“Ismael era un niño. Un niño muy querido, un niño muy bueno, un niño con sueños”. Fueron necesarias estas palabras de Patricia Ramírez, la maestra de séptimo grado de Ismael Ramírez, para recordarle a una parte de la sociedad argentina que quien acababa de morir asesinado de un disparo en el estómago no era un delincuente, no era un saqueador, no era un joven armado. Era eso que repite, como en un grito, la maestra. Un niño. Un niño que murió atrapado entre el hambre de unos, la avaricia de otros, la represión del Estado y, finalmente, el escopetazo certero, cuyo origen exacto aún falta identificar.  

Patricia acompañó sus palabras con una foto de un festejo del Día del Niño en su escuela. “Ahí pueden ver que él era un niño, como cualquier otro”, insistía. “Y como niño tiene derechos. Derechos que no se respetaron. El derecho a la vida. Y también otro derecho que no se está respetando: el derecho a la dignidad. Por eso por favor pedimos respeto para su familia en este momento tan difícil”, exigía ante la mentira organizada en las redes sociales. Que pudo prender con virulencia porque se montó sobre una certeza colectiva previa: No era uno de los nuestros. Era un pobre. Era un indio. Era un negro. 

Antes aun de la foto falsa que intentó presentar a Ismael con un arma en la mano, la empatía humana más inmediata estaba clausurada, y las redes y los medios saben operar sobre eso. Pero las palabras de Patricia, simples y contundentes, llegaron para devolverle a Ismael su condición de niño. Su condición humana. Y así fue posible que un diario nacional dejase de presentar a Ismael, sobre su cuerpo caliente, como un saqueador, y que comience a nombrarlo como “el pequeño de trece años”, recordado en “la desgarradora carta” de la maestra.  

Se ha dicho y se comprueba cada vez más dolorosamente que los maestros argentinos no sólo enseñan matemática y geografía; no sólo son el puente amoroso imprescindible para transmitir eso que jamás se podrá aprender on line: a estar con pares, más parecidos o más distintos a uno mismo, a vivir en sociedad. También ejercen tareas de psicólogos, trabajadores sociales, creativos y artesanos para hacer mucho con poco y arreglar lo que se rompe, entre otros oficios varios. Son, cada vez más, los encargados de ofrecer el único plato sustancioso de comida que muchos niños y niñas tendrán durante el día. Y de que lo reciban en condiciones dignas, calentitos si hace frío, por ejemplo, como procuraron Sandra y Rubén cuando abrieron el gas para morir en su escuela de Moreno. 
Pero en tiempos de ignominia estos maestros están asumiendo además un nuevo rol. Son los que, parados en el prestigio social que aún no les han podido socavar, armados con el enorme valor de sus tareas cotidianas, hacen visibles a sus chicos en ese gesto no menor: el de devolverles públicamente su condición de niños. Señalándonos que si no somos capaces de pensarlos como tales, no hay promesa de futuro.
Fuente:Pagina/12