Imagen: Leandro Teysseire
En
abril de 1977, los golpistas del 24 de marzo, civiles y militares,
podían mostrarse satisfechos. Luego de golpear muy duramente a la
guerrilla y a la militancia social e imponer sus condiciones a los
partidos políticos, la dictadura sostenía que la subversión estaba en
retirada. Los grandes medios y la gran mayoría del empresariado
respaldaban la política que había bajado brutalmente los salarios. Como,
además, la jerarquía católica había legitimado la tortura en un
increíble documento, no se veía ninguna amenaza seria aunque las
noticias del horror comenzaban a generar reacciones en el mundo.
En este contexto irrumpieron las Madres buscando a sus hijxs. Era
difícil comprender la audaz decisión. ¿Podrían tener éxito frente a los
vencedores de una guerra, nombre que ellos preferían al más adecuado de
carnicería? Pocos meses antes, Rodolfo Walsh había señalado la necesidad
de enfrentar de otro modo a la dictadura. Se pronunciaba contra los
grandes aparatos y las operaciones espectaculares y abogaba por una
resistencia, a la medida del pueblo, que tomara conciencia del tremendo
golpe recibido. Sin conocer estas recomendaciones, las mujeres de la
Plaza actuaban en esa línea. Las Madres resistieron sin advertirlo,
gradualmente conformaron un colectivo y, sin olvidar a su desaparecidx,
terminaron reclamando por todxs lxs hijxs. Su perseverancia las
convertiría en símbolo. También en un sujeto político central.
Ninguna teoría lo había previsto. Pudieron hacerlo porque su reclamo
era el más elemental, pero el más difícil de responder. Con la guerrilla
diezmada y sin posibilidades de movilización, las Madres insistieron
con su presencia obstinada. No les fue ahorrado ninguno de los agravios y
sufrimientos de un Vía Crucis cargado de indiferencia y vejaciones, que
no excluyó el secuestro de Azucena Villaflor, Esther Careaga y Mary
Bianco, golpe brutal que no disuadió a las demás Madres. Cada una
encontró fuerza en las otras para seguir adelante, decisión realimentada
a diario por el recuerdo del ser querido. Taty Almeida no olvidó el
poema que le dedicó su hijo Alejandro: Si la muerte me sorprende/de
esta forma tan amarga, …/dejaré el aliento, el último aliento,/para
decir te quiero.”
Los represores reaccionaron llamándolas locas. No había razones para
eso: Eduardo Galeano con bellas palabras puso a las Madres como ejemplo
de salud mental, porque se negaron a olvidar en tiempos de amnesia
obligatoria. Sin embargo, como ocurrió con otros insultos dirigidos
contra el movimiento popular, locas se transformó en un emblema que Taty
repite con orgullo: “A pesar de los bastones, las locas seguimos de
pie”.
Hija de un alto oficial de Caballería, y rodeada por otros familiares
que revistaban en el Ejército o la Aeronáutica, relacionada con
Galtieri, Camps y Agosti, Taty, confiesa haber sido muy antiperonista:
“hasta los 45 años –dice– yo vivía en una burbuja”. Por eso era más
fácil engañarla. Harguindeguy le dijo que no tenían información de
Alejandro, agregando con tono confidencial: “no podemos hacer nada
señora, los que secuestran son los peronistas”. En esa escuela de la
burla y la humillación se formaron las Madres.
El Juicio a las Juntas fue un avance notable pero, no aportó muchos
datos sobre el destino de lxs desaparecidxs. Las leyes de Punto Final y
Obediencia Debida cerraron el camino. Con los indultos, fundados en un
discurso de reconciliación que no tuvo mucha recepción de la sociedad,
se completó el círculo de la impunidad. Se inicia entonces uno de los
períodos más difíciles. Menem ganaría aún tres elecciones más. ¿La
mayoría de la población apoyaba la política de denegación de justicia?
No necesariamente, pero los organismos nunca renunciaron a la
continuación de los procesos. En esos años, desde las Madres Línea
Fundadora, Taty participa en iniciativas como el Procesamiento de los
genocidas en el exterior y los Juicios por la Verdad.
En diciembre del 2001, entre las razones de la decepción popular, la
impunidad de los genocidas no fue la menos importante. En momentos de
fuerte cuestionamiento a partidos, empresarios y sindicatos, el
movimiento de Derechos Humanos obtuvo un verdadero liderazgo moral. Eso
facilitará a Néstor Kirchner las audaces decisiones que llevarán a la
nulidad de las leyes de impunidad, la reanudación de los juicios y la
creación de los Espacios de Memoria. Los reclamos de los organismos,
enriquecidos en los ‘90 con el aporte de HIJOS, se convirtieron en
prioridad de la agenda y núcleo central del discurso oficial. En esos
años, nos acostumbramos a ver a Taty en todas partes, en la ex ESMA, en
la Plaza, acompañando a los sobrevivientes en los juicios, llevando a
los conflictos su abrazo solidario, reivindicando a Alejandro y a sus
30000 compañerxs desaparecidxs.
Vivió como una pesadilla la reaparición de los discursos
negacionistas, la represión a los movimientos sociales, las
transferencias groseras de recursos a los grupos privilegiados o la
subordinación sin condiciones a los Estados Unidos, impensada en tiempos
de la Unasur. Lamentó más de una vez que el giro reaccionario la
encontrara en una etapa avanzada de la vida. Sin embargo, no dudó.
Recorrió el país, peleó por la libertad de Milagro Sala, contestó los
desatinos de más de un funcionario y exhortó a luchar –excluyendo
siempre el recurso a la violencia– contra este neoliberalismo
autoritario que, elegido en las urnas, reiteraba políticas y discursos
de la dictadura.
El Movimiento de Derechos Humanos ha sido actor fundamental en el
logro de una excepción argentina que el mundo admira: la capacidad de
juzgar a los genocidas. Además, los organismos tuvieron mucho que ver en
la gestación de una Memoria que, rechazando la teoría de los dos
demonios y los discursos sobre una falsa reconciliación, plantea que los
grandes crímenes contra la Humanidad no se explican sólo por la
perversidad de sus perpetradores sino que tienen raíces en la historia y
la sociedad. Por eso aquella compulsión de las Madres por buscar a sus
hijxs se convirtió en solidaridad con todos los dolores de la patria y
del mundo, en un compromiso de emancipación.
Esa lucha se inscribe en la historia de las mujeres que pelearon por
la igualdad de derechos, Evita y otras. Hoy, esta tradición recibe la
contribución invalorable del Movimiento Ni Una Menos que recoge el
ejemplo de las Madres. Quizás no haya muchas coincidencias entre el
perfil adusto que Taty y sus compañeras tuvieron que adoptar y la
presencia transgresora e irreverente del movimiento que hoy sacude a la
sociedad argentina. Pero, más allá de las apariencias, hay una identidad
esencial, la disposición a luchar por la vida y los derechos y una
clara actitud de insumisión frente al poder.
* Versión resumida del Elogio leído en la entrega a Taty Almeida del
Doctorado Honoris Causa por la Universidad Nacional de las Artes.
Fuente:Pagina/12
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