Desde el establishment sugieren que la solución es
bajar la inflación y devaluar la moneda. Sin embargo, los analistas
consultados por este diario detallan los riesgos que conllevan esas
propuestas para el conjunto de la población.
Producción: Tomás Lukin
¿Devaluar soluciona?
Por Alberto Müller *La cuestión cambiaria está nuevamente sobre el tapete en la Argentina. El año 2011 encendió las luces de alerta: por primera vez desde 2002, la cuenta corriente del balance de pagos había dejado de ser positiva. Esto puso en marcha un conjunto de medidas gubernamentales que nos colocaron en un nuevo escenario. Sobresalen el control de cambios para la adquisición de divisas y las restricciones al comercio de importación de bienes.
Como suele ocurrir, el control de cambios dio lugar a la aparición de un mercado negro, que abarca un valor no determinable con precisión de operaciones. Esto generó las consabidas especulaciones en cuanto al valor de la divisa en el mercado oficial. Según algunos, los mercados “libres” siempre tienen razón, y, en este caso, el mercado negro del dólar estaría “dictando” una devaluación.
Desde un ángulo más serio, se aportan varios cálculos que pretenden determinar si el tipo de cambio se encuentra retrasado. Son varios, porque esta cuenta se puede hacer de más de una manera. El fondo conceptual sin embargo es básicamente el mismo: un tipo de cambio “elevado” lleva a cambios en precios relativos que producen mayores exportaciones y menores importaciones de bienes y servicios, y viceversa. Si la cuenta corriente externa no está en equilibrio (y no existe la posibilidad de obtener financiamiento a tasas razonables), la devaluación se impone. El problema es en todo caso el cuánto. No es el camino que ha seguido el Gobierno, sin embargo. Además de los controles a las compras de divisas, ha optado por el control de las transacciones de importación, una suerte de política “de facto” de cambios múltiples, o, mejor, un sistema de racionamiento parcial. Un verdadero horror para los cultores de los mercados “libres”.
¿Sería eficaz una devaluación para corregir el desequilibrio externo? Por lo pronto, se requiere asumir que es posible devaluar en términos reales; en otros términos, que no toda devaluación se traduce en un incremento automático de precios internos. Vale la aclaración, porque esto es lo que sostienen los cultores del tremendismo, defensores de la devaluación pero al mismo tiempo sostenedores de la tesis de que la devaluación “va a los precios”. La coherencia no parece ser su fuerte.
La respuesta a la pregunta de si conviene devaluar requiere identificar las causas del brusco cambio de signo de la cuenta corriente en 2011. Si se tratara efectivamente de un desfasaje cambiario veríamos, por ejemplo, un incremento generalizado de importaciones, y una caída de exportaciones, en los últimos años. El análisis de las cifras sugiere algo diferente. Cuatro son los componentes del saldo en cuenta corriente: mercancías, servicios (donde sobresalen los servicios a las empresas y el turismo), rentas de capital (utilidades e intereses) y transferencias. El cambio de signo en la cuenta corriente entre 2010 y 2011 se explica principalmente por las cuentas de mercancías y de servicios.
¿Puede entonces una devaluación asegurar el retorno al superávit de la cuenta corriente, levantando al mismo tiempo las restricciones al comercio y a la compra de divisas?
En cuanto a mercancías, los consumos energéticos son por lo general muy poco elásticos al precio, porque no hay sustitutos a la mano. Si Argentina entró en déficit en el sector energético, esto es ante todo consecuencia del gradual agotamiento de sus reservas de hidrocarburos convencionales. Más allá de la retórica que reclama mayores precios para incrementar la producción, lo cierto es que en 1998, cuando el barril de petróleo valía 15-20 dólares, alcanzábamos los 50 millones de metros cúbicos de petróleo, y exportábamos algo menos del 40 por ciento de la producción. Con un precio interno de alrededor de 48 dólares por barril –y precios aun mayores para la producción “nueva”, vía los programas Petróleo Plus y Gas Plus– la producción siguió declinando.
Si hay un efecto de una eventual devaluación, será sobre el resto de las corrientes comerciales; ya hemos visto que ellas son hoy día fuertemente superavitarias. Y por lo menos en lo que atañe a las exportaciones agrarias y agroindustriales tradicionales, el impacto del tipo de cambio sobre la producción es marginal: simplemente incrementaría la renta de la tierra, en moneda local.
¿Y qué hay de los servicios? Esta pregunta es de respuesta compleja, porque hay una multitud de partidas involucradas. En cuanto a los fletes, ello dependerá del comercio exterior. Y para responder a una afirmación corriente con relación al turismo, la experiencia de 2012 ha mostrado que éste ha continuado siendo deficitario, pese a las muy fuertes restricciones a la compra de dólares para viajes. La opción de compra en el mercado negro implicó un costo muy elevado, que de por sí simula en el escenario real el efecto de una devaluación; y no vemos efecto relevante. Nuestra sospecha es que parte importante del flujo turístico que viaja al exterior es bastante poco sensible a los precios relativos, se trata de individuos con ingresos medios y altos que encuentran además financiamiento en dólares atesorados o fugados al exterior. El tipo de cambio poco influye.
Salir del entuerto externo no es cuestión de devaluar hasta equilibrar la cuenta externa. Medidas de administración e incentivo a una mayor competitividad podrán ser más eficaces en cuanto apunten sobre todo a las exportaciones industriales; hay espacio además para un incremento sustancial de la eficiencia energética. Esto requiere más capacidad estatal de la que se está mostrando en estos años. Sin ir más lejos, controles de cambio mediante, faltan insumos para la industria pero sobran cervezas y fideos importados en los supermercados. De lo que podemos estar seguros es que una devaluación como la que “sugiere” el mercado negro llevaría la Argentina a una recesión, por la caída del poder de compra de los sectores medios y bajos, como ocurrió históricamente. Este no es el camino.
* Prof. Titular - Director del Cespa-FCE-UBA.
Primero el crecimiento
Por Alejandro Fiorito *Las experiencias de políticas de ingresos no son muy difundidas por el carácter ad hoc que suelen asumir en las diversas experiencias internacionales, y por lo tanto lo difícil es sacar conclusiones de casos tan dispares de aplicación. La idea de estas políticas es tratar de morigerar, que no eliminar, la elevación del nivel general de precios sin afectar el crecimiento con el que normalmente está vinculada, fundamentalmente en presencia conjunta de crecimientos importantes y fuerte puja distributiva, como es nuestro caso. En tanto tienen una norma distributiva, se convierten por acción u omisión en un tema central de la política económica. Las herramientas que se han utilizado en algunas experiencias registradas de la historia van desde la indización de precios y salarios en inflaciones muy altas (por caso Brasil, Israel y nuestro país en los ’70 y ’80) hasta acuerdos de precios y salarios (en el caso de Australia en 1983).
Es por ello que el Estado debe intentar intervenir políticamente bien para lograr disciplinar a los actores, o bien para paliar en algo su incidencia. Al revés, es difícil que procesos de fuerte crecimiento de países en desarrollo puedan manejarse sin inflación. Por caso, procesos de crecimiento económico de 7 y 8 por ciento en Corea, Tailandia, Singapur, Indonesia y Filipinas mostraron en los ’70 tasas de inflación de dos dígitos. Otro tanto pasó con Brasil o México en la época.
Lo que decididamente abona la necesidad de políticas de ingresos se basa en que el crecimiento general de precios se debe estrictamente a un canal de costos y puja distributiva. En efecto, la formación de los precios recibe impulsos de costos que macroeconómicamente se integran conceptualmente en salarios –dada la productividad—, los insumos importados y los márgenes unitarios de ganancia de las empresas. Análisis empíricos de la inflación obtienen explicación significativa vía variaciones salariales y del tipo de cambio, ambos modifican costos y no aparece significativo ninguno de los agregados monetarios. A pesar de ello, dos tipos de “aceite de ricino” son automáticamente recomendados por el convencionalismo: ajustes fiscales y/o políticas monetarias de control cuantitativo. Pero en ambos casos los efectos de los mismos “tiran el bebé (crecimiento) con el agua sucia (inflación)”.
El primero falla, puesto que los impulsos de demanda no impactan sobre el nivel de precios en las economías capitalistas no planificadas, ya que no hay tendencia hacia el pleno empleo de recursos, ni de trabajo. En efecto, algo de esto se pudo observar aquí en 2009 y en 2012, donde la falta de demanda autónoma, y por ende de crecimiento del producto, no hizo que la inflación disminuyera demasiado.
El segundo tipo no logra su objetivo, en tanto el “setentismo” monetarista vernáculo sigue suponiendo a trasmano del mundo que es la inflación la que instiga por la emisión de dinero exógenamente determinada por la autoridad monetaria. Nunca se aclara cuáles son los canales de transmisión (exceso de demanda) y supuestos adoptados (oferta rígida) por los cuales el “exceso de emisión” forzaría un exceso de demanda inflacionario y no en cambio la adquisición de bonos, activos o divisas. Por otro lado, los inconvenientes de subir las tasas de interés reales como lo ha hecho Brasil para contener la inflación (shock de oferta de precios internacionales de transables) redundan en un menor crecimiento (Brasil creció a la mitad que la Argentina entre 2003-2010).
Puja distributiva y políticas
Ese rol inflacionario independiente de las subas de precios de
commodities está dado por la puja distributiva entre sectores de la
producción. Por lo tanto, en la medida en que se crece, la recomposición
del nivel de empleo permite una situación de mayor poder de negociación
de los trabajadores que en paritarias pueden tanto recuperar lo perdido
por subas de precios pasadas como adelantar subas autónomas de
salarios. Estas subas son también normalmente trasladadas a precios por
parte de los empresarios en la búsqueda de mantener sus márgenes reales
unitarios constantes. Si los planteos de estos sectores sociales son
inconsistentes con el crecimiento real del producto, se producen
aumentos generales y nominales de los precios que se propagan
inflacionariamente. Es allí donde debe intervenir el Estado para
interrumpir esa lógica que de suyo históricamente termina en una caída
del salario real.Las recientes medidas de congelamientos de precios acordados son un mero ejemplo de lo ad hoc de cada experiencia de intervención. Las experiencias anteriores de la Argentina tampoco son buenas guías para comparar la situación actual y augurar un nuevo fracaso por parte de la ortodoxia. Desde el punto de vista de un programa persistente de control de precios y salarios, puede ser este congelamiento un primer paso que permita frenar este año un mayor salto del nivel de precios, hacia otra etapa de controles más afiatados de precios y salarios. No hay que perder de vista que de nada sirve un efectivo control inflacionario si se lo hace afectando al salario real, y por ende a costa del crecimiento del nivel de actividad. Por lo que los objetivos de un crecimiento importante son prioritarios por sobre los de la inflación.
* Economista de la Universidad de Luján.
Fuente: Página/12
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