
Algunas palabras tienen
una curiosa historia. En sus cautivantes Lecciones Preliminares de filosofía,
Manuel García Morente refiere cómo el término “trascendental” –un complejo
concepto filosófico vinculado con la teoría del conocimiento de Kant– llegó a
ser sinónimo de “muy importante” en la lengua castellana. Cuenta el autor que
en la España de fines del siglo XIX algunos oradores familiarizados con el
pensamiento de Kant y partidarios del gobierno republicano empleaban la palabra
“trascendental”, entendida en su genuino sentido; pero cuando otros políticos,
carentes de formación filosófica, trataban de imitarlos, y dado que esa palabra
suena importante, comenzaron a utilizarla, precisamente, como un adjetivo que
denotaba importancia. En virtud de ese malentendido, el vocablo adquirió un
significado completamente apartado del original. Confieso que nunca pude
imaginarme de qué manera una palabra tan técnica como “trascendental” encontró
alguna vez lugar apropiado en un discurso político, pero de todos modos, a
falta de otra explicación, doy por cierta la narración.
El
paradigma
Análogos fenómenos
ocurren en nuestra época. Un caso muy destacado, sin duda, es el que ha
protagonizado el término “paradigma”. Lo pronuncian los intelectuales, los
políticos, los redactores de anuncios publicitarios, los periodistas
deportivos, en fin, muchos usuarios de diferentes idiomas. Cualquier cambio que
se quiera destacar, aunque se trate del formato de un asiento de bicicleta, se
presenta como “un cambio de paradigma”. El tema merece algunas reflexiones,
sobre todo porque –en contraste con lo acontecido con la palabra
“trascendental”, por ejemplo– las confusiones en torno al concepto de paradigma
aparecen por doquier y son frecuentes incluso en el ambiente académico.
La etimología nos
remonta a la antigua lengua griega, en cuyo ámbito “paradigma” significaba
“ejemplo, modelo”. Adquirió más tarde un sentido técnico en la lingüística, un
modo de referirse a expresiones que ilustran el uso de un conjunto de
componentes del lenguaje. Así, por caso, el verbo “amar” es el paradigma de la
primera conjugación en castellano.
Thomas S. Kuhn, el autor
que echó a rodar el término, sugiere que se inspiró en este último sentido
cuando eligió la palabra “paradigma” como instrumento para analizar el
desarrollo de las ciencias. Aquí la historia del término se entrecruza con los
avatares de la vida de Kuhn. Poco después del fin de la Segunda Guerra Mundial,
mientras estudiaba física, se le pidió que les diera un curso de historia de la
ciencia a los estudiantes de humanidades. En esas circunstancias, vivió dos
experiencias que encaminaron su concepción acerca de la ciencia. Una de ellas
fue la dificultad que encontró en un principio para comprender cómo mentes de
la talla de Aristóteles pudieron adoptar creencias que en la actualidad parecen
completamente inverosímiles. La otra fue el contraste entre el comportamiento
habitual de quienes investigan los fenómenos naturales, por un lado, y los
científicos sociales, por el otro. Los primeros comparten, durante períodos a
veces muy dilatados que Kuhn denominará “etapas de ciencia normal”, un
determinado vocabulario y una serie de creencias, valores y métodos propios de
su disciplina, de manera que sólo se ocupan de resolver problemas acotados; en
algunas ocasiones, sin embargo esta posibilidad de crecimiento acumulativo
parece agotarse y surgen condiciones propicias para que se produzca una revolución,
una reacomodación radical del lenguaje y demás ingredientes de esa rama del
conocimiento que iniciará un nuevo ciclo de ciencia normal. Los científicos
sociales, en cambio, carecen de tales elementos unificadores, sus comunidades
se hallan fragmentadas, envueltas en permanentes desacuerdos de todo tipo. Se
encuentran aún, diría Kuhn, en una etapa precientífica.
Kuhn se convenció de que
había hecho un importante descubrimiento. En su opinión, la tradicional
creencia de que el conocimiento científico es el resultado de la aplicación de
métodos fundados en el razonamiento y las observaciones no se ajusta a la
historia de la ciencia. La continuidad de las hipótesis ptolemaicas o la
adopción de la propuesta copernicana, por ejemplo, no podía resolverse apelando
solamente a las observaciones o la lógica. Se requería, fundamentalmente, la
elección de un punto de vista y la exclusión de otro. Los copernicanos
percibían un mundo diferente del que veían los partidarios de Ptolomeo, del
mismo modo que en un dibujo ambiguo una persona reconoce inmediatamente la
figura de un pato mientras otra percibe la de un conejo. Los ptolemaicos han
aprendido a examinar el cielo y resolver las cuestiones astronómicas bajo el
supuesto de que la Tierra permanece estática. Y abandonar esa manera de
proceder para adoptar la posición contraria exige una conversión mental.
Asimismo, a fin de sortear la dificultad que Kuhn debió enfrentar, el
historiador de la ciencia debe poder experimentar una especie de conversión
retrógrada para poder ver el mundo con ojos aristotélicos. Estos procesos son
el resultado de la acción de una constelación de factores que influyen en el
surgimiento, la difusión, la persistencia y, tarde o temprano, el reemplazo de
un enfoque determinado. Y Kuhn necesitaba darle un nombre que no estuviera
asociado a la doctrina de ningún otro filósofo de la ciencia. Se inclinó por
otorgar un nuevo significado a la palabra “paradigma”. Así, pues, una
disciplina se constituye como ciencia a partir del momento en que una comunidad
de expertos comienza a regirse por un paradigma, gracias al común
reconocimiento de cierto logro; por ejemplo, una teoría que permite explicar
adecuadamente los fenómenos celestes. La nueva acepción del término vio la luz
en La estructura de las revoluciones científicas, de cuya aparición se cumplen
50 años. Kuhn sostenía que los paradigmas son incompatibles e inconmensurables
entre sí: no hay un lenguaje común que posibilite la completa comunicación
entre científicos partidarios de distintos paradigmas, ni posibles experiencias
o argumentos que permitan resolver sus diferencias.
Las
revoluciones
El destino de aquella
obra ha sido, por cierto, bastante singular y en muchos aspectos no menos
paradójico. En primer lugar, contra lo que cabría esperar de un libro que
supuestamente iba a herir de muerte a la filosofía de la ciencia vigente,
mereció consideración inicial porque fue publicado en la colección de la
Enciclopedia de la Ciencia Unificada, el órgano de difusión creado por los
miembros del Círculo de Viena, y gracias a la recomendación de Rudolf Carnap,
uno de los más consecuentes representantes del empirismo lógico. Esta
circunstancia revela no solamente la honestidad intelectual y la apertura de
los editores sino también una clave para valorar las contribuciones de Kuhn.
Creo que, contrariamente a las expectativas del propio autor, algunos
destacados empiristas no encontraban en ellas la ruina de su tradicional
programa sino, en todo caso, una apreciable complementación de los análisis que
habían emprendido. La posterior evolución del pensamiento de Kuhn, así como la
reciente revalorización de los aportes de los filósofos prekuhnianos, indican
que las diferencias entre Kuhn y sus predecesores es menos espectacular que la
apariencia. Baste recordar que las tesis de la carga teórica de la observación,
el papel de la teoría en la recolección de datos o los componentes
convencionales de la ciencia, presentadas a menudo como la refutación del
empirismo, no fueron introducidas ni por Kuhn, ni por Hanson ni por ninguno de
los exponentes de la “nueva filosofía de la ciencia”. Aparecen ya en las obras
de Bacon, de Comte, y sobre todo en las de Mach, Carnap y Popper, entre otros.
Pero si algunos autores
pasaron por alto la falta de rigor de Kuhn y hasta toleraron manifiestas
contradicciones –como la de afirmar y después negar que los científicos que
trabajan en diferentes paradigmas viven en mundos distintos– otros lo
rechazaron. Una de las dificultades surgía a propósito del significado del
término “paradigma”. Margaret Masterman encontró en sus páginas al menos
veintiún sentidos diferentes de ese vocablo. Otro concepto sumamente
problemático era el de la inconmensurabilidad. No se entendía cómo los
científicos que han sido formados dentro de un mismo paradigma, los galileanos
y sus rivales, por ejemplo, pueden perder de pronto la capacidad de comunicarse
entre sí. Menos comprensible y más paradójica aun era la posibilidad de que los
historiadores y los filósofos de la ciencia lograran transponer las barreras de
la inconmensurabilidad para examinar cualquier paradigma, por lejano que les
resultara en un principio.
Las tesis de Kuhn debían
enfrentar también otra clase de dificultades. Por un lado, la desvalorización
de la razón y de la contrastación empírica, que ceden su lugar a factores
históricos, psicológicos o sociales durante los episodios revolucionarios,
equivale a defender una concepción extremadamente irracionalista de la ciencia,
oscurecer la posibilidad de diferenciarla de otras actividades y abandonar la
esperanza de que produzca un verdadero progreso. Por otro lado, si la tarea
desarrollada a lo largo de los períodos de ciencia normal, es decir, durante la
mayor parte del tiempo, está determinada por el paradigma reinante, la historia
de la ciencia parece resumirse en una sucesión de decisiones arbitrarias
intercaladas entre dilatadas etapas de profundo dogmatismo. Se entiende,
entonces, por qué los que atribuían a la ciencia un esencial y permanente
ejercicio de la crítica, como Popper, rechazaran el autoritarismo encarnado en
la ciencia normal...
La respuesta de Kuhn
consistió en negar que fuera irracionalista o subjetivista y para mostrarlo
reelaboró sus argumentos. Esa tarea le insumió el resto de su vida. Pero murió
sin llegar a finalizar el libro que prometía una versión definitiva de su
doctrina. De todos modos, en las siguientes publicaciones introdujo cambios.
Sostuvo que los distintos significados del término “paradigma” podrían
reducirse a dos: en un sentido amplio, entendido como una matriz disciplinar
compuesta por generalizaciones simbólicas (leyes o definiciones), modelos,
valores y presuposiciones metafísicas; en un sentido más acotado, concebido
como ejemplares, modelos de problemas y soluciones desprendidos de aquella
matriz que guían a una comunidad científica durante los períodos de ciencia
normal.
Los
seguidores
Pero mientras Kuhn se
esforzaba para responder a sus críticos, fue surgiendo una legión de
simpatizantes que se entusiasmaron con las interpretaciones menos sensatas de
su posición. Lo confirma el comentario de un colega vienés del autor de La
estructura...: “Kuhn alienta a personas que no tienen idea de por qué una
piedra cae al suelo a hablar con seguridad acerca del método científico”. Si el
lector de estas líneas piensa que quien profirió semejante sentencia fue Popper
o algún malhumorado y decrépito sobreviviente del Círculo de Viena, está
equivocado. Las palabras pertenecen nada menos que a Paul Feyerabend, el enfant
terrible de la filosofía de la ciencia.
En efecto, la deliberada
informalidad del lenguaje de La estructura..., la amenidad del relato, la
vaguedad de sus ideas y su simpática actitud iconoclasta atrajeron a un variado
público que experimentaba la sensación de comprender por fin en qué consiste la
tarea científica y, en muchos casos, daba rienda suelta a la oportunidad de
sortear el incómodo respeto que la ciencia pretendía imponer. Solamente así se
explica que un libro encuadrado en una disciplina hasta ese momento reservada
para laboriosos eruditos se convirtiera en un best seller, traducido a
dieciséis idiomas y con un millón de ejemplares vendidos. En terrenos cercanos
a la actividad académica despertó simpatías que originaron dos tendencias.
Por un lado, el
menoscabo del papel de la experiencia y el razonamiento en las decisiones
científicas y la importancia que se atribuía a otros factores –los psicológicos
y los sociales, por ejemplo– extremaron un enfoque que Kuhn parecía haber
habilitado pero nunca desarrolló: disolver la filosofía de la ciencia en la sociología
–el caso de Barnes y Bloor– o aun en la curiosa etnografía de la ciencia –el
caso de Latour–. Pero los que celebran estos ensayos no parecen tener
seriamente en cuenta una dificultad que amenaza desde siempre a los
relativistas.
Si aceptar una teoría
científica no depende de su plausibilidad ni del resultado de experimentos sino
de las relaciones de fuerza y los intereses de los miembros de una comunidad
científica, la validez de las hipótesis queda fuertemente comprometida. Mas
esta conclusión se vuelve contra sí misma: porque la historia, la psicología y
la sociología que la avalan serían tan poco confiables (si no menos) que las
ciencias naturales y no habría ningún motivo para tomarlas por verdaderas. Peor
que una victoria pírrica, esta forma de kuhnianismo desemboca en un colectivo
suicidio intelectual.
Otra tendencia fue la
creación de un nuevo deporte epistemológico: la caza de paradigmas. Animados
por el impiadoso retrato que parecía desalojar las ciencias naturales del
pretendido pedestal de la objetividad, quienes no estaban dispuestos a
desaprovechar la oportunidad que les brindaba Kuhn dejaron de lado la idea de
que las ciencias sociales poseen métodos completamente diferentes de los que
usan las ciencias naturales y pasaron a sostener que ambos tipos de ciencia
comparten las mismas características: se desenvuelven gracias a los paradigmas.
Procuraron entonces identificar los paradigmas correspondientes a las ciencias
sociales, a fin de igualarlas con las naturales. Sin embargo, esa empresa
chocaba con un grave defecto de nacimiento, pues mientras en las ciencias
naturales generalmente se encuentran creencias y métodos ampliamente
compartidos por los investigadores de una disciplina, esto no sucede en las
ciencias sociales. La solución que encontraron fue candorosamente sencilla.
Postularon que en una disciplina social es usual que coexistan varios
paradigmas. Así, por ejemplo, los marxistas, los keynesianos y la escuela de
Chicago podrían desarrollar paradigmas simultáneos en la ciencia económica.
Pero esto contradice irremediablemente las suposiciones de Kuhn y priva de
legitimidad al uso del concepto de paradigma. En la situación típica, para que
algo pueda funcionar como un paradigma, es necesario que haya derrotado a los
demás competidores y monopolice las prácticas de la comunidad científica.
Así, al tiempo que se
hacía más popular, Kuhn debía defender su concepción de la ciencia en varios
frentes. Por un lado, responder las objeciones de los filósofos que no
encontraban coherentes o satisfactorios sus análisis. Por otro lado, se veía
obligado a alejarse del intento de convertir la filosofía de la ciencia en una
rama de la sociología y de la tergiversación de sus ideas que hacía lugar a
pretensiones tan insostenibles como la coexistencia de varios paradigmas en una
misma disciplina. Declaró que no compartía en absoluto aquellos intentos porque
nunca pretendió poner en duda la autoridad del conocimiento científico. Sus
publicaciones evidencian una posición cada vez más moderada. Presentan las
revoluciones científicas como el surgimiento de nuevas especialidades más que
como episodios dramáticos. La inconmensurabilidad queda restringida a la
incompatibilidad de algunos términos y no constituye una barrera infranqueable.
Con razón John Horgan ha descripto a Kuhn como un “revolucionario renuente”
mientras que Newton Smith lo comparó con los revolucionarios que luego se
convierten en socialdemócratas.
A esta altura cabe
preguntarse: ¿Y qué sucedió con los paradigmas? Kuhn reconoció que el término,
como los personajes de Pirandello, se le había escapado de las manos. Y se
había vaciado completamente de sentido. Entonces, renunció explícitamente a
seguir utilizándolo. Aunque de vez en cuando cedía y, quizá con la nostalgia
del hombre maduro que recuerda un perdido amor juvenil, volvía a recordar “lo
que alguna vez llamé un paradigma”.
* Filósofo, profesor
titular de Historia y de Filosofía de la ciencia (UBA).
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