Por Andres Asiain y Lorena Putero
Una parte de los habitantes de la Ciudad de Buenos Aires y de las
demás urbes del país suelen considerarse ciudadanos de un mundo cuya
carta de ciudadanía global es el billete norteamericano. Por esa razón,
las últimas regulaciones del mercado de cambios se le presentan como un
intento autoritario por cercenar sus libertades individuales. Pero en la
aldea global forjada por el neoliberalismo, la libertad cotiza en la
Bolsa. Y es así como, detrás del reclamo libertario de la clase media,
se esconden fuertes intereses económicos que especulan con hacerse una
diferencia a su costa.
Están en primer lugar aquellos grupos económicos que comenzaron a
atesorar moneda extranjera a finales del 2007, y que ya llevan cinco
años perdiendo dinero. Mientras que el dólar rindió un 8 por ciento
anual, en la plaza local podrían haber colocado esos fondos financiando
créditos al consumo a un 30 por ciento o más. Desesperados por una
devaluación que no llega, se dedican a devaluar al ahorrista medio
asustándolo con profecías apocalípticas para terminar vendiéndole los
dólares a precios excesivos en alguna cueva. También esperan ansiosos la
liberación cambiaria los exportadores que obtienen ingresos en moneda
extranjera y pagan salarios en moneda nacional. Un alza del dólar
ensancharía la diferencia entre ambos, con su consecuente impacto en los
beneficios. Por último están los que apuestan a la desestabilización.
Sin chances electorales ni posibilidad de golpear cuarteles como sucedía
décadas atrás, apuestan al golpe de mercado y ponen a su servicio todo
su poder económico y mediático.
De esta combinación de factores resultó una fuga de capitales que
sumó desde comienzos de 2007 unos 67.000 millones de dólares. A esa
presión sobre el mercado de divisas se le agregó –en el último año– la
contracción de los mercados donde colocar nuestros productos
industriales por el impacto de la crisis externa y una sequía que redujo
la producción agrícola exportable. Ante esa situación, se implementó
una serie de medidas destinadas a cuidar las divisas y privilegiar su
utilización para el sostenimiento de la actividad económica (que
requiere de la importación de insumos y maquinarias que no se fabrican
en el país). Se termina con el régimen de privilegio de las mineras y
petroleras y se les exige liquidar los dólares por sus exportaciones en
el Banco Central. Se obliga a las aseguradoras a traer los fondos
invertidos en el exterior. Se restringe la remisión de utilidades de las
multinacionales y se expropia el 51 por ciento del paquete accionario
de la mayor empresa del país para revertir el déficit energético. Se
instrumenta una serie de papeleríos destinados a evitar importaciones de
productos que se pueden fabricar localmente, imponiendo como condición
para el acceso al dólar por parte de las empresas que amplíen sus
exportaciones.
También se regula la compra de dólares por particulares,
dificultando el ahorro en moneda extranjera o el turismo fuera del país.
Pero si bien estas regulaciones pueden molestar a ciertos sectores
medios, la alternativa de libertad cambiaria podría haber derivado en un
caos económico, con fuerte devaluación del peso, aceleración de la
inflación y derrumbe del empleo. En ese caso, muy pocos tendrían
ingresos suficientes para ahorrar siquiera en pesos, ni para pasear aun
dentro del país. Eso sí, muchos se agolparían en Ezeiza pero no para
irse de vacaciones como lo hacen actualmente (aun con las
restricciones), sino para escaparse de la crisis y probar suerte en otro
lugar, tal como sucedía hace apenas diez años
Fuente: Página/12
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