Una mirada sobre el número de funcionarios
condenados por la justicia por actos de corrupción, entre 1983 y la
fecha, arroja dos datos: que la cifra es sumamente exigua, primero, y
que los funcionarios K encabezan el pelotón. Con idéntica información,
se pueden obtener lecturas opuestas.
Según la primera, los funcionarios K serían peores que los anteriores, y entonces la justicia siempre cumpliría su cometido, ya que la calidad de la práctica institucional local rondaría los estándares de Suiza. La segunda, que el hecho de que los funcionarios k sean los más condenados no señala que sean más corruptos que los anteriores, sino una mirada judicial menos complaciente hacia ellos. Lo exiguo de la cifra total de políticos condenados por corrupción muestra que la justicia se ocupa muy livianamente de monitorear los actos públicos, salvo cuando afectan intereses privados de cierto porte. Si se trata de los haberes jubilatorios de una docente de Chascomús, por dar un caso, se tutelan implícitamente los recursos del Tesoro Nacional (es probable que el ajuste del 82%, teóricamente móvil de sus haberes, los reciba en su tumba y en bonos), en cambio, si se trata del Grupo Clarín o la sociedad que edita el diario La Nación, o la Sociedad Rural, la cosa es claramente distinta. En esos casos las cautelares que garantizan el incumplimiento de la Ley de Medios Audiovisuales o el castigo por no pagar impuestos, se mantienen por años sin que nadie enrojezca de vergüenza, ni dentro ni fuera del Poder Judicial.
Los que optan por la primera variable analítica (la justicia imparcial hace su trabajo en sus términos) no debieran tener demasiado para criticar; si la justicia monitorea adecuadamente la cosa pública, el conjunto de los funcionarios no puede sino ser razonablemente honesto; en ese caso, hablar del gobierno de los corruptos y los ladrones remitiría a odio irracional; en cambio desde la otra postura no puede evitar la siguiente pregunta: ¿Que clase de justicia supone esta justicia de clase? Y cuidado, no se trata de una pregunta genérica, que invariablemente se contesta de igual modo, sino de una pregunta fechada y por tanto impone una respuesta del mismo carácter: específica y política.
Para contestarla, partamos de un ejemplo. La justicia que anula las leyes de Obediencia Debida y Punto Final rehace lo que hasta entonces había convalidado: cambia dramáticamente. Es posible sostener que los "argumentos" de una parte mejoraron y por tanto la sentencia judicial obró en consecuencia; o que la justicia fue " brutalmente presionada" en esa dirección por el Poder Ejecutivo (posición editorial de La Nación),una perspectiva negada expresamente por el presidente de la Suprema Corte en una reciente publicación académica. Sin embargo, la cuestión es más compleja. La reforma constitucional del 94 –al incorporar los tratados internacionales al corpus legal interno– aportó todos los elementos formales que determinaron la ilegalidad de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, votadas y aprobadas por el Congreso alfonsinista, tras los levantamientos carapintada; todo debate jurídico de buena fe sobre la legalidad vigente mudo. El de mala fe es obvio: matar guerrilleros y militantes obreros no es delito, sólo que no lo pronuncian con todas las letras. Para la ley internacional siempre se trató de delitos de lesa humanidad y por eso, imprescriptibles. De modo que durante una década se hubiera podido invalidar la constitucionalidad de leyes que manifiestamente violaban las normas, y aun así no se hizo.
Anular las leyes de Punto Final y Obediencia Debida no fue producto de una simple determinación jurídica que antes no se había tomado, sino de una decisión política sostenida mediante una larga y enmarañada lucha de los organismos de Derechos Humanos, mediante un Congreso, que recién en el 2003 le dio cabida respaldando el solitario pedido de la diputada Patricia Walsh, y una Corte Suprema que aportó una forma jurídica eficaz. Esta decisión política histórica constituyó un nuevo punto de partida para toda la sociedad: la democracia de la derrota comenzó a quedar atrás, el fin de la impunidad hizo que la política recuperara sus aptitudes transformadoras, el único interés legítimo ya no fue el de las clases dominantes, la ley escrita volvió a ser referencia colectiva.
Volvamos al inicio. Aun así, pese a esta refundación, la lista de funcionarios condenados por actos de corrupción o por enriquecimiento ilícito, por defraudar los intereses del estado nacional, o actuar manifiestamente en connivencia con particulares para llevarlos a cabo, sigue siendo más pequeña que la lista de jueces que el doctor Carlos Corach exhibiera frente al contador Domingo Cavallo, mientras éste último era ministro de Carlos Menem. Y si la lista de condenados se reduce a los que realmente cumplieron condena efectiva, el nombre de María Julia Alsogaray nos recuerda que la impunidad que gozan los funcionarios todavía sigue siendo un comportamiento sistémico.
El affaire IBM Banco Nación, considerado en su momento uno de los negociados mas escandalosos por su volumen y número de implicados, no sólo no arrojó culpables con sentencia firme, pese a incluir asesinatos, sino que murió primero en las páginas interiores de los diarios y después se desvaneció en la noche de los tiempos. No es el único caso: tanto la voladura en la Fábrica Militar de Río Tercero, declarada por la justicia "accidente", como la Embajada de Israel, donde la Corte intervino directamente, no sólo no se esclarecieron sino que arrojan fundadas sospechas de encubrimiento.
Dos conclusiones resultan inevitables. La primera es que esta justicia al igual que la sociedad avaló el "roban pero hacen" que imperó en los '90 en la Argentina, una concepción que puede filiarse en la tolerancia hacia el "botín de guerra" de la represión de la dictadura de 1976, cuya tarea de "terminar con la subversión" era sentida tan necesaria como el "hacer" de la dupla Cavallo – Menem dos décadas más tarde. Y como ese contenido era esencial esa forma no resultaba objetable.
La segunda conclusión es que una justicia que a lo largo de casi tres décadas ha sido tan indulgente con los poderes ejecutivos, con sus integrantes pasados y –apenas algo menos– con los actuales, es funcional a la lógica política de todo el sistema. Mientras la política no sea otra cosa que la continuación de los negocios por otros medios, la justicia no puede ser más que los tecnicismos que cada parte enarbole contra los negocios ajenos. Y ese sistema es incapaz de tutelar bienes superiores –el interés nacional, por ejemplo– cuando el gobierno necesita que se tutelen como en el caso de la ley de Medios Audiovisuales, la justicia produce –desde la zona gris– todas las señales requeridas para la continuación del pesado orden anterior.
Si admitimos que reconquistar formas elementales del Estado de Derecho no ha sido el resultado "puro" de la actividad de los magistrados, si entendemos que el Poder Judicial como cualquier poder del Estado está compuesto por funcionarios de distintas calidades morales y políticas, para que prevalezcan los dispuestos a profundizar esa línea de transformación no basta enarbolar un "discurso progresista". La batalla por el cumplimiento de la Ley del Estado, la necesidad que los poderes fácticos no puedan abroquelarse tras una montaña de tecnicismos jurídicos, no se resuelve puertas para dentro de la magistratura. El poder se decide en la calle, los dueños de la calle terminan siendo a la postre los dueños del poder y todo poder mayoritario conquista –más tarde o más temprano– el soporte que lo legitima frente a la sociedad.
En cambio, si la aplicación de la ley, tanto para cobrar impuestos como para determinar quien manda, reposa en siete funcionarios, por mas probos que sean, la invitación a la continuidad sistémica esta en la naturaleza de las cosas. Lograr que la ley rija para todo el mundo, que deje de ser un privilegio, tal vez contenga el corazón de la batalla democrática. Y esa batalla, conviene no olvidarlo, sigue siendo necesidad central del conjunto de los sectores populares. El resultado de las próximas elecciones de medio tiempo, también depende de ese enfrentamiento decisivo.
Fuente: Tiempo Argentino Según la primera, los funcionarios K serían peores que los anteriores, y entonces la justicia siempre cumpliría su cometido, ya que la calidad de la práctica institucional local rondaría los estándares de Suiza. La segunda, que el hecho de que los funcionarios k sean los más condenados no señala que sean más corruptos que los anteriores, sino una mirada judicial menos complaciente hacia ellos. Lo exiguo de la cifra total de políticos condenados por corrupción muestra que la justicia se ocupa muy livianamente de monitorear los actos públicos, salvo cuando afectan intereses privados de cierto porte. Si se trata de los haberes jubilatorios de una docente de Chascomús, por dar un caso, se tutelan implícitamente los recursos del Tesoro Nacional (es probable que el ajuste del 82%, teóricamente móvil de sus haberes, los reciba en su tumba y en bonos), en cambio, si se trata del Grupo Clarín o la sociedad que edita el diario La Nación, o la Sociedad Rural, la cosa es claramente distinta. En esos casos las cautelares que garantizan el incumplimiento de la Ley de Medios Audiovisuales o el castigo por no pagar impuestos, se mantienen por años sin que nadie enrojezca de vergüenza, ni dentro ni fuera del Poder Judicial.
Los que optan por la primera variable analítica (la justicia imparcial hace su trabajo en sus términos) no debieran tener demasiado para criticar; si la justicia monitorea adecuadamente la cosa pública, el conjunto de los funcionarios no puede sino ser razonablemente honesto; en ese caso, hablar del gobierno de los corruptos y los ladrones remitiría a odio irracional; en cambio desde la otra postura no puede evitar la siguiente pregunta: ¿Que clase de justicia supone esta justicia de clase? Y cuidado, no se trata de una pregunta genérica, que invariablemente se contesta de igual modo, sino de una pregunta fechada y por tanto impone una respuesta del mismo carácter: específica y política.
Para contestarla, partamos de un ejemplo. La justicia que anula las leyes de Obediencia Debida y Punto Final rehace lo que hasta entonces había convalidado: cambia dramáticamente. Es posible sostener que los "argumentos" de una parte mejoraron y por tanto la sentencia judicial obró en consecuencia; o que la justicia fue " brutalmente presionada" en esa dirección por el Poder Ejecutivo (posición editorial de La Nación),una perspectiva negada expresamente por el presidente de la Suprema Corte en una reciente publicación académica. Sin embargo, la cuestión es más compleja. La reforma constitucional del 94 –al incorporar los tratados internacionales al corpus legal interno– aportó todos los elementos formales que determinaron la ilegalidad de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, votadas y aprobadas por el Congreso alfonsinista, tras los levantamientos carapintada; todo debate jurídico de buena fe sobre la legalidad vigente mudo. El de mala fe es obvio: matar guerrilleros y militantes obreros no es delito, sólo que no lo pronuncian con todas las letras. Para la ley internacional siempre se trató de delitos de lesa humanidad y por eso, imprescriptibles. De modo que durante una década se hubiera podido invalidar la constitucionalidad de leyes que manifiestamente violaban las normas, y aun así no se hizo.
Anular las leyes de Punto Final y Obediencia Debida no fue producto de una simple determinación jurídica que antes no se había tomado, sino de una decisión política sostenida mediante una larga y enmarañada lucha de los organismos de Derechos Humanos, mediante un Congreso, que recién en el 2003 le dio cabida respaldando el solitario pedido de la diputada Patricia Walsh, y una Corte Suprema que aportó una forma jurídica eficaz. Esta decisión política histórica constituyó un nuevo punto de partida para toda la sociedad: la democracia de la derrota comenzó a quedar atrás, el fin de la impunidad hizo que la política recuperara sus aptitudes transformadoras, el único interés legítimo ya no fue el de las clases dominantes, la ley escrita volvió a ser referencia colectiva.
Volvamos al inicio. Aun así, pese a esta refundación, la lista de funcionarios condenados por actos de corrupción o por enriquecimiento ilícito, por defraudar los intereses del estado nacional, o actuar manifiestamente en connivencia con particulares para llevarlos a cabo, sigue siendo más pequeña que la lista de jueces que el doctor Carlos Corach exhibiera frente al contador Domingo Cavallo, mientras éste último era ministro de Carlos Menem. Y si la lista de condenados se reduce a los que realmente cumplieron condena efectiva, el nombre de María Julia Alsogaray nos recuerda que la impunidad que gozan los funcionarios todavía sigue siendo un comportamiento sistémico.
El affaire IBM Banco Nación, considerado en su momento uno de los negociados mas escandalosos por su volumen y número de implicados, no sólo no arrojó culpables con sentencia firme, pese a incluir asesinatos, sino que murió primero en las páginas interiores de los diarios y después se desvaneció en la noche de los tiempos. No es el único caso: tanto la voladura en la Fábrica Militar de Río Tercero, declarada por la justicia "accidente", como la Embajada de Israel, donde la Corte intervino directamente, no sólo no se esclarecieron sino que arrojan fundadas sospechas de encubrimiento.
Dos conclusiones resultan inevitables. La primera es que esta justicia al igual que la sociedad avaló el "roban pero hacen" que imperó en los '90 en la Argentina, una concepción que puede filiarse en la tolerancia hacia el "botín de guerra" de la represión de la dictadura de 1976, cuya tarea de "terminar con la subversión" era sentida tan necesaria como el "hacer" de la dupla Cavallo – Menem dos décadas más tarde. Y como ese contenido era esencial esa forma no resultaba objetable.
La segunda conclusión es que una justicia que a lo largo de casi tres décadas ha sido tan indulgente con los poderes ejecutivos, con sus integrantes pasados y –apenas algo menos– con los actuales, es funcional a la lógica política de todo el sistema. Mientras la política no sea otra cosa que la continuación de los negocios por otros medios, la justicia no puede ser más que los tecnicismos que cada parte enarbole contra los negocios ajenos. Y ese sistema es incapaz de tutelar bienes superiores –el interés nacional, por ejemplo– cuando el gobierno necesita que se tutelen como en el caso de la ley de Medios Audiovisuales, la justicia produce –desde la zona gris– todas las señales requeridas para la continuación del pesado orden anterior.
Si admitimos que reconquistar formas elementales del Estado de Derecho no ha sido el resultado "puro" de la actividad de los magistrados, si entendemos que el Poder Judicial como cualquier poder del Estado está compuesto por funcionarios de distintas calidades morales y políticas, para que prevalezcan los dispuestos a profundizar esa línea de transformación no basta enarbolar un "discurso progresista". La batalla por el cumplimiento de la Ley del Estado, la necesidad que los poderes fácticos no puedan abroquelarse tras una montaña de tecnicismos jurídicos, no se resuelve puertas para dentro de la magistratura. El poder se decide en la calle, los dueños de la calle terminan siendo a la postre los dueños del poder y todo poder mayoritario conquista –más tarde o más temprano– el soporte que lo legitima frente a la sociedad.
En cambio, si la aplicación de la ley, tanto para cobrar impuestos como para determinar quien manda, reposa en siete funcionarios, por mas probos que sean, la invitación a la continuidad sistémica esta en la naturaleza de las cosas. Lograr que la ley rija para todo el mundo, que deje de ser un privilegio, tal vez contenga el corazón de la batalla democrática. Y esa batalla, conviene no olvidarlo, sigue siendo necesidad central del conjunto de los sectores populares. El resultado de las próximas elecciones de medio tiempo, también depende de ese enfrentamiento decisivo.
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