No
deja de ser sensacional que la gran noticia sea la baja en la
cotización local del dólar mientras todos los demás índices de la
economía se caen a raudales, continúa el ajustazo sobre la clase media
que en gran proporción votó a este Gobierno y el extendido de pobreza e
indigencia se palpa a simple vista.
Es muy riesgoso que se pierda la capacidad de asombro hasta
naturalizar esa podredumbre. ¿En qué se concluiría? ¿En que ya se sabe
cómo opera el aparato mediático del macrismo?
Así le fue a esa displicencia, o a creer que no le alcanzaría para
ganar, o a confiar en que bastaba con haber vencido a “la corpo” en una
batalla legal provisoria.
Suben sin parar las tarifas de los combustibles y del transporte
público, las cuotas de prepagas y educación privada, los medicamentos,
el cierre o extensión paulatina de pymes, los ancianos y familias
enteras en situación de calle, el costo de entretenerse, la financiación
estrafalaria de las tarjetas de crédito, el goteo de despidos
cotidianos en casi todo el país, la derrota inexorable de los salarios
contra la inflación, pero baja el dólar y querría decir que se controló
el terremoto cambiario de entre mayo y agosto. O mejor: que ya estaría
al caer el rebote del gato muerto, pero rebote al fin, porque en algo
hay que confiar.
Ese armado de sensaciones es clave a fin de entender lo que, de otra
manera, sería inexplicable. Vale respecto de la situación económica y,
más genéricamente, en torno de salvadores y salvaciones que no pasen por
una “clase” política en la que ya pocos creen. Ese ha sido, salvo
excepciones como la posterior al reclamo de que se fueran todos, un
excelente negocio de las derechas.
En una de sus recientes columnas radiofónicas en el programa de
Víctor Hugo Morales, el colega Fernando Borroni reparó en que la
inexistencia de Bolsonaros argentinos no es lo mismo que la ausencia de
bolsonarismos alarmantes.
Sobre lo primero, hace un par de semanas, se opinaba en este espacio
que “la buena noticia es que acá no hay Bolsonaros; y que es altamente
improbable construirlos en una sociedad que sí juzgó a sus militares,
que sí tiene capacidad de reacción y que sí frena en la calle, en sus
réplicas dispersas, en la fuerza de varios referentes, lo que su
inválida dirigencia política todavía no sabe o no quiere articular”.
A eso podría agregarse, sólo para redundar, que entre nosotros
tampoco hay lugar para la edificación de alternativas políticas de neto
corte fascista, o fascistoide, capaces de imponerse nada menos que en
comicios presidenciales.
Nadie se imagina ni analiza, hoy, que podría darse aquí una
brasileñización del escenario electoral (sin por eso perder de vista
monstruosidades distritales, como las que convirtieron al genocida
Antonio Bussi en gobernador tucumano por el voto popular).
Bolsonaro, para el caso, está a la altura intelectual del diputado
salteño Alfredo Olmedo, un virtual pastor cristianista de ultraderechas
que de hecho reivindica los valores del troglodita brasileño y quien,
también de hecho, es convocado por diversos loritos del ecosistema
espectacularista de los medios tradicionales.
Lo único que importa mediáticamente es sintonizar con frases y
provocaciones, tanto de apuro como muy bien estructuradas por la
propaganda de exclusión social. Empalman con aquello de que “la gente”
reacciona identificando al enemigo en el “otro” más cercano a su
comprensión y resentimiento inmediatos.
Olmedo –sólo citarlo debería ser una extravagancia– no podría ser
jamás el presidente de los argentinos. Pero las bestialidades que dice
sincronizan con los valores bolsonaristas que sí esparcen los
predicadores mediáticos de la frivolidad analítica, con cara y verba de
“yo no sé, pensémoslo, a dónde iremos a parar si persiste la violencia,
que el sistema político haga su autocrítica”.
No habrá Bolsonaros entre nosotros, si es por expectativas
electorales. Pero hay de sobra una construcción de ideario facho que
tiene relación directamente proporcional con la crisis de credibilidad
en “la política”, en la democracia, en las instituciones apropiadas por
la derecha para vender que hace falta una ley de la selva garante,
precisamente, de su salud institucional.
Cuando Macri dice que el país es demasiado generoso y abierto con los
extranjeros, y cuando su ministra Bullrich afirma que quien quiera
andar armado debe hacerlo sin ningún problema, y cuando se reivindica
oficialmente la doctrina Chocobar, o cuando el ignoto canciller Faurie
asevera que el cavernícola electo en Brasil es apenas un hombre de
centro-derecha, o cuando se habilita decir alegremente que las negritas
se embarazan para cobrar la AUH, y cuando se vomita el odio contra
trapitos y piqueteros; o cuando se estimula que el problema consiste en
el abajo social, en la delincuencia fogoneada por ellos, por los
“blancos” de la responsabilidad institucional, está el huevo de la
serpiente.
Sí, esos son ellos. Con sus Steve Bannon, sus fake news, sus
comunicadores de la rapidez tan ignorante como despiadada, sus lawfare.
Pero no hay ellos sin nosotros.
Y “la gente” puede comprar el producto, sin importar que no tenga
dimensiones electorales. Es un discurso que no apunta con prioridad a
sectores de la clase media gorilísima, cuyo voto siempre estará
asegurado contra cualquier opción antiperonista así ocurra, como ocurre,
que se viene a pique. Apunta a la franja del que todo da lo mismo.
Como suele reiterar el filósofo Darío Sztajnsrajber, nuestra relación
con la política ya no es muy distinta a la que tenemos con el mundo del
espectáculo. “Nuestros políticos son representantes (de ese mundo) pero
al mismo tiempo son gestores, actores (...) Cada vez menos, la política
tiene que ver con las ideas y, cada vez más, con las performances
propias del mundo del espectáculo” (tomado y sintetizado de una
entrevista en el diario El Liberal, de Santiago del Estero, en noviembre
del año pasado).
Se puede cuestionar que la idea de rebajar a la política hasta ese
estadío no sea, justamente, una ideación del sistema; pero no que sus
resultados consisten en votar por votar, resolver a último momento lo
que se elige según la coyuntura, percepciones o fantasías económicas;
dejarse llevar por discursos y humores pasajeros; carencia de proyectos
colectivos y, cuando sea necesario, épicas nacionalistas ancladas en
neoliberalismo brutal.
Acaba de circular una coincidencia declarativa, off the record pero
obvia, de consultores y referentes empresariales de los grandes.
La cosa que nadie sabe responder es si ya pasó lo peor o si lo peor
está por venir, hablando de la economía. Quedaría determinado, en ese
orden, si Macri tiene todavía chances de reelección. O si ya fue, y
deben recurrir a una Heidi que no implotara junto al resto del Gobierno.
Aquí se adelantó, hace una semana, la encuesta hasta entonces
reservada que ayer ganó la consideración de los medios principales:
Macri perdería en el ballottage contra cualquier candidato de la unidad
peronista, a menos que le tire una soga la sensación de que la economía
está recuperada.
Lo increíble, o algo así, no es que aquella pregunta del millón sobre
si ya pasó lo peor sea ilógica, sino cuáles son los parámetros para
formularla. ¿Cuántas más pruebas se necesitarían acerca de a qué
conduce, a la corta o a la larga, esta salvajada neoliberal?
Argentina acumula una cordillera de vencimientos de deuda externa que
caerán después de 2019, y que terminarán en default casi
irremediablemente. Lo dice con otras palabras el propio FMI, en la
opinión de los economistas de su staff que acompaña al “acuerdo” de
asistencia financiera.
Mientras tanto, hasta las elecciones, la fórmula se repite de
memoria: si se aquieta el dólar y la cosecha hace lo suyo y la inflación
se reprime por vía recesiva y la plata del FMI cubre los vencimientos,
de vuelta “la gente” podría confiar en una salida resignada pero salida
al fin.
Interesan hoy y como muchísimo mañana pero “mañana” literalmente, no como estructura de futuro.
Eso debería hacer combo, en los cálculos macristas, con la procesión K
por tribunales y la reinstalación de mano dura contra la “inseguridad”.
Bolsonaro es un Macri desinhibido (Jorge Alemán dixit).
¿Esa definición habla de lo que aquí no podría pasar nunca
electoralmente o, antes, de lo que se expresa en los microfascismos
cotidianos alentados por los funcionarios y publicistas gubernamentales?
Fuente:Pagina/12
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