Opinión
Desde
las fronteras de su historia, los seres humanos dialogan con el tiempo.
Una duda retorna en cada etapa, siglo, año, cultura: ¿podríamos dominar
el transcurrir de los sucesos? ¿o sólo vagabundeamos por el tiempo,
engañados por el lenguaje? Los humanos buscaron refugio en la eternidad.
Para Aristóteles, la eternidad es el tiempo que perdura siempre.
Algunos maestros dudan: ¿perdurará la enseñanza?, ¿existe el
aprendizaje? Pero lo intentan una y otra vez, cuando el nuevo día emerge
desde el horizonte temporal, como un velero desde los confines del
océano. Los esfuerzos para transmitir la cultura a nuevas generaciones
fueron en ocasiones intentos de atrapar ilusiones que se escurrían de
las manos. Casi siempre, dibujaron el hilo que engarza la continuidad
social.
En el siglo XVII, un checo llamado Juan Amós Comenio, pastor moravo y
maestro, afirmó que la cosas dependen de un único orden, que las
acciones humanas imitan a la naturaleza (nadar como el pez, utilizando
“los brazos a modo de aletas, y los pies en lugar de cola, moviéndolos
como el pez agita sus aletas”). El devenir de la cultura preocupaba al
moravo, por lo cual se decidió a investigar, en nombre de Dios, un
método que permitiera fijar el aprendizaje a un método, duro como una
roca y “las palabras a las cosas”. Mas con espíritu moderno escribió que
“no requiere otra cosa el arte de enseñar que una ingeniosa disposición
del tiempo, los objetos y el método”, es decir que, en el pensamiento
de Comenio, el orden que nos precede es susceptible de manipulación,
porque “¿quién es el que desconoce que lo extenso puede contraerse y lo
laborioso convertirse en sencillo?” O ¿acaso no se había inventado la
máquina llamada “reloj” que divide el tiempo en fracciones, obligando a
realizar operaciones mentales para construir una totalidad? En
consecuencia, respecto de la educación, el checo sigue escribiendo en su
“Didáctica Magna” que “no han de marchar las cosas con menor facilidad
que marcha el reloj de pesas bien equilibradas. Tan suave y naturalmente
como suave y natural es el movimiento de dicha máquina; con tanta
certeza, por último, como puede tenerse como instrumento tan
ingenioso”.
En esas palabras nació la educación organizada sistemáticamente, que
sería sustento del Estado moderno. Comenio la había dotado de la escuela
materna, la escuela común, la escuela latina y la Academia, matrices de
los niveles educativos actuales. Modalidades, períodos de clase y de
vacaciones, horas de clase, turnos de exámenes. El maestro moravo
modelaba la educación masiva en los mismos tiempos en que los misioneros
católicos la extendían en América, distinguiéndose de estos últimos por
su búsqueda de una institucionalidad reglamentada sobre la
evangelización.
Fue en el útero de la burguesía europea donde Comenio programó la
captura del tiempo y postuló el ejemplo y la repetición como métodos
pedagógicos destinados a solucionar el problema de la unidad esencial e
inamovible. Desde unos siglos después los sistemas escolares masivos
ordenaron el tiempo vital de niños, adolescentes y familiares, ora
fijando a los alumnos en las fuentes de su origen social, ora
promoviendo su movilidad. Fueron pilares del universo político cultural
que llegó hasta fines del siglo XX y, como todo ese mundo, hoy son
blanco de potentes proyectiles. Estos últimos apuntan contra la
organización del sistema escolar en todos sus aspectos.
¿Con qué objetivos se trata de destruir la escuela, el colegio, el
instituto, la universidad? ¿De convocar a los jóvenes, como hace la
reciente publicidad de Forza Italia al abandono del estudio para
sumergirse en la masa de subempleados? Encabezan la operación nuevos y
renovados apropiadores del tiempo, ávidos de fortunas sin sentido.
Nacieron del corazón del capitalismo que creó el sistema escolar, acorde
a una ley que Comenio ignoró: la de los ritmos del tiempo capitalista,
marcados por la competencia sin pausa hacia la apropiación de todo lo
existente en la tierra y en el cielo.
Soltar las amarras de los vínculos sociales, disolver los colectivos
en unidades aptas para ser manipuladas, remover las inscripciones
institucionales, son acciones destinadas reordenar las sociedades,
erradicando los gérmenes supervivientes de los primeros liberalismos,
del keynesianismo, de los nacionalismos populares, de las experiencias
socialistas, y la posibilidad de nuevas experiencias político sociales.
Es la decisión profunda que tomaron los participantes del encuentro de
Mont Pelérin, que es refrendada cada año en la reunión de negocios de
Davos, donde el presidente Mauricio Macri ha dedicado más de un instante
a vendedores internacionales de educación.
Recientemente, ha suscitado el interés de los medios de prensa la
visita de Reed Hastings (La Nación, 5/1/18), quien dice: “Noso- tros
competimos contra todo, como los videojuegos”. CEO de Netflix, sostiene
que Amazon, HBO u otras corporaciones no son su principal meta a
conquistar (aunque claro está que no las descarta). El reto es
apropiarse del tiempo, de cada instante, el del sueño, el del descanso,
el de los viajes en cualquier medio de transporte. Apropiarse para
obtener del tiempo de las personas la mayor ganancia posible. ¿Resulta
acaso extraña la avidez del mercado por controlar los tiempos del
espacio pedagógico? ¿O que para deshilvanar el tejido educativo y
disponer de los individuos les urja a sus agentes desplazar y
desorganizar a los docentes?
En la operación de transformación social a la cual me refiero, son
muy importantes los cambios en la noción del tiempo afectada por la
revolución tecnológica. Tienen una incidencia decisiva en el proceso
educativo en el que permanentemente está inmersa la sociedad, así como
en la educación diagramada en las instituciones específicas. La
desarticulación entre la noción de tiempo educativo institucional y la
de los jóvenes actuales es innegable y se presentan síntomas que
advierten sobre la urgencia de diseñar nuevas temporalidades educativas,
sobre las que existen conocimientos y experiencias. Pero la angustia
que nos aboca es que estamos ante una carrera en la que tratan de tomar
ventaja los nuevos apropiadores del tiempo educativo. Cuentan a su favor
con la pérdida de la memoria histórica, que ellos deliberadamente
profundizan; con el entrenamiento en la instantaneidad programado desde
los medios de comunicación; con la fragmentación de los saberes, de las
sensaciones y los placeres. Es ya corriente que los medios alteren el
orden de los sucesos, tanto como que el televidente o lector adopte como
“real” el orden que se le presenta, o invente el que prefiera. La
elipsis domina el debilitado hilo de los relatos. Se acusa a los
docentes de no saber nada y de no respetar su horario de trabajo y se
opta por clausurar su formación por parte del Estado; se evalúa a los
alumnos mediante un flash, ignorando la película de su trayectoria,
abandonando la enseñanza y desescolarizando. ¿Es la única perspectiva
posible?
Si queremos evitar que el sistema educativo sea pulverizado en miles
de partículas comercializables, debemos repensar la educación al borde
de dos épocas, pero su alternativa no es necesariamente el sostenido
desgaste al cual la somete el gobierno argentino. La educación moderna
es una condensación de sentidos largamente elaborada que, como la
relación educador-educando, no cesó de producir significados. Ese es el
punto de partida para recuperar el timón y establecer una nueva relación
humana entre la educación y los tiempos.
* Doctora en Pedagogía, ex diputada nacional.
Fuente:Pagina/12
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