. Y no es que la haya ganado la política, pero
tampoco la ha perdido. Como mínimo, hay un empate.
–¿Un empate? ¿No cree
que la batería de políticas públicas con tan alto impacto político, económico y
sociocultural de varios gobiernos de la región haya dejado poco margen a los
medios para fijar la agenda?
–Totalmente. Pero no
podemos generalizar los 18 países de América latina, porque hay un monstruo en
el Norte de nuestra región: México. En México, el proceso de la política por
sobre el sistema de medios no se ha dado, y es quizás uno de los países que
atrasa respecto de esta tendencia. Otro caso es Perú. A diferencia del momento
electoral, donde los medios dominantes que apoyaron a candidatos en las dos
últimas elecciones no lograron que éstos pasaran ni siquiera al balotaje. La
política predominó en Perú en instancias electorales, pero no a nivel
gubernamental, donde los medios siguen teniendo peso. En un nivel regional,
diría que en el peor de los casos hay un empate... Pero en otros países sí
predomina la política, como en la Argentina, Brasil, Bolivia, Ecuador,
Venezuela, Nicaragua.
–En el marco de esta
puja mediática, ¿qué rol juegan las estrategias de comunicación directa entre
los políticos y la gente?
–Las estrategias de
comunicación directa son otra característica importante que tienen, sobre todo
los oficialismos, para “saltar” a la prensa. Si dijimos que la política no sólo
ha intentado sino que ha logrado estigmatizar a grandes actores del sistema de medios,
la idea de la comunicación directa es el puente, el atajo que toma la política
para no depender de ellos. Pero no es sólo eso, porque entonces creeríamos que
simplemente deja atrás a actores del sistema de medios y actúa unilateralmente,
y no es así.
–¿Y cómo es?
–Actúa unilateralmente
pero, además, modifica las reglas del sistema de medios existente, crea parte
del sistema de medios favorables, genera nuevas leyes, nueva reglamentación.
Hay todo un ejercicio normativo sui generis a nivel internacional que ha
generado algo impactante en la Argentina con el sistema de medios, o en
Ecuador, en Venezuela, o lo que está proponiendo Uruguay, lo que intentó
proponer en el último tramo Uribe antes de dejar el gobierno.
–¿A qué se refiere
concretamente?
–A neorregulaciones que
van de la mano y no se las puede entender disociadamente de esta tensión entre
política y sistema de medios. O para ser más explícitos, entre parte de la
política –quizás mayoritaria–, y parte del sistema de medios, también
mayoritario. Porque dentro del sistema de medios hay un sector que responde a
otra lógica, como también dentro de la política. Son pedazos del sistema de
medios en sociedad con porciones de la política. Es una complejidad que varía
según los contextos, no es un actor homogéneo frente a otro. Sino alianzas de
actores intersectoriales.
–Volviendo a su estudio,
en el libro se presenta la diferencia entre nivel simbólico y político al
analizar el componente ideológico. ¿En qué se diferencian?
–Esa pregunta es
central, porque define la matriz con la cual uno descubre, y asume
públicamente, que el discurso adquiere ribetes de ideologización. Muchas veces
lo que ocurre es que se generan “estiramientos conceptuales”, chicles que se
estiran al infinito y cabe, dentro de ellos, cualquier cosa. Creo que la
ideología tiene un problema de estiramiento conceptual, y cuando uno la aborda
se encuentra, como mínimo, con dos enfoques.
–¿Qué los diferencia?
–El primero es un
enfoque duro, crítico, que sostiene y entiende que la ideología es un proceso
que subvierte una realidad, que se convierte en hegemonía y distorsiona lo que
le llega a la persona. Ese concepto no lo hemos tratado en el libro. El otro
concepto es más débil, y es entendido como un sistema de creencias más o menos
coherentes, más o menos completas y orientadas hacia la acción. El sistema de
creencias tiene altos niveles de abstracción, e incorpora una serie de
elementos que hacen a lo simbólico. Lo simbólico está compuesto por las
características del líder o persona, entendida a través de un set lingüístico
común, de simbología partidaria, de creencias y posiciones de su visión del
mundo, y un elemento que tiene en cuenta el eje central del hablante frente a
uno o unos grupos de destinatarios, una acción motivante de arenga de su
recurso ideológico, una función explicativa, pedagógica, que su posición frente
a un status quo, como cambio o continuidad. Todo eso constituye el conjunto de
lo simbólico. El otro elemento, la función más racional de la ideología, tiene
que ver con las políticas propiamente dichas. Si sólo nos quedásemos en la
definición de política según la cual más izquierda significa más Estado y más
derecha implica más mercado, antiaborto, proaborto, sería muy pobre el análisis
de lo que se entiende por ideología. Por eso, esta dimensión alude a la idea de
que las campañas electorales son una discusión sobre la agenda de las políticas
que vienen. La ideología como tal es una brújula, más o menos racional, de lo
que se propone, con un elemento interesante, que corresponde a la valencia. La
valencia aparece como un tercer elemento en el libro, se distingue.
–¿Por qué en el análisis
lo incorporan en el componente de políticas?
–Es un tercer elemento.
A nivel operativo hubo que incluirlo en el componente de políticas por una
cuestión de datos. La valencia es el elemento público. Es un caballito de
batalla electoral que te distingue de tu opositor y que suele sintetizar
racionalmente un esquema de propuestas sin que éstas sean desagregadas. En
general, los temas de valencia implican un alto nivel de aceptación social,
independientemente de quién se posicione como crítico o seguidor de esa
valencia. Pero su nivel de polémica aparece cuando la valencia empieza a ser
desagregada. Por eso la valencia constituye grandes declamaciones con poco
nivel de desagregación, porque en general es el elemento “atrapa todo” que
suele dar cuenta de los eslóganes políticos.
–De hecho en el libro
diferencian entre valencia, proyectos y propuestas. ¿Dónde aparece el mayor
componente ideológico?
–Es indistinto. En
general, la valencia suele tener una sobrecarga ideológica. Cuento un caso
elocuente. En Guatemala, cuando compitieron Alvaro Colom con Otto Pérez Molina,
el segundo representaba la valencia de la “mano dura”. Tan criticado fue que,
hacia el final de su campaña, debió modificar su eslógan por “mano dura, cabeza
y corazón”. Y tuvo que ablandar esa valencia que implicaba una sobrecarga
ideológica muy fuerte recostada en la derecha. El ganador, Alvaro Colom,
planteaba “la mano de la solidaridad” como contraejemplo de la mano dura. Ese
es un ejemplo de valencia. Es un elemento central, en el que juega lo retórico
más que lo ideológico.
–Ustedes asumen que no
hubo grandes diferencias en las campañas electorales del 2007 de Cristina
Fernández y Elisa Carrió. ¿Cree que después de la asunción de Cristina Kirchner
se intensificaron ideológicamente las diferencias?
–En este punto quisiera
marcar un aspecto que surge del análisis y compararlo con Venezuela. Si bien el
estudio se centra en la etapa electoral, no tendría empacho en afirmar que,
tanto desde que Chávez entra al gobierno como el kirchnerismo, y más aún con
Cristina, representan procesos de fuerte nivel de ideologización. Sin embargo,
es muy curioso porque las elecciones en Venezuela en 2006 no tuvieron
competitividad. En Argentina, en el año 2007 ocurrió lo mismo, y también en el
año 2011. Fueron elecciones en las que se tenía muy claro quién iba a ganar. La
diferencia en ambos países, que venían con un derrotero híper ideológico, es
que, aun sin competitividad, Venezuela mantuvo alto nivel de ideologización por
parte de Chávez y el oficialismo, y bajo nivel de ideologización o
ideologización moderada por parte de sus contrincantes. Ocurrió con Manuel
Rosales como con (Henrique) Capriles. En cambio, en Argentina, la elección del
2007 frente a Elisa Carrió y la de Cristina en 2011 fueron de bajo nivel de
ideologización. Me animo a proponer una tesis para pensarla hacia adelante: en
el contexto argentino, el bajo nivel de competitividad política posibilitó una
merma de la intensidad ideológica tendiente a aumentar el caudal electoral por
parte del oficialismo, que ya se sabía claramente ganador con diferencias muy
firmes.
–En el caso de Bolivia
se plantea que, en la segunda elección de Evo Morales se inicia una búsqueda de
nuevos actores, ¿cómo juega el componente ideológico en esa segunda elección
respecto de la primera?
–Lo interesante en
Bolivia es que en la primera elección, el apoyo de Morales fue de tipo
movimientístico y desorganizado, mejor dicho, organizado pero no
institucionalizado. En la segunda, sí hubo un nivel de institucionalización
mayor, ubicado en el MAS (Movimiento al Socialismo). De hecho, uno de los
eslóganes centrales era “Somos MAS” (en referencia a la sigla del Movimiento al
Socialismo). Quisiera agregar una aclaración, un rasgo de este estudio es el
descubrimiento de que todas las campañas electorales tuvieron entre 3 y 4
eslóganes promedio, con lo cual no hubo un único elemento dominante sino una
multiplicidad de componentes relacionados coherentemente. Incluyo este
paréntesis porque es útil para analizar el caso de Bolivia.
–¿Por qué?
–Porque uno de los
eslóganes era “Viva la coca, fuera los yanquis”. Ese eslogan, que parece un
poco atípico, folklórico y que tiene una profundidad fenomenal, le dio la
posibilidad a Evo de generar una segmentación. No una microsegmentación como la
de los sistemas anglosajones, donde el voto no es obligatorio y uno con mucho
dinero puede microsegmentar a la población. La macrosegmentación trabaja sobre
sectores muy amplios, como el sector de cocaleros o rural en Bolivia. Aparece
en Evo un componente civilizatorio –no tan sólo ideológico– hacia el imperio
norteamericano (según sus propias palabras y su definición de imperio). Esa
característica estuvo relacionada con el aumento de la institucionalización de
la oferta política de Evo Morales y con la profundización de beneficios futuros
para el pueblo en su conjunto y fundamentalmente para el pueblo de las
comunidades aborígenes. Es en ese contexto que se produce la reforma de la
Constitución, donde se inscriben los derechos sociales más que individuales
favorables a las comunidades aborígenes en Bolivia. Un contexto claramente
distinto, con un Evo más fuerte que ganó por diferencias contundentes frente a
su opositor circunstancial.
–Los pilares de la paz y
la solidaridad que se impulsaron en la campaña de Nicaragua, ¿qué rol jugaron
en un contexto de tanta incertidumbre respecto del futuro de la democracia?
–Nicaragua es un
fenómeno realmente interesante, porque Daniel Ortega, neomarxista confeso,
planteó la idea de la fraternidad como elemento central –aunque la palabra
“fraternidad” no se usó fue el núcleo dominante– a través de expresiones como
“paz, amor y reconciliación”. La idea de la reconciliación fue un elemento
transversal en su campaña electoral. Su set lingüístico daba cuenta de un alto
componente religioso.
–¿Es posible definir
algún patrón común en la región, tanto en estas campañas como en las últimas?
–Sí, es posible
encontrar un patrón de emotividad promedio en todas las campañas: el amor en el
caso argentino; Michelle Bachelet como “madre y médica para curar los males del
sistema”; la reencarnación de un espíritu de (Evo) Morales que venía a
reivindicar los derechos perdidos en las colonias. La idea de la emotividad
adquirió múltiples formatos, se da en promedio en América latina, aunque más
especialmente en América Central. Creo que ése es un elemento que, en parte,
suaviza el componente racional y duro, ubicado en la izquierda. Lo complementa.
Por eso sostengo que hay un componente político, por un lado, y uno simbólico,
por el otro. Daniel Ortega discursivamente se ha ubicado de una manera
fenomenal, resaltando el componente simbólico.
–¿Es comparable con la
elección de Fernando Lugo en Paraguay?
–En parte sí, salvando
las distancias. Porque Lugo tiene autoridad histórica para hablar del
componente religioso, y efectivamente así lo hizo. Pero no es el caso. Panamá
también tenía un registro religioso, sin actores que viniesen del ámbito
religioso. Pero es un fenómeno altamente interesante que se ve en toda América
latina. En Elisa Carrió vemos una apelación constante a la dimensión religiosa,
casi mítica. Aunque en el caso de Daniel Ortega llama la atención, por su
característica neomarxista.
Fuente: Página/12
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