Por Mario Wainfeld
Los
argentinos tienen motivos válidos para odiarla. El hundimiento del
General Belgrano fue un crimen de guerra, decidido por la líder de un
imperio habituado a cometerlos. Una imagen que se repite en estos días
la muestra desafiando a una periodista británica, como ella,
preguntándole por la violación de la zona de exclusión. La primera
ministra Margaret Thatcher replica en un inglés claro, casi silabeado.
Habla de modo pausado que, cuenta la crónica, había aprendido tomando
unas clases con el gran actor Laurence Olivier. No responde, saltea la
pregunta, alega: “Ponía en riesgo a las naves británicas”.
Traduzcámosla, apenas: si hay riesgo para el imperio, no hay que
considerar la ley.
Fue primera ministra del imperio en decadencia, la primera mujer en
llegar a ese cargo. El sistema parlamentario inglés, que arropa mucho al
bipartidismo, viabiliza mandatos largos en momentos de estabilidad. “La
Dama de Hierro” gobernó once años, entre 1979 y 1990. Su partido, el
conservador, la desplazó para que su compañero John Major conservara
Downing Street un buen tiempo más. Luego advino otro prolongado
gobierno, el del laborista Tony Blair, que perduraría diez años, sin
igualar el record de Thatcher.
Hablemos de vidas paralelas. El presidente norteamericano Ronald
Reagan entró a la Casa Blanca en enero de 1981 y estuvo ocho años, dos
períodos. Es el máximo que permite su Constitución, menos permisiva que
el régimen inglés. Se retiró triunfador a principios de 1989. En
noviembre de ese año se cayó el Muro de Berlín. Implosionó, se derruyó:
ahora se sabe, en ese tiempo acaso no fuera tan claro. En el fin del
mundo, como dice el papa Francisco, Carlos Menem llegó a la Casa Rosada
en 1989: se mantuvo hasta 1999, reforma constitucional mediante.
Reagan y Thatcher encabezaron lo que dio en llamarse “revolución
conservadora”, un aparente oxímoron. “Revol-con” la cifró, con humor y
justeza, el brillante intelectual y ensayista argentino Arturo Armada.
Eso hicieron esos dos políticos que podían parecer menores, pero que
impusieron un paradigma que hizo escuela en el mundo.
Encontraron un momento propicio, supieron capitalizarlo. No fueron
neoliberales. Se valieron del poder del Estado todo lo que pudieron.
Invirtieron su signo, eso sí. Los treinta años gloriosos de la
posguerra, los Estados benefactores de Occidente, las socialdemocracias,
la amenaza comunista, estaban en decadencia.
Quizá sea exagerado decir que el neoconservadorismo fue pasión de
multitudes, pero es riguroso apuntar que tuvo apoyo popular en muchas
latitudes, incluyendo a nuestro Sur.
* * *
Las cronologías de los hechos políticos, que se sintetizan en las
líneas precedentes, pueden ser precisas. Los procesos sociales,
económicos y políticos resultan más chúcaros para encasillar, para ser
fechados. Thatcher, como Reagan, captó el espíritu de una etapa en la
que el individualismo competía con ventaja contra la solidaridad que
generaron la posguerra europea, los modelos alternativos al capitalismo o
los intentos serios de mitigar sus desigualdades.
Eficiencia, desregulación, flexibilización, firmeza o brutalidad
frente a los desbordes sindicales o a todo tipo de rebeldía. Esas fueron
herramientas que se aplicaron con matices en diversas comarcas. La
etapa neo-con fue otra cosa. Permeó las conciencias, generó un
imaginario que se hizo (bastante) colectivo, encontró las flaquezas de
sus adversarios, hizo época.
No se habla de “una” política económica, se habla de política. No se
alude a un paradigma económico sino a una ideología, una visión del
mundo. No se trata de cambios en la propiedad de las empresas del Estado
sino de una mentalidad que penetró muchas conciencias, que las permeó,
que supo arar sobre un terreno ya sembrado.
Por aquel entonces, el sociólogo francés Alain Touraine escribió que
las clases dominantes producen más modelos de comportamiento que
bienes. Un modo sencillo de reescribir las grandes lecciones de Antonio
Gramsci sobre hegemonía. El sálvese quien pueda (y yo puedo) era el
mensaje, que hizo escuela.
Se discutió, claro, las resistencias fueron fenomenales. Se las
abatió con impiedad, con el poder estatal, con violencia si era
menester. También con aprobaciones ciudadanas. Rambo competía en el cine
con Apocalipsis Now!, era una gran polémica... adivinen quién era más
popular en Estados Unidos, y no sólo ahí.
* * *
No hay triunfo político como el que consiguió, más allá de las
décadas de oro de Thatcher y Reagan, sin una victoria cultural. Las
batallas culturales existen, antaño y ahora.
En aquel entonces, Mariano Grondona publicaba un libro titulado Bajo
el imperio de las ideas morales. En un tramo exaltaba cómo una asamblea
popular de una pequeña ciudad de Estados Unidos resistía a que se
instalara un asilo de ancianos en su distrito. El Estado lo pagaba en su
totalidad. Los vecinos no lo quisieron y lo vetaron, los gobernantes
les hicieron la venia. Mariano leía esa ruindad, un summum de
insolidaridad como un triunfo del individuo contra el Estado, el imperio
de una peculiar “idea moral”. Captaba bien la esencia, entendía lo que
había en juego. “El mercado”, eventualmente, está formado por seres
humanos de carne y hueso. El poder económico es, con frecuencia,
indigente desde el ángulo moral.
* * *
En la Argentina, el peronismo tradujo la revolución conservadora al
criollo. Era, si se admite otra paradoja aparente, un trance impensable y
al unísono el único factible. La enorme (ora perversa, ora benéfica)
capacidad de adaptación del justicialismo hizo posible el atroz milagro.
Menem llegó cuando Reagan y Thatcher ahuecaban el ala, mientras su
siembra crecía. El franchising local del neo-con fue peronista, extremo.
Devastó un amplio Estado de bienestar con fiereza incomparable, no
igualada en casi ninguno de los países hermanos y vecinos.
* * *
La dictadura que saludó con euforia la primera victoria de Thatcher,
le dio una insólita cobertura televisiva en su momento. Y, comentan los
que saben, le dio una manito con la invasión a Malvinas porque la
estrella electoral de la primera ministra flaqueaba, en la inminencia de
una nueva compulsa en 1983. La estimación es opinable, en cambio es
irrefutable que Thatcher, como Reagan, contó con amplio consenso
electoral dentro de sus fronteras. Y hegemonía cultural mucho más allá
de ellas.
El menemismo también logró aprobación mayoritaria en las urnas, con
dos diferencias sensibles. La primera es que su jefe no era un
conservador de estirpe, como Reagan y Thatcher, sino un
nacional-popular. La segunda es que violó el contrato electoral, que
contenía muy otras promesas... y fue revalidado.
La aprobación ciudadana... he ahí un dato cruel que complejiza un cruel legado.
La aflicción que atravesaron luego sus cuerpos y su muerte no deben
alegrar a nadie. Son padecimientos de las personas, que suscitan la
condigna piedad. Lo que sí es festejable es que, por lo menos en nuestro
Sur, la era de su primacía cesó, otros paradigmas están en auge. Con
aciertos, errores y carencias, pero con un sesgo ideológico diferente y
más promisorio
Fuente: Página/12
No hay comentarios:
Publicar un comentario