Todo acontecimiento que marca o cambia el destino de un pueblo, tiene más de una lectura posible. La mía está sobreimpresa del registro particular de alguien que saliendo de la adolescencia, formó parte como soldado conscripto de ese hecho histórico y cercano que a muchos marco para siempre.
Una guerra es trabajo, es logística, es una larga preparación para esa contienda única que dará sentido a las más diversas reivindicaciones. La celeste y blanca alta en el cielo, sobre las Islas que alguna vez fueron hermanitas calcadas de apuro en cocinas de infancia.
Me gustaría tener una mirada romántica sobre la Guerra de Malvinas, pero no la tengo. Las derrotas a veces no enseñan nada. La vida se estira bajo una piedra, y la bala que no llega, parte hacia otro corazón. 
Es triste el frío, es doloroso. Lo inhóspito se hace estado cuando el sol brilla tenue y las manos a la intemperie se aferran  a un fusil cargado de penas que morirá matando.
Los días fueron largos en Malvinas, eternos. Un tiempo perdido en el espacio. Territorio de pasto, viento y ovejas. Una aldea en la colina de casitas bajas y calles mojadas. La bella bahía y mil gaviotas perdidas en un horizonte sin rumbo.
Adelante o atrás, un país desconcertado en su algarabía ante la noticia que los arrancaba un abril de la modorra, del sueño hipnótico, donde las estaciones se sucedían como siendo pasajeros de un largo viaje, en trance.
La gesta entonces se hizo pantalla, se hizo revista, diario, noticia. La guerra transformó la rutina. Los bares fueron búnker y los mozos estrategas. Las muestras de solidaridad se multiplicaron, se explotaron. La gente puso estampitas, rezos y dinero. Fuimos locales, y de una manera inédita, antiimperialistas. La guerra, otorga identidad, une sentimientos amorosos pero también brutales.
Entonces, la calle fue bocina y banderas. Y parte de esa Argentina acorralada y suprimida de derechos, sintió que un rey en copas podía llevarlos a la victoria. En livings y salones convertidos en tiendas de campaña muchos patriotas jugaron al TEG.
El olvido, el malentendido y hasta la negación constituyó el escenario. “El teatro de operaciones” detrás del cual una potente voz en off repetía lo que otros necesitaban escuchar… ¡Vamos ganando! 
La derrota, no fue un tropiezo, fue el epilogo de un proceso que nació y vivió entre las ruinas del horror, en un país vendido, desaparecido y en banca rota.  Un país sostenido en mundiales, mundialitos, y al amparo de la versión oficial reproducida por los grandes medios de comunicación que formaron parte de la ideología y del negocio. 
El desenlace está a la vista, unos cayeron con sus máscaras tras los ríos de sangre que la guerra se llevó. Los otros, siguen operando, han refinado sus formas pero no han perdidos sus mañas. Son encubridores versátiles para ciudadanos de bien, que se distraen o se acomodan según las circunstancias. Esos que forman base de apoyo y que cuando las tragedias acontecen,  no los interpela responsabilidad alguna.
Ya nunca seremos los mismos después de Malvinas. Una parte de nosotros quedo allá, enterrada. A los pibes que no están, a la gente que un día se levantó y dijo basta. A los que nos abrazaron y nos respetaron. Al amor que nos curó, a los hijos, a los amigos… A la música… ¡Gracias! 
Caminamos la vida reconociéndonos en la profundidad de algunas cicatrices. Lloramos en silencio cada abril, lloramos por la injusticia, por los que menos tienen. Ya no somos soldados, pero sabemos que ciertas luchas duran para siempre.
* Lic. en Psicología (UBA). Veterano de la guerra de Malvinas.
Fuente:Pagina/12