Examinó
más de 200 experiencias de vinculación entre equipos de 39
universidades argentinas y sus comunidades. ¿Por qué la extensión tiene
menor jerarquía? ¿Por qué no es reconocida como la docencia y la
investigación?
Daniel
Mato es Doctor en Ciencias Sociales (Universidad Central de Venezuela) e
Investigador Principal del Conicet en el Centro Interdisciplinario de
Estudios Avanzados de la Universidad Nacional Tres de Febrero. Desde
hace casi 30 años, se concentra en analizar los vínculos entre las
instituciones universitarias y los grupos sociales. Sostiene la defensa
de una perspectiva integral capaz de reunir y aprovechar las
potencialidades de las actividades de docencia, investigación y
extensión –ésta última tradicionalmente devaluada respecto de las
otras–. La tarea representa un verdadero desafío porque implica
redefinir nada menos que los modelos de evaluación, así como también
rever los procesos de legitimación social que hace que, en definitiva,
algunos conocimientos sean legítimos y otros descartables.
–¿Por qué, todavía, se piensan las relaciones entre universidad y sociedad en términos de extensión?
–Las personas que nos dedicamos a analizar el concepto,
habitualmente, nos dividimos en dos grupos: los que emplean la palabra
“extensión” porque así está expresado en la Ley de Universidades y en
los estatutos, y los que preferimos el empleo de otras nociones como
“vinculación social”. El problema con el término extensión es que
prescribe una situación en que la institución universitaria extiende su
brazo protector y brinda sus conocimientos hacia la masa social, pero
nunca se produce en el sentido inverso. Sin embargo, como en otras
esferas, se crearon grises que se ajustan más a la actualidad como
“extensión de nuevo tipo”, “extensión de doble vía”, o bien, “compromiso
universitario”. De cualquier modo, el asunto no es de terminología sino
de jerarquía.
–¿Son más, o menos reconocidas que las prácticas de investigación y docencia?
–Se produce una paradoja: pese a que las oficinas de extensión, en
general, están muy desatendidas –especialmente desde el financiamiento–,
las personas que desarrollan estas actividades muestran un compromiso
increíble con las comunidades en las que se involucran. No es un trabajo
reconocido por las universidades ni tampoco por otros organismos como
el Conicet, de modo que los docentes-investigadores privilegian la
realización de otras tareas. Es algo así como “la cenicienta de las
funciones universitarias”, un conjunto de obligaciones que las
instituciones desarrollan solo si pueden y cuando las otras ya fueron
cubiertas. No obstante, se produjeron cambios saludables en el último
tiempo: el Consejo Interuniversitario Nacional (CIN) incluyó el tema de
las secretarías de extensión como uno de los puntos fundamentales a
revalorar.
–¿Por qué el Conicet no reconoce las actividades de extensión que desarrollan sus investigadores?
–En realidad, las agencias de investigación en toda Latinoamérica
ignoran la centralidad de aquellas actividades que los investigadores
practican en estrecho vínculo con las comunidades. La extensión no tiene
el reconocimiento que posee la investigación, pese a que los modos de
evaluación de esta última deberían ser interrogados y cuestionados.
–¿En qué sentido?
–Medir el impacto de algunas investigaciones a partir de la
publicación de papers no es adecuado. Si la productividad de un trabajo
solo puede calcularse a partir de la cantidad de veces que es citado en
otras revistas académicas estamos complicados. También deberían
contemplarse, por ejemplo, en función de su capacidad para resolver
problemas concretos de las poblaciones. Ni siquiera las patentes son
muestra de ello, porque no todo lo que se patenta se utiliza ni tampoco
asegura un empleo con fines benéficos. Sin ir más lejos, las armas
también se patentan. En definitiva, la publicación en revistas puede
funcionar como un indicador válido, pero uno más entre tantos. Hace dos
años el Conicet habilitó un lugar para anotar las actividades de
extensión que los científicos realizan pero no otorgan puntaje. Los
sistemas de evaluación de las universidades, asimismo, espejan lo que
ocurre en este organismo y reproducen los mismos problemas.
–¿De qué manera habría que medir el impacto de la extensión?
–No pueden ser examinadas con las mismas herramientas con las que se
mide la calidad de las investigaciones. Los mecanismos de control
requieren de evaluaciones contextuales, a partir del monitoreo de
resultados parciales y finales. El mejor instrumento es consultar la
opinión de los miembros de los grupos sociales en los que se intervino.
La universidad debe habilitar esas voces y otorgarles la importancia que
se merecen, a partir de la creación (algunas ya los tienen) de consejos
sociales, encargados de auditar los resultados de los proyectos en el
área. Por supuesto que es mucho más trabajoso medir el impacto en los
grupos sociales que contar citas en artículos, pero es un desafío que
debe tomarse porque la única vía de obtener más presupuesto para
desarrollar las tareas de extensión es a partir de su legitimación
social.
–¿Se cree que las actividades con las comunidades no son complementarias con la investigación?
–Por el contrario, las prácticas de extensión enriquecen los trabajos
de investigación y docencia que realizan los científicos. Debemos
cambiar la perspectiva y comprender el conjunto a partir de un enfoque
integral. Mi propio trabajo se ha beneficiado ampliamente de mis tareas
en colaboración con universidades indígenas interculturales, creadas por
organizaciones sociales y también por los Estados para estas
poblaciones. La Universidad Maya-Chachiqué, Maya-Ixil (ambas de
Guatemala) y la Universidad Autónoma Indígena Intercultural (Colombia)
corresponden al primer grupo; mientras que en el segundo se podría
incluir a las 12 universidades mexicanas que, a partir de 2007,
surgieron gracias al trabajo de la Secretaría de Educación Pública de
aquel país y también a las gestionadas en Bolivia bajo la denominación
“Universidades Interculturales Indígenas Productivas de Bolivia”.
–¿Y qué ocurre con los modelos de aprendizaje?
–En las de modelo estatal existe una adaptación del régimen
universitario convencional (es decir, el de las universidades
nacionales) y se realizan esfuerzos legítimos de colocar a las
instituciones en diálogo con las demandas y las necesidades de las
comunidades. En el caso de las creadas desde las organizaciones
indígenas, directamente, se parte de sus modos de aprendizaje para
construir los programas pedagógicos. Los saberes y conocimientos surgen
de la experiencia y en contexto: la sensibilidad que se debe adquirir al
momento de pescar o la precisión para preparar los analgésicos
artesanales requieren de muchísima práctica y destreza.
–A menudo, se critica el aprendizaje por experiencia como si fuera un modo devaluado de producir y adquirir conocimientos.
–Es por mera ignorancia, ya que algo muy similar ocurre en las
Escuelas de Negocios de la Universidad de Harvard que todos veneran:
allí también los estudiantes aprenden con la solución de casos que se
elaboran a partir de experiencias concretas; no solo de las exitosas
sino también de los fracasos. Lo mismo sucede en las escuelas de
medicina: más allá de las clases teóricas, los médicos no se forman de
manera completa sin los ejercicios prácticos. Constituye, todavía, un
grave error de la academia subestimar a las clases populares.
Fuente:Pagina/12
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