miércoles, 24 de abril de 2013

Qué hizo Thatcher por la economía británica



Los partidarios dicen que salvó al Reino Unido. Los detractores, que dejó un país desequilibrado y desigual.

Revertir la prolongada declinación económica británica. Esa fue la extenuante tarea que Margaret Thatcher se impuso cuando asumió en mayo de 1979, al cabo de una década traumática en la que hubo semana de tres días, una inflación superior al 25%, un rescate del FMI y el invierno del descontento.

Ella disparó su mejor munición. Los últimos restos del consenso de la posguerra fueron barridos en la década siguiente, en la que se asistió al aplastamiento de los sindicatos, la desregulación de la City, privatización de industrias, aliento a la inversión extranjera, rebajas de impuestos, achicamiento del Estado, aguda recesión fabril y boom petrolero en el Mar del Norte.

Según sus partidarios, esa transformación radical funcionó. Gran Bretaña dejó de ser el enfermo de Europa y entró en los 90 con su reputación en alto. La economía se había vuelto más competitiva y más rentable. Las reformas de los 80 allanaron el camino para los 16 años de expansión de 1992-2008.

Para sus detractores, Thatcher es la premier que con su monetarismo dogmático barrió con más del 15% de la base industrial británica, desperdició la buena racha del petróleo del Mar del Norte en subsidios al desempleo y rebajas de impuestos y convirtió al Reino Unido en el país más desbalanceado y desigual que hoy es.

La verdad puede estar en algún punto medio. Thatcher llegó al poder cuando la economía se acercaba a una hora de la verdad después de tres décadas de bajo desempeño comparada con otros países de Occidente. Si la elección de 1979 la hubiera ganado Callaghan, también él se hubiera enfrentado con el desafío de modernizar la economía. De hecho, en muchas de las reformas asociadas con Thatcher ya había avanzado su predecesor.

El thatcherismo no se dio todo de golpe, pero para mediados de los 80 era visible que la política económica del gobierno conservador se basaba en un puñado de principios. Por empezar: el control de la inflación, y no el pleno empleo, era el eje de la política macroeconómica. La tarea del gobierno era bajar la inflación, no impulsar el crecimiento alentando la demanda.

Segundo, el equilibrio de poder en las relaciones industriales se corrió decisivamente hacia el lado patronal.

Tercero, se abandonó toda política industrial. El Estado retuvo el control de algunos sectores nacionalizados –como ferrocarriles– pero BT, British Airways, British Steel, British Gas y Aeropuertos integraron la gran liquidación.

Cuarto, la política apuntaba a quienes, según la primera ministra, querían prosperar. Hubo grandes recortes impositivos para los de mayores ingresos, bajo el supuesto de que eso propiciaría el espíritu emprendedor. Una publicidad que predicaba los atractivos del capitalismo instó al público a comprar acciones en las privatizadas.

Juzgada en forma estrecha, la revolución thatcheriana fue un éxito. La declinación relativa de Gran Bretaña llegó a su fin, aunque eso se debió más a la pérdida de velocidad en Francia o Alemania que a una aceleración de la productividad británica. Los días perdidos en huelgas se redujeron.

Por otra parte, el crecimiento siguió bajo porque ya los sindicatos no aseguraban aumentos salariales a la par de la inflación. Los beneficios sociales oficiales fueron engullidos por los créditos fiscales. Hubo poca inversión e innovación británica, al tiempo que el vaciamiento de la industria dejaba a la economía sobredependiente de la desregulada City. El petróleo ayudó a Thatcher a atenuar los cracks, pero el viejo problema británico –encontrar su lugar en el mundo– persiste. La última vez que Gran Bretaña tuvo un superavit comercial fue durante la guerra de las Malvinas.


Fuente: IADE-Clarín - iEco - 14 de abril de 2013

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