La
revolución de la alegría, aquella que fue prometida en 2015, tiene
ahora su capítulo de amor. El presidente Mauricio Macri se lo declaró a
su dominatrix con el exceso de gestualidad que lo caracteriza, como si
así, con esa sonrisa pícara y esos ojos que son de cielo y al cielo van
cuando de la boca le sale nada, pudiera poner algún sentido oculto al
rol de sumiso que le encanta en esta relación a la que nos invita a
todes para no dejarnos afuera, justo ahora que el poliamor es tema
central en la tele de la tarde, que todavía existe. Empezaron una
relación y él espera que les vaya bien, promete entrega incondicional
tal como pide el amor romántico, pero, claro, por muy sumi que sea es
varoncito y entonces puede, o le sale así descontracturadamente,
entregarlo todo y a todes reservándose para sí su metro cuadrado de
cancherez, el acto de arrojo de sacar a bailar a una doña vestida de
gala y dólares que también confiesa un crush con nuestro presidente y se
deja quebrar la cintura por el sumi(so) que envalentonado por los ojos
de su dom(inatrix) que lo siguen a todas partes le clava los suyos a la
otra. La arrebató, sí, a su anfitriona, la titular del Global Citizen
Award, que vaya a saber cuánto sale o para qué sirve o por qué no entró
Batichica rompiendo los vidrios del techo para poner un poco de orden en
esa coreografía que daría gracia si no diera hambre, contante y sonante
en las panzas de quienes hacemos de commodities, manos, sangre, músculo
y tendones a precio competitivo y regulado internacionalmente, para
ofrecerle a Chris, la jefa, esa de la que el presidente se enamoró y
espera que todes por este sur también lo hagamos. Ni corrección
política, mire doña, ni eso. Ni una sola etiqueta, ni siquiera la de
Benetton teñida de violeta para alentar el feminismo mainstream y
liberal que prepara ahora mismo su propia mesa adelantándose al G20 –el
foro internacional que sobre el final de noviembre sesionará en
Argentina para seguir asegurando la intangibilidad y la completa
opacidad de las finanzas que nos dominan a escala global–, el Women20 o
W20 porque el empoderamiento pide cuotas en el paraíso neoliberal y ni
con eso logran maquillar la cara femenina de la pobreza; mucho menos
llenar las ollas, esos recipientes de gente sin glamour y con escaso
deseo. Porque si el deseo te alcanza, dice la primera dama argentina en
su cuenta de instagram, “podemos ser madres y llegar a donde queremos”.
¿Políticas públicas? Nah, decisión personal y trajecito blanco, porque
como dicen las etiquetas del glamour, que si las hay y se describen en
los diarios, el blanco es mejor cuando el que tiene que verse es él, el
presidente sumi y enamoradizo.
De las relaciones carnales de los 90 al amor romántico (con
esperanzas poliamorosas internacionales) de esta era, las metáforas de
la derecha conservan (linda palabra) el mismo sentido de la sexualidad
que imprimen a sus políticas públicas referidas al cuerpo, sobre todo a
los cuerpos femeninos, el de la sumisión sin juego ni consenso.
Obligades a entregarlo todo por tiempo indeterminado y hasta que la
muerte nos separe de la deuda que ni siquiera quisimos contraer. El
neoliberalismo no es sólo una política económica, es también una
economía de los afectos y las relaciones a la que resistimos con las
ollas comunes, las populares, las que se ponen en la calle y en las
escuelas, donde se cuecen guisos y también conspiraciones porque no
queremos una cuota de su coreografía expropiatoria, queremos el paraíso
completo, ese en el que rechazamos de plano la propuesta de amor a la
dominatrix de las finanzas, y desterramos al sumi del guiño cheronca y
la revolución de la alegría que se marchitó antes de florecida.
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