El delito de desaparición forzada consiste en “el arresto, la detención, el secuestro o cualquier otra forma de privación de libertad que sean obra de agentes del Estado o de personas o grupos de personas que actúan con la autorización, el apoyo o la aquiescencia del Estado, seguida de la negativa a reconocer dicha privación de libertad o del ocultamiento de la suerte o el paradero de la persona desaparecida, sustrayéndola a la protección de la ley”, dicen la OEA y la ONU. Se trata de un delito de derecho internacional, que se puede configurar de muchas maneras, por lo que no hace falta que se cumplan todos los rasgos mencionados: cualquiera de ellos ya configura la desaparición forzada. 
En el caso de Santiago Maldonado confluyen varias causas: la desaparición en el marco de una feroz e ilegal represión desatada por Gendarmería Nacional contra un grupo de personas que protestaban cortando una ruta (y que se continuó con la persecución del grupo y la irrupción en un territorio mapuche), el ocultamiento de la suerte o el paradero de la persona, y la negativa a reconocer que Santiago Maldonado estaba desaparecido mientras no se hallaba su cuerpo, lo cual se prolongó nada menos que durante 77 días. Por eso es no solo legítimo sino técnicamente ineludible hablar de su desaparición forzada. Hablando en derecho, no hacerlo configuraría un error de calificación. Y hablando políticamente –lo que no es malo en una sociedad democrática– no hacerlo es caer en la trampa (antidemocrática) tendida por el Gobierno. Para explicarlo: si no hablamos de desaparición, para que no se nos acuse de “politizar el caso”, para usar la jerga (antidemocrática) de la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, avalamos la tesis contraria, que implicaría sostener que Maldonado se ahogó mientras paseaba en el río. Y no. La secuencia de los hechos marca que Santiago participaba de la protesta, que la misma fue reprimida violentamente (hay registros fílmicos que lo prueban), que desapareció en medio de la represión, y que su cuerpo fue hallado mucho tiempo después en un lugar que se había rastrillado varias veces sin resultado. 
Para la ministra Bullrich (máxima responsable de las políticas represivas) y para los medios de comunicación que sostienen a este Gobierno, el caso Maldonado está cerrado porque el chico simplemente “se ahogó”, según una resolución judicial a la que se arribó luego de un proceso burdo, plagado de presiones (reconocidas por el propio juez) y arbitrariedades. Regalo para que la ministra arremetiera contra el “relato de los derechos humanos” justo cuando se iniciaba la cumbre del G-20.
En un juego de semejanzas y diferencias, recordemos que Ezequiel Demonty también “se ahogó” tras ser obligado por policías a tirarse al Riachuelo. Pero tras un juicio ejemplar, en el año 2004 y con paradigmas muy distintos a los actuales, tres uniformados recibieron condena a prisión perpetua, y otros seis diversas penas. Hoy, con los parámetros establecidos por el gobierno de Cambiemos, los involucrados en el caso Demonty serían condecorados o ascendidos por la ministra de Seguridad y el Presidente, tal como ya ha sucedido respecto de otros delitos de “gatillo fácil” o con uniformados que abiertamente agreden a jueces en la vía pública por ser “garantistas”. La promoción de la violencia institucional que se celebra desde lo más encumbrado del poder político configura un riesgo para la democracia. 
Santiago Maldonado no murió solo. No estaba paseando en el Sur. Estaba protestando, lo cual es un derecho constitucional, una garantía de primer orden. Lo hicieron desaparecer forzadamente, mientras la Gendarmería desplegaba una represión ilegal, coordinada en forma presencial por el jefe de gabinete del Ministerio de Seguridad, contra una protesta de comunidades originarias en el Sur argentino. Mucho más tarde y debido a la masividad de los reclamos sociales (y solo debido a su persistencia y firmeza), las fuerzas de seguridad hicieron aparecer su cadáver en el mismo lugar donde ya se había rastrillado (sin éxito) muchas veces. 
En La invención de los derechos humanos, Lynn Hunt sostiene que la desaparición forzada de personas será (ya es) el crimen más repetido del siglo XXI, porque los Estados, luego de acometer masacres, buscarán cada vez más (y con nuevas tecnologías a su disposición) borrar las pruebas. Nuestro país es hoy fiel testigo de este proceso incipiente. (Ya la dictadura genocida buscó borrar las pruebas de sus crímenes desapareciendo personas: Argentina tiene el triste mérito de haber hasta inventado esta categoría: la del “desaparecido”.)
Pero supongamos, solo por un momento, que efectivamente Maldonado se ahogó en el lugar donde fue encontrado su cuerpo. Ello no elimina el delito. Santiago Maldonado no entró al río a bañarse, cargado de ropas y mochilas y sin saber nadar. Estaba escapando de fuerzas de seguridad que lo estaban reprimiendo. Es decir que su muerte fue clara consecuencia de esa represión ilegal. Y que las responsabilidades por su muerte van desde los gendarmes que lo reprimían, hasta las autoridades que ordenaron la represión y los encargados de investigar lo ocurrido, que en lugar de hacerlo pusieron todo tipo de trabas a las diligencias requeridas por la familia de Santiago y terminaron por aceptar como buenas pruebas periciales pruebas contaminadas desde el inicio y contrapuestas con otros elementos que obran en la causa.
Es decir que o hubo desaparición forzada (por los motivos que indicamos al principio) o hubo homicidio. Lo que no ocurrió es un simple accidente en el cual Santiago Maldonado “se ahogó”. No reconocerlo es hacer el peor uso político del poder judicial. Algo que, lamentablemente, es moneda corriente en estos días donde la justicia y los derechos humanos, pilares del Estado democrático de derecho, están en riesgo de desaparecer.
* Ex subsecretario de Derechos Humanos de la Nación.
** UBA-Conicet, director del Tribunal Experimental en Derechos Humanos Rodolfo Ortega Peña (UNLa).
Fuente:Pagina/12