Los
habitantes de un país suelen hablar de otro utilizando como referencia
la propia historia. Así sucede a veces con los argentinos y Brasil. Aquí
el secretario de Clacso ofrece otra mirada, más real y más compleja.
Desde Brasil
“Brasil no es para principiantes”, sostuvo con su poética despiadada Tom Jobim.
Entender este país exige una inmensa capacidad de
imaginación sociológica. El Brasil de hoy conserva sus marcas
históricas, la sociogénesis de un pasado que revive día tras día en la
prepotencia de sus élites, en la persistencia de sus estructuras
esclavistas y en un sistemático desprecio hacia la democracia y hacia
los derechos de casi todos sus habitantes, transformados en extranjeros
dentro de una nación sin patria.
La historia de Brasil ha sido modelada a golpes y engalanada
por narrativas indulgentes que han pretendido explicar lo inexplicable.
En definitiva, aunque todo funcione mal, Dios y la alegría son
brasileños. ¿Qué más se puede pedir?
Un país cuya independencia fue proclamada por un príncipe,
hijo del rey de Portugal, que se consagró emperador “constitucional” y
defensor perpetuo del país. Una nación independiente que nació como
imperio. Un imperio que permanece hasta hoy gobernado por sus dueños.
Así, la democracia ha sido una excepcionalidad en la
historia brasileña. A falta de democracia política y social, Brasil
inventó la “democracia racial”, una ficción doctrinaria que bien podría
haber servido para construir el imaginario de una sociedad igualitaria,
pero que se transformó en el mito que oculta un racismo institucional
que transforma a millones de seres humanos en sujetos del desprecio y la
exclusión. En la segunda nación con mayor población negra del planeta,
la historia la escriben los blancos, el poder y la riqueza la acumulan
los blancos, las oportunidades las secuestran siempre los blancos. Los
blancos, esos que viven indiferentes ante la violencia y la segregación
de los ciudadanos y las ciudadanas silenciados, invisibilizados,
abandonados: pobres, negros, campesinos, indígenas, mujeres y niñas
violentadas, violadas, seres humanos sin techo, sin tierra, sin nombre,
sin derechos.
Brasil, un país continental, repleto de golpes. Y de
mentiras. Cuando el régimen militar derrocó al presidente democrático
João Goulart, en 1964, prometió restablecer el orden institucional en
apenas un día. Permaneció en el poder 21 años. El primer editorial de
diario O Globo, después del golpe, sentenciaba: “resurge la democracia”.
Y la democracia resurgió, pero dos décadas más tarde,
sustentada en una ley del olvido y de la impunidad frente a los crímenes
militares. Nadie sería juzgado. Nadie condenado. El poder se delegó en
un presidente elegido de forma indirecta, sin el voto popular, que murió
antes de asumir el cargo, transfiriendo así el mandato a un cacique
inexpresivo y gris, con aspiraciones de poeta mediocre y heredero feudal
de una de las regiones más miserables del país. La democracia quiso
resurgir, pero no pudo.
Recién en 1989 se realizarían las primeras elecciones
presidenciales desde 1960. Durante casi 30 años, Brasil había conseguido
vivir al margen de la más diminuta e imperceptible democracia
representativa. Sus élites, sin embargo, explicaban que el período de
excepción dictatorial había constituido un verdadero “milagro”, y así
comenzó a ser llamado el particular proceso por el que una nación que
llegó a crecer más de 30% en apenas un año, pudo transformarse al mismo
tiempo en una de las sociedades más injustas y desiguales del planeta.
La ruptura
La historia brasileña desde los años 90 es, más o menos,
conocida. Fernando Collor derrotó a Lula con el apoyo solidario de la
Red Globo. Collor fue destituido y asumió Itamar Franco, que no hizo
casi nada, aunque era bonachón y solía fotografiarse cerca de muchachas
sin ropa interior, lo que hizo pensar a muchos que se trataba de un buen
presidente. A Itamar lo sucedió el príncipe de los sociólogos, Fernando
Henrique Cardoso, que también derrotó a Lula y exigió que, quienes
conocían su pasado, olvidaran todo lo que había escrito. En 1998, Lula
volvió a ser derrotado por Fernando Henrique, que además de avanzar en
un plan de privatizaciones, nunca revirtió y, en algunos casos, empeoró
las ya deterioradas condiciones de vida de los más pobres. Durante sus
dos mandatos, la pobreza creció o se mantuvo estable, alcanzando, en
2002, al 31,8% de la población. Ese año, Lula ganaría finalmente las
elecciones presidenciales.
El ocaso del gobierno Cardoso significó el agotamiento o,
por lo menos, el profundo deterioro de un modelo de acumulación y
dominación que había imperado desde la transición democrática. A pesar
de la crisis del régimen, las élites brasileñas confiaban en que Lula no
significaría una amenaza a sus intereses corruptos y mezquinos. Razones
tenían. El ex líder metalúrgico, había escrito una carta al pueblo
brasileño en la que prometía no amenazar la riqueza y las propiedades de
los más ricos, sino desarrollar un programa de inclusión social que
sería beneficioso para el país. Si le creyeron porque no les quedaba
otro remedio o porque confiaron en que, finalmente, lo habían derrotado,
no podremos saberlo. Lo que sí sabemos es que el ex líder metalúrgico
no mintió y desarrolló un inédito programa de reformas sociales cuyos
resultados fueron excepcionales.
La pobreza bajó significativamente, reduciéndose en 12 años
más del 73%. La llamada pobreza crónica pasó del casi el 10% al 1%.
Todos los sectores sociales aumentaron sus niveles de ingreso. Los más
ricos, por ejemplo, 23%. Pero los más pobres, 84%. Brasil dejó de ocupar
el humillante mapa del hambre de la FAO, ampliando oportunidades y
condiciones de bienestar hasta entonces inimaginables entre los sectores
más pobres del país.
Pero los grandes indicadores sociales, educativos y
económicos, en definitiva, el excelente desempeño de su gobierno, no fue
lo que dotó a Lula de inmenso reconocimiento y aprobación. Lo que lo
transformó en un verdadero mito, en una personalidad de culto y
admiración por parte de los sectores populares, fue el carácter
fundacional que adquirió su mandato. Los pobres pueden no codificar la
sociología o la economía con los encriptados códigos teóricos de los
intelectuales, pero no por eso son menos sutiles y perspicaces a la hora
de comprender su propia realidad social.
Los pobres saben, por ejemplo, que el ingreso tiene que ver
con sus capacidades y oportunidades de bienestar. Así, operacionalizan
esta evidencia en indicadores muy concretos, por ejemplo, tener o no
acceso a mayores y mejores niveles educativos, tener posibilidades de
acceso al crédito que permite comprar una casa propia o algunos bienes
de consumo básicos, tener energía eléctrica, cloacas, agua potable y,
cuando exageran en sus aspiraciones de bienestar, poder viajar a visitar
sus seres queridos en avión.
Todo esto, que constituye un inventario de derechos y
oportunidades básicas en cualquier república moderna, nunca había estado
al alcance de millones de brasileños y brasileñas. El gobierno de Lula,
y posteriormente el de Dilma, ofrecieron, por primera vez, la
oportunidad efectiva de sentirse ciudadanos y ciudadanas a un inmenso
contingente de personas que habían sido despreciados, descartados y
humillados por unas élites que fingían desconocer su existencia como
sujetos de derechos o como simples seres humanos con necesidades
elementales nunca satisfechas.
Lula vino a reparar esta injusticia histórica. Y lo hizo con
una enorme capacidad de gestión y ejerciendo un fuerte liderazgo
político, dentro y fuera del país.
La avasalladora fuerza de Lula tomó de sorpresa a unas
élites indolentes e ignorantes que suponían que un obrero metalúrgico
sin instrucción universitaria fracasaría en su afán de dirigir los
destinos de la décima potencia económica del planeta.
En una década, Lula y Dilma, redujeron en 53% el déficit de
acceso a la vivienda digna. Construyeron más de 1 millón 700 mil casas
populares, universalizaron el acceso a la energía eléctrica (en un país
con una inmensa desigualdad energética), aumentaron significativamente
el porcentaje de domicilios con acceso a agua, duplicaron la matrícula
universitaria, construyeron más universidades y escuelas técnicas que en
toda la historia del país hasta el 2002. Todas estas políticas fueron
el resultado de poner a los pobres en el centro del presupuesto
nacional, beneficiaron especialmente a la población rural, a las
mujeres, los jóvenes, las comunidades indígenas y la población negra.
Si quisiéramos entender Brasil con ojos argentinos, aunque
con enormes diferencias y especificidades históricas, deberíamos pensar
que Lula cumple un papel mucho más cercano al que Perón ejerció desde
1946, que al de Néstor Kirchner desde el 2003, ante la crisis del 2001.
El presidente Kirchner tuvo un papel excepcional en fundar las bases de
una república construida sobre los pilares de la igualdad, los derechos
humanos y la justicia social. Lo hizo con una gran capacidad de gestión,
gobernando un país en ruinas, pero teniendo como referencia un
imaginario y una historia que pretendía ser recuperada o refundada.
Lula no. Lula es el fundador. El gran arquitecto democrático de un Brasil, que nunca existió.
La poderosa y contundente consigna de que “la patria es el
otro”, es la emotiva síntesis de una década de realizaciones que hemos
conquistado colectivamente. La síntesis que gana sentido y
referencialidad en un pasado común y se encarna de manera viva en la
necesidad de construir un nuevo presente. Es el pasado que se proyecta y
se espeja en nuestros grandes líderes democráticos históricos
(Yrigoyen, Perón, Evita, Cámpora, Alfonsín), así como en las víctimas de
la dictadura y en nuestras heroicas madres y abuelas. Es el futuro
posible, ante la existencia de un pasado real.
Más tarde
Brasil no tuvo ese pasado. Ni ningún otro comparable. Medio
siglo más tarde que la Argentina, Brasil cumplió el mandato que muchas
veces les ha cabido en América Latina a los gobiernos populares: ser las
administraciones que instalan, construyen y defienden un orden
republicano, modernizador y democrático, frente a la barbarie predatoria
que imponen unas élites del atraso que siempre parecen tener nostalgia
de la Edad Media.
Lula funda el Brasil republicano. Es el líder que no está
dispuesto a aceptar que no haya espacio para todos y todas en un país de
iguales. Y el que, sin tapujos ni remordimientos hipócritas, no tiene
miedo de decir que aspira a que todos vivan mejor, que los pobres puedan
comer bien, vivir bien, tener sus hijos en las universidades, ser
propietarios de las casas en las que viven. Lula no aspira a ser un
hippie con onda, predicando una crítica desenfocada a los bienes de
consumo. Porque sabe que de ellos depende la posibilidad de hacer de la
vida digna una oportunidad efectiva y no una falsa promesa.
¿Por qué el juez Moro encarcela a Lula sin otra prueba que
su propia convicción? Porque ha sido la estrategia que el poder
financiero (improductivo y predatorio), el gran monopolio comunicacional
que es la Red Globo, y sectores políticos conservadores (entre ellos,
el del ex presidente Fernando Henrique Cardoso) han encontrado para
acabar con lo que creen ser un antecedente inaceptable para ese Brasil
egoísta y mezquino cuyos privilegios siempre han preservado. No aceptan
que Lula vuelva al poder. Creyeron que el golpe contra Dilma Rousseff lo
hundiría. Se equivocaron. Ahora creen que, encarcelándolo, podrán
silenciarlo. También se equivocan.
Quieren acabar con ese metalúrgico porfiado y persistente
que parece no estar dispuesto nunca a rendirse y entregar las armas de
la dignidad, la confianza en la política y la certeza en el valor de las
movilizaciones populares. Pero también quieren acabar con todos los
Lulas que están por venir. Quieren acabar con lo que consideran un virus
fatal contra sus privilegios y su impunidad corrupta: la posibilidad de
que muchos y muchas puedan pensar que, si alguna vez un metalúrgico sin
escuela, nordestino y pobre, pudo gobernar el país, otros y otras como
él podrán hacerlo.
Están encarcelando a Lula, encarcelan una idea. Aspiran a
encarcelar el futuro. No podrán. No habrá espacio en las cárceles para
esa multitud de hombres y mujeres libres, que seguirán luchando por la
construcción de un futuro que les pertenece y nadie podrá robarles.
* Secretario ejecutivo del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales.
Fuente:Pagina/12
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