La
semana que pasó se conocieron números oficiales de inflación y privados
de pobreza. El resultado, al margen de las pequeñas variaciones, fue el
predecible. La inflación no para de crecer a niveles récord, lo que por
extensión supone un crecimiento también récord de la pobreza. Ello es
así porque la pobreza se mide tradicionalmente por ingresos y porque la
variable de ajuste del modelo económico en curso es el salario, el único
precio relativo que se mueve en sentido inverso a los demás, el dólar y
las tarifas.
No es una novedad que en 2018 los salarios promedio acumularon una
caída de dos dígitos, con paritarias a la baja, pérdida que fue mayor
para trabajadores públicos, informales y pasivos, mientras el dólar
prácticamente duplicó su valor seguido por las tarifas y los
combustibles. Por lo tanto era simplemente imposible que no se registre
un aumento de la pobreza por ingresos. Así lo indica además el desplome
del consumo y con él, de la actividad y la inversión, proceso que se
complementa con la pérdida de empleos de mejor calidad, especialmente en
la industria. Los ajustes económicos siempre son procesos dolorosos y
con secuelas de largo plazo. El gobierno ya no hace pronósticos porque
los futuros venturosos ya no existen.
Mauricio Macri, luego de cambiar en 2016 la composición de las
canastas que se utilizaban hasta entonces para medir pobreza e
indigencia, provocó que el indicador se dispare hasta llegar a casi un
tercio de la población. Vale aclarar que semejantes canastas habrían
significado en 2002 niveles de pobreza en torno al 70 por ciento, pero
el discurso de la hora demandaba decir que “el kirchnerismo dejó un
tercio de la población en la pobreza”. Acto seguido Macri volvió el
reloj a cero y pidió que se lo juzgue hacia adelante por los resultados
que logre en la materia. Fue en tiempos en que, gracias a la pesada
herencia, el país se endeudaba en los mercados globales voluntarios al
impresionante promedio de cincuenta mil millones de dólares anuales, lo
que permitió disimular el rojo de las cuentas externas y, ya en 2017,
provocar una ligera expansión económica preelectoral.
Para conseguir la expansión se recurrió al manejo del ciclo
económico. Luego de apenas imponerse en el balotaje de 2015 por un par
de puntos, el modelo necesitaba consolidare en las urnas. Los mecanismos
empleados fueron relajar los aumentos de tarifas y combustibles, sacar
la presión sobre el freno de las paritarias, dejar que el dólar se
retrase, impulsar suavemente la obra pública frenada e inundar a los
sectores de menores ingresos con créditos de la Anses. Como finalmente
la economía es una ciencia, la estratagema electoral de expansión dio
vuelta el ciclo y en diciembre de 2017 el oficialismo pudo mostrar
orgulloso unos pocos puntos de crecimiento y de baja en la pobreza.
Redondeando, desde poco más de 30 puntos a alrededor de 28. Los números
se escriben como referencia, pero lo que realmente importa no son los
datos puntuales, sino la tendencia y la profundidad de las variaciones.
Al margen del número absoluto o de la discusión por la canasta de
referencia, el dato cualitativo fue que gracias a los anabólicos
económicos la pobreza por ingresos disminuyó en 2017.
Los resultados electorales junto a la mejora parcial de los
indicadores envalentonaron al gobierno que por entonces vivía su mejor
momento. Mientras se hablaba de reelección presidencial asegurada y
buena parte de la oposición compraba la imbatibilidad oficialista, el
Poder Ejecutivo evaluaba que había llegado el momento de contraatacar
con el proyecto neoliberal y lanzar su triple propuesta de reformas
previsional, tributaria y laboral. Desde el Banco Central el invencible
equipo de Federico Sturzenegger y sus huestes de la Universidad Torcuato
Di Tella proyectaban la legendaria meta de inflación de “10% +/- 2”
para 2018. Pero los sueños duraron poco, la victoria pírrica de la poda a
los jubilados en el Congreso, apoyada por Federales y Renovadores,
desató una secuencia de protestas en las calles, infiltrados revoltosos
de los servicios de inteligencia y la propia policía y represión
desembozada, un paquete que, al final de la jornada, provocó cacerolazos
en la capital y algunas grandes ciudades. Las sonrisas oficialistas
comenzaban a virar al rictus.
Luego, tan pronto como el 28 de diciembre, el gobierno confirmó lo
que todos sabían, que las metas de inflación del Banco Central eran un
dibujo de tan mala calidad como el conjunto de la gestión del equipo de
Sturzenegger. Aunque los síntomas mayores del fracaso económico puro y
duro tardarían cuatro meses más en manifestarse con la plenitud de la
corrida cambiaria más larga de la historia, los mercados internacionales
advirtieron que algo olía mal en Argentina y que quizás el modelo
market-friendly de Mr. Macri marchaba con menos viento en popa del que
se creía. Parece increíble, pero los acontecimientos que se relatan
tienen una antigüedad de apenas un año.
De nuevo, este largo marco señala que las variaciones puntuales de
los números son casi irrelevantes y que lo que realmente importa es el
ciclo económico y las tendencias de largo plazo de los indicadores. La
inflación de 2018 bordeará el 50 por ciento, lo que quiere decir que las
metas del Central degeneraron en “10% +/- 40”. Luego la pobreza ya
superó largamente la heredada en 2015. Mientras tanto la prensa titula
sobre los números que “la inflación se desaceleró” al bajar del pico de
6,5 por ciento de septiembre al 3,2 por ciento de noviembre, como si los
shocks de precios relativos tuviesen efectos continuos y homogéneos.
También en base al informe del Observatorio de la deuda social de la
Universidad Católica Argentina, se dijo que la pobreza es récord desde
2010 y creció más de 5 puntos el último año, de 28,2 a 33,6 por ciento,
es decir más de un tercio de la población. Más allá del debate
metodológico vale recordar que se trata de la misma organización para
quien la pobreza no paró de crecer entre 2011 y 2015, cuando
probablemente lo haya hecho sólo en 2014 tras la devaluación. La
síntesis provisoria es que los números son siempre escenario de disputa,
pero cuando el ciclo es de ajuste y recesión con inflación, sumado a la
pérdida y deterioro del empleo, el resultado es de más pobres y de más
indigentes. Luego, cuando la estructura productiva se desarticula en el
marco de una mayor pobreza el resultado es que los más afectados son los
más vulnerables de la estructura social, los jóvenes, mujeres y niños.
Hoy ya más de la mitad de los menores de 18 años son pobres. El FMI y la
Alianza Cambiemos saben que este es el resultado brutal del modelo que
llevan adelante, por eso el énfasis asistencialista en “contener por
abajo” para tener “un diciembre tranquilo y las fiestas en paz”.
Mientras dure y aguante.
Fuente:Pagina/12
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