Fecha: 18/11/2018 19:44
El comodoro se dirigió secamente, y seguramente muy nervioso, al señor
Perón: Usted puede descender acompañado, únicamente, por tres personas
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Deberá dirigirse directamente al Hotel Internacional. Puede optar también por permanecer en el avión o regresar. Le ruego manifieste cuál es su decisión.
El viajero se puso de pié -No, no, vamos a bajar. Si no, ¿para qué vinimos? El señor Perón –para la Argentina de la dictadura- , el General, para los que lo recibían con un amor apasionado, ponía fin triunfante al largo exilio. No se repetiría con él la maldición de Mármol a Rosas: ni el polvo de sus huesos la América tendrá.
Perón había sido, durante casi dos décadas, el símbolo, el mito, el elemento ritual que unía y que guiaba a los peronistas por el interminable Sinaí de la proscripción y la persecución, hacia la tierra prometida del retorno, superando innumerables adversidades, y sin que faltaran becerros de oro a quienes adorar y sacerdotes heterodoxos que los esculpieran.
Pero fue más que un mito. Fue el conductor a la distancia ¡y a que distancia!, de aquélla masa de fieles. Diecisiete años de proscripción que incluyeron la prohibición de su nombre, y mil métodos fracasados para que hasta su recuerdo desapareciera. Sin embargo, el líder logró lo que ¿nadie? en la historia del mundo contemporáneo. Mantener su presencia y la del movimiento peronista de tal modo que resultara imposible gobernar sin tenerlo en cuenta. Y esto lo hizo conduciendo desde quince mil kilómetros de distancia, y durante diecisiete años, un movimiento de masas que sufrió la proscripción, la represión y la marginación social. Todo ello con un objetivo: el Retorno. No el mero retorno físico del conductor. Lo que Julio Troxler dice en la película Operación masacre: que “nos devolvieran una Patria socialmente justa, económicamente libre y políticamente soberana”.
La grieta no es nueva
En tiempos recientes algún pretendido lector de la realidad nacional creyó descubrir una grieta que dividía a los argentinos. Se trataría de una división artificial, fomentada por el gobierno no peronista de Cristina Fernández de Kirchner. Es un viejo artificio. Ya en los 70, Félix Luna afirmaba que con Perón se había terminado el fair play en la política argentina. Las formas adoptadas, por el gobierno y por sus opositores para juzgarse mutuamente, tuvieron proporciones excesivas, y dieron lugar a verdaderas ordalías contemporáneas. Este fenómeno, desconocido hasta ese momento, fue uno de los elementos más característicos de la época peronista. Parece excesivo. En los 60 años de continuidad constitucional entre Mitre y Uriburu estallaron las revoluciones mitristas de 1874 y 1893, la cívica del 90, las radicales del 93 y de 1905, sin olvidar la guerra civil de 1880. Todo en un marco de elecciones con fraude y matonaje. La década del 30, con sus urnas cambiadas, su sufragio de difuntos y sus mil y un fraudes a la mayoría radical, tuvo también las revoluciones de Pomar, Cattaneo y Bosch. En ellas no se tiraba con balas de fogueo.
Néstor Kirchner decía que sus adversarios habían inventado la distinción entre kirchnerismo y peronismo para bajarnos el precio. En 2018 aparecen los que distinguen el kirchnerismo bueno, de Néstor, y el malo, conducido por Cristina. En todos los casos se trata de reivindicar a quien ha pasado a mejor vida -y por eso no representa un peligro- de los que si lo representan por estar vivos.
Mas allá de las manipulaciones, la grieta de la que se habla hoy existió desde los orígenes de la Argentina independiente. Los enemigos de las masas populares son los sectores que manejan el poder económico, pero también los que se indignan por el bienestar y el protagonismo político de los pobres, porque si los negros viven como yo, yo vivo como un negro.
El período histórico que se inició con el derrocamiento de Perón, tuvo características que se extendieron a través de los gobiernos militares de Lonardi, Aramburu, ¿Guido?, Onganía, Levingston y Lanusse, y civiles de Frondizi e Illia. Dictaduras unas y democráticos o al menos constitucionales los otros. Sin embargo toda esa época estuvo inspirada en los llamados principios de la Revolución Libertadora y mantuvo los mismos mitos: la reeducación del pueblo engañado por el Tirano y la imposibilidad de regresar a los tiempos de la Segunda Tiranía. Y todos sus gobiernos, los militares y los civiles, los dictatoriales (pero democráticos) y los constitucionales, tuvieron sobre sus cabezas el poder tutelar de las Fuerzas Armadas. Desde septiembre de 1955 el país asistió a sucesivos intentos de terminar con la enfermedad peronista.
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Los presidentes de la proscripción
Los nacionalistas de Lonardi habían apostado al fantasioso peronismo sin Perón. Aramburu y Rojas, más realistas, proscribieron el Partido Peronista, intervinieron la CGT y fusilaron a los contrarrevolucionarios del general Valle. Con la asignatura Educación Democrática en las escuelas y la prohibición de la mención del nombre del prófugo consideraron que el pueblo engañado volvería al redil de la democracia.
La resistencia peronista empezó el día en que Lonardi se instaló en la Casa Rosada. Muchos generales de Perón, que no habían demostrado espíritu de lucha, se apresuraron a aceptar su presunta renuncia. Los políticos peronistas actuaron, en general, pasivamente. La CGT publicó un llamamiento a la pacificación. El mismo Perón -para evitar una guerra civil o cansado por tantos años de gobierno en solitario- ofreció su retiro en un momento en que la situación militar no le era desfavorable. Fueron los sectores populares los que, luego de un primer momento de estupor y angustia, comenzaron a generar los primeros núcleos de resistencia.
El peronismo era una alianza de sectores sociales que intentaban armonizar priorizando el interés común. Pero, más allá de actitudes individuales, los sectores medios –los políticos, los militares, los intelectuales y aún los dirigentes sindicales- bajaron el nivel de su compromiso en las horas de la prueba. No ocurrió así con los trabajadores. Tal vez la frase “vayan a cobrarle a Perón” que muchos patrones daban como respuesta a los reclamos, fue lo que decidió a muchos a “ir a cobrarle” al coronel en la Plaza de Mayo en 1945. Cuando las condiciones de vida y de trabajo se endurecieron tras la caída del tirano, los trabajadores no tuvieron dudas. El peronismo era su Movimiento. El que los había hecho vivir tiempos mejores y protagonizar la política como no ocurría con ningún proletariado del continente.
Esto explica su supervivencia. Los diecisiete años de resistencia tuvieron un protagonista colectivo, que lo era por su identidad cultural y social, pero también por causas concretas como el deterioro de las condiciones de vida y de trabajo de los asalariados, así como su exclusión de la participación política. Yo nunca estuve en política, siempre fui peronista, dice el personaje de Osvaldo Soriano. Es que ser peronista era, ante todo, una identidad, como ser negro en el África del apartheid o ser musulmán chiíta entre los seguidores de Khomeini, en épocas del Sha.
Al frente del pueblo peronista hubo un actor individual, cuyo protagonismo no fue menos importante. En un programa de televisión en julio de 2001, el político e historiador Miguel Unamuno definió el excepcional rol cumplido por el Perón de los tiempos de la Resistencia. Porque si ésta fue un fenómeno colectivo de raíces sociales y culturales, tuvo en el líder el conductor y el punto de referencia que le permitió, pese a las dificultades, mantener la unidad y la continuidad. Por eso, la historia de la Resistencia, pese a rescatar los méritos de hombres como Valle, Cooke, Alberte, Cámpora mismo, no les reconoce más que roles secundarios. Los protagonistas fueron el Pueblo y Perón.
El fracaso aramburiano posibilitó el triunfo electoral de Frondizi, que llegó con votos de los proscriptos, tras pactar con el exiliado. Integracionista y desarrollista, trató de seducir a sus forzados electores proponiendo un negocio equitativo: los peronistas pondrían los votos, y el partido de Frondizi, ponía los gobernantes. Los invitados no aceptaron y se volvió a la represión. En febrero de 1962, los tercos peronistas, con el nombre de fantasía de Unión Popular, volvieron a ganar las elecciones, lo que provocó la caída del presidente por acción de sus tutores militares.
En 1963, se repitió la proscripción, ganando la presidencia Arturo Illia, con un voto de cada cuatro, pese a lo cual quedaría como modelo de democracia. En 1966, los militares, ante el peligro de que tras las elecciones del año siguiente se repitiera la situación de 1962, optaron por el derrocamiento preventivo del presidente. El general Juan Carlos Onganía en el gobierno creyó haber encontrado la solución, El tiempo, con la muerte biológica del exiliado de Madrid. Pero el tiempo no le alcanzó y terminó desplazado por otro general, Alejandro Lanusse, entre puebladas y magnicidios.
Y el peronismo sobrevivía y, lo que era peor, crecía en territorios sociales hasta entonces hostiles. Buena parte de los sectores medios, en 1955 la base numérica del antiperonismo, estaban en proceso de conversión. Sobre todo los jóvenes, surgidos en la Argentina y en el mundo como nueva categoría política, creían encontrar en el viejo líder nacionalista y en su base popular el paradigma argentino de los movimientos de liberación que admiraban en países tropicales. Esto llegó acompañado por la popularización de la guerrilla como método, y de la figura del guerrillero como modelo a seguir. Los militares argentinos, que desde tiempo atrás venían perfeccionándose en los cuarteles del Comando Sur del Ejército de los Estados Unidos, y allí se habían nutrido con la Doctrina de la Seguridad Nacional, creyeron descubrir que la Tercera Guerra Mundial había llegado a nuestras playas. Sobre todo porque buena parte de los noveles guerrilleros –aceptando o no el peronismo- se declaraban marxistas
Lanusse, con mayor lucidez que sus antecesores, creyó ver que ante el nuevo peligro había que reconocer la existencia del Tirano prófugo para alejarlo de toda tentación de apoyo a los subversivos. Así intentó sobornar a Perón con su busto en la Casa Rosada, y el pago de sus pensiones adeudadas. Cuando se produjo la devolución del cadáver de Evita, el líder sintió el impacto, pero se rehizo y terminaría regresando al país.
El avión negro se llamaba Verdi
Lanusse creía que el retorno era una bravata. Sin embargo, el 17 de octubre de 1972 se difundió un mensaje: He resuelto regresar al país. Lo haré a la mayor brevedad posible. Al hacerlo deseo que lo tomen como un gesto de paz.
El avión negro que traería de regreso al Hombre, soñado en las horas tristes de los cincuenta, estaba por encarnarse en el Charter de los setenta. En Roma se reunió con la delegación que lo acompañaría. En Buenos Aires, los militares oscilaban entre el desconcierto y la furia asesina. A mí la negrada no me va a hacer otro 17 de Octubre, le habría dicho el dictador a Antonio Cafiero. El que más adelante sería tristemente célebre Eduardo Massera le dijo a un periodista: -Si se atreve a venir le tiramos el avión abajo.
Pero se atrevió. El 17 de noviembre, pese al enorme operativo de seguridad que impidió a los miles de partidarios movilizados que lo recibieran en Ezeiza, aterrizó en territorio argentino. La movilización, conducida por la JP, fue acompañada por la sublevación de algunos cuadros de la Infantería de Marina, la fuerza más gorila del arma más gorila. Los encabezaba el guardiamarina Julio Cesar Urien, en la Escuela de Mecánica de la Armada. Ni siquiera estaban seguros de los que podían ser considerados los más seguros.
Los días siguientes conmovieron la política argentina. La calle Gaspar Campos de Vicente López, donde estaba la casa de Perón, fue un largo desfile de partidarios y de oportunistas, mezclados con gran cantidad de gente que empezaba a creer que el Líder era la garantía de salida para el país. Los bombos de la JP atronaban de tal manera que por fin, asomado al balcón en pijama, pidió, y obtuvo, silencio para dormir unas horas.
Entre los visitantes, se destacaba Ricardo Balbín. Al no poder entrar por la puerta delantera, tuvo que saltar una tapia para entrevistarse con el que llamaría su antiguo adversario.
El 20, Perón reunió a los dirigentes de una veintena de partidos, sectores sindicales y del sector empresario. Se ponía en el centro de la escena, mientras el gobierno quedaba desconcertado. Durante su estadía, que se prolongó hasta el 14 de diciembre, se forjó al Frente Justicialista de Liberación (FREJULI). Faltaba definir las candidaturas. Pero eso es otra historia.
¿Y hoy? La grieta, aquella que nació antes de 1810, sigue. Y en el siglo XXI, el liderazgo se encarna en quien ha sabido levantar las viejas banderas que, ampliadas con aportes nuevos, siguen siendo la Soberanía, la Libertad y la Justicia.
Enrique Manson, noviembre de 2018
Fuente:DERF
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