Por Mario Wainfeld
El
fallecido presidente venezolano Hugo Chávez no se conformó con decir “mi
único heredero es el pueblo”. El mensaje estuvo, claro, pero lo mejoró
con un agregado político y práctico encomiable. El líder bolivariano
señaló a su sucesor. Lo expresó en una situación límite en la que
demostró una racionalidad y un temple excepcionales. La capacidad de
negar la realidad, así sea un futuro inminente, es gigantesca entre
gentes del común. Para qué hablar del imaginario de los grandes
personajes de la historia, siempre afectado por los entornos y casi
siempre por las alturas o la soberbia.
Chávez quiso seguir viviendo (lo pidió con fiereza y ternura) pero
supo que no era inmortal. En el momento necesario y trágico fue sensato y
racional. Designar a quien, hoy presidente electo Nicolás Maduro, fue
una entre las muchas señales públicas que emitió, anunciando la
perspectiva factible de su muerte. La pifian mucho quienes comparan esa
contingencia con el ocultismo de los regímenes totalitarios. Un caudillo
popular, en un sistema democrático, es otra cosa. Chávez mostró, en un
trance terrible, una sensatez que no es usual reconocerle, aun entre sus
apologistas.
El Consejo Nacional Electoral, tal como marcan las normas del país,
anunció el resultado ya irreversible a más de cinco horas de cerrado el
comicio. La demora en conocerse el escrutinio sugería un final muy
parejo. Apenas más de un punto y medio porcentual separó a Maduro de su
adversario Henrique Capriles. Chávez lo había superado por cerca de 11
puntos, hace pocos meses. Ese gap algo significa, difícil traducirlo al
cierre de esta nota, pocos minutos después del anuncio.
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El triunfo “rojo-rojito” tiene un indisimulable tono plebeyo.
Venezuela, claman los republicanos hoy minoritarios allá y acá, está
dividida a causa de Chávez. Así dicho parece que antes era territorio de
concordia e igualdad. No hay tal, el país estaba fragmentado de antes,
con crueles diferencias sociales (no reparadas pero sí paliadas en buena
medida). La distribución de la riqueza, del prestigio, de las
prestaciones sociales era enorme. También algo que es poco paquete
nombrar: la de la autoestima y el poder.
Los pobres celebran su victoria, su propia victoria. Maduro “sale al
balcón”, tendrá recursos y atributos propios. Satisfará o no la
esperanza masiva depositada en él. Pero los ganadores no son (no son
solamente) los que levantan la mano en la tapa de los diarios de todo el
mundo.
Son las muchedumbres que despidieron con fervor y dolor al líder que
partió tras infundirles orgullo, constituir una referencia y
empoderarlos. Pocos días atrás, lloraron por Chávez y por ellos mismos.
Ayer, tuvieron su fiesta ciudadana. El 78,71 por ciento del padrón fue a
pronunciarse, a mostrar su dedo meñique con tinta indeleble. La alta
participación también dice algo, en este caso traducible con facilidad
porque es regla desde que gobierna el chavismo.
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“Maduro presidente es la Venezuela que Chávez soñó.” Así termina un
imperdible spot que grabó el ex presidente brasileño Lula da Silva, que
se divulgó profusamente en Venezuela. Lula, un orador de primer nivel,
sabe administrar sus recursos. Prefirió el portugués dulcemente
abrasileñado al portuñol, dialecto en que se la banca bastante.
Seguramente lo hizo porque la lengua natal habilita un plus de
comodidad, de franqueza, de credibilidad. Como fuera, apoyó públicamente
a Maduro. Apuntó que conoce a éste y a “Shavis” (que así se pronuncia,
más o menos). Y habló en nombre del Brasil que él hizo pasar a ligas
mayores, tanto como en el del Mercosur.
En Europa es moneda corriente el apoyo trasnacional. La primera
ministra alemana, Angela Merkel, aupó al ahora presidente español
Mariano Rajoy, durante la respectiva campaña. En nuestro vecindario, tan
vecinalista a menudo, se cuestionan esos gestos, que son pura lógica.
La drástica definición de Lula contradice leyendas usuales en
nuestras pampas. El veredicto popular de ayer lleva alivio a Cuba,
ciertamente. Lo vivirán como parcialmente propios, los presidentes de
Bolivia, Evo Morales, y de Ecuador, Rafael Correa. La presidenta
Cristina Fernández de Kirchner se regocija sin duda. Y con ellos, las
mayorías que los plebiscitan.
En las democracias templadas, contra lo que insinúa el verso de la
Vulgata, ocurre algo similar. Lula lo contó, el mandatario uruguayo,
José Mujica, fue uno de los que alabó con palabras más drásticas y
sentidas a Chávez.
Priman intereses tangibles, hay acuerdos bilaterales en plena
gestión. También hay un proyecto común, en ciernes y avanzando a
trompicones. Y un trazado ideológico que admite diferencias internas
(vastas en ciertos casos) pero que marca una distancia mayor con las
alternativas opositores. Los adversarios son, en suma, parecidos: en su
cosmovisión, en su plexo de propuestas, en su elenco de relevos.
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Volvamos al principio de esta nota. Las exitosas experiencias de
este siglo en la región se formatean bajo el presidencialismo y con
liderazgos carismáticos de variopinta intensidad. A la luz de los
resultados resulta chocante (¿o esclarecedor?) que “justo ahora” se
critiquen esas reglas y esos emergentes. Reemplazar a los líderes no es
sencillo, ni habitual. Ni siquiera en los países más “sistémicos” como
Chile y Uruguay. En ellos no hay reelección, en Venezuela la hay por
tiempo indeterminado. Pero hete aquí que, tras haber hibernado un
período, los ex presidentes Michelle Bachelet y Tabaré Vázquez conservan
preeminencia y tienen toda la pinta de volver a gobernar.
El carisma no es magia, es una forma de legitimidad basada en los
desempeños. Quienes ignoran la gran obra del sociólogo Max Weber y
muchos otros saberes, apostrofan a los líderes carismáticos actuales.
Deben asumir que tienen legitimidad de origen (las goleadas abundan, por
ahora) pero les cuestionan la de ejercicio. Pifian porque es el
ejercicio el que revalida a los gobernantes, la prueba ácida de las
obras. De lo contrario, no conseguirían la continuidad en las urnas, que
hace renacer su legitimidad de origen. En Venezuela, en Brasil y en
estas pampas.
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Chávez lo quiso, tuvo el tino de designar a su continuador. Su
aliento bastó para una victoria estrecha. El futuro es indeterminado y
difícil. El encanto personal, la condición de creador de un proyecto no
se transmiten. Y es arduo conservar la legitimidad por las obras, medida
por un pueblo que se habituó a mejorar.
Maduro podría encontrarse mañana sin el cobijo de las mayorías que
Chávez supo encauzar y conducir. Es más, podría caerle el peor reproche
imaginable: que los propios lo acusaran de haber traicionado el legado.
Todo puede suceder, pues depende de cien variables, entre ellas la
voluntad y la sapiencia de los políticos. Eso es el porvenir. El
presente, el tiempo principal en la política y en la vida de las gentes
de a pie, es rojo- rojito. Lula dijo bien por qué.
Fuente: Página/12
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