En junio cumplió 95. Ayer, el historiador que
escribió Rebeldes primitivos, La era de la revolución y la Historia del
siglo XX, entre tantos libros, murió en Londres de una neumonía.
Página/12 incluye un reportaje a Eric Hobsbawm que publicó el 29 de
marzo de 2009. La crisis de Lehman Brothers había comenzado en
septiembre de 2008. Hobsbawm no dudó de la depresión que vendría. Y se
dejó tiempo para hablar de cine, de Marx y de Tolstoi.
Por Martín Granovsky
Eric
Hobsbawm aparece en la puerta de la Embajada de Alemania en Londres. Son
poco más de las tres de la tarde en la hermosa Belgrave Square y las
banderas de las embajadas se adivinan por detrás de las copas de los
árboles. Lleva anteojos, la gorra puesta, un abrigo no muy pesado.
Saluda. Tiene manos grandes y huesudas, pero no parecen las manos de un
viejo. Ninguna deformación de artritis las atacó. Muy pronto una pequeña
prueba demuestra que las piernas de Hobsbawm también están en buena
forma. Baja con agilidad los tres escalones que llevan del palier a la
vereda. Parece ver bien. Tiene un bastón en la mano derecha. No se apoya
en él, pero quizá lo use como un seguro, por si trastabilla, o como un
sensor de alerta temprana que detecta escalones, charcos y, de
inmediato, el cordón de la vereda. Hobsbawm es alto y flaco. Uno ochenta
y pico. No pide ayuda. El chofer del Foreign Office que nos acompaña le
abre la puerta izquierda del Jaguar negro. Entra en el auto con
facilidad. El coche es grande, por suerte, y cabe, pero el viaje igual
es corto.
–Vino un historiador alemán, por eso estoy en la embajada, y debo volver –avisa–. Llegó de visita a Londres y quiso conversar con algunos de nosotros. Sé que vamos a Canning House. Está bien. Poco trayecto, ¿no?
El auto da media vuelta a Belgrave Square y se detiene frente a otro
palacete blanco de tres escalones, porche rodeado de columnas y puerta
de madera pesada. Por algún motivo mágico el conductor de pelo blanco
con mechón sobre la cara, traje azul y sonrisa como la del ayudante del
inspector Morse de Oxford, ya le abre a Hobsbawm. Entre esas
construcciones tan parecidas, la elegancia del Jaguar lo asemeja a un
carruaje recién lustrado. El cochero sonríe cuando Hobsbawm desciende.
El profesor le devuelve la simpatía mientras trepa con facilidad hasta
un hall oscuro. Ya entró en Canning House y a la derecha ve una enorme
imagen de José de San Martín. A la izquierda del pasillo, una gran sala.
El té ya está servido. Es decir, el té, las masas y una torta. Otro
cuadro del mismo tamaño que el de San Martín. Es Simón Bolívar. Y
también es Bolívar el caballero del busto sobre el aparador. ¿Cuánto té
habrán tomado Bolívar y San Martín antes de salir de Londres a
Sudamérica, a principios del siglo XIX, para cumplir su plan de
independencia?
Hobsbawm apura la primera taza y quiere ser él quien arroje la primera pregunta.
–¿Cómo está la Argentina? –interroga pero no tanto, porque no espera
y comenta–. El año pasado Cristina estuvo por venir a Londres para una
reunión de presidentes progresistas y pidió verme. Yo dije que sí, pero
ella no vino. No fue su culpa. Estaba en medio de la confrontación con
la Sociedad Rural.
Hobsbawm habla un inglés sin la afectación ni el tartamudeo de algunos académicos del Reino Unido. Pero acaba de pronunciar “Sociedad Rural” en castellano.
“¿Qué pasó con ese conflicto?”, pregunta. Tras la explicación
correspondiente, el profesor inclina la cabeza, más curioso que antes,
mientras con la mano derecha su tenedor intenta cortar la tarta de
manzana. Es una tarea difícil. Entonces se desconcentra de la tarta y
fija la mirada esperando, ahora sí, alguna pregunta.
–El mundo está complejo –afirma, sin embargo, manteniendo la
iniciativa–. No quiero caer en slogans, pero es indudable que el
Consenso de Washington murió. La desregulación salvaje ya no sólo es
mala: es imposible. Hay que reorganizar el sistema financiero
internacional. Mi esperanza es que los líderes del mundo se den cuenta
de que no se puede renegociar la situación para volver atrás, sino que
hay que rediseñar todo hacia el futuro.
–La Argentina experimentó varias crisis, la última fuerte en 2001. En 2005 el presidente Néstor Kirchner, de acuerdo con el gobierno brasileño, que también lo hizo, pagó al FMI y desenganchó a la Argentina del organismo para que el país no siguiera sometido a sus condicionalidades.
–Es que a esta altura se necesita otro FMI absolutamente distinto,
con otros principios, que no dependa sólo de los países más
desarrollados y en el que una o dos personas toman las decisiones. Es
muy importante lo que están proponiendo Brasil y la Argentina para
cambiar el sistema actual. ¿Cómo están las relaciones entre ustedes?
–Muy bien.
–Eso es muy importante. Manténganlas. Las buenas relaciones entre
gobiernos como los de ustedes son muy importantes en medio de una crisis
que también implica riesgos políticos. Para los standards
norteamericanos, los Estados Unidos están girando a la izquierda y no a
la extrema derecha. Eso también es bueno. La Gran Depresión llevó
políticamente al mundo a la extrema derecha en casi todo el planeta, con
excepción de los países escandinavos y los Estados Unidos de Roosevelt.
Incluso en el Reino Unido llegó a haber miembros del Parlamento que
eran de extrema derecha.
–¿Y qué alternativa aparece?
–No lo sé. ¿Sabe cuál es el drama? El giro a la derecha tuvo dónde
recostarse: en los conservadores. El giro a la izquierda también tuvo en
qué descansar: en los laboristas.
–Los laboristas gobiernan el Reino Unido.
–Sí, pero me gustaría hacerle un planteo más general. Ya no existe la izquierda tal como era.
–¿La extraña?
–Lo señalo.
–¿A qué se refiere cuando dice “la izquierda tal como era”?
–A las distintas variantes de la izquierda clásica. A los
comunistas, naturalmente. Y a los socialdemócratas. ¿Pero sabe qué pasa?
Todas las variantes de la izquierda precisan del Estado. Y durante
décadas de giro a la derecha conservadora, el control del Estado se hizo
imposible.
–¿Por qué?
–Muy sencillo. ¿Cómo controla usted el Estado en condiciones de
globalización? Conviene recordar que a principios de los ’80 no sólo
triunfaron Ronald Reagan y Margaret Thatcher. En Francia, François
Mitterrand no logró una victoria.
–Usted habla de su primera presidencia, la que ganó en las elecciones de 1981.
–Sí, de la primera. Mitterrand ganó, pero cuando intentó una unidad
de izquierdas para nacionalizar un sector mayor de la economía no tuvo
el poder suficiente para hacerlo. Fracasó por completo. La izquierda y
los partidos socialdemócratas se retiraron de la escena, derrotados,
convencidos de que nada podía hacerse. Y entonces, no sólo en Francia
sino en todo el mundo, quedó claro que el único modelo que podía
imponerse con poder real era el capitalismo absolutamente libre.
–¿Por qué dice “absolutamente”?
–Porque con libertad absoluta para el mercado, ¿quién atiende a los
pobres? Esa política, o la política de la no política, es la que se
desarrolló con Margaret Thatcher y Ronald Reagan. Y funcionó –dentro de
su lógica, claro, que no comparto– hasta la crisis que comenzó en el
2008. Frente a la situación anterior la izquierda no tenía alternativa.
¿Y frente a ésta? Fijémonos, si quiere, en la izquierda más clásica de
Europa. Es muy débil en Europa. O está fragmentada. O desapareció.
Refundación Comunista en Italia es débil y las otras ramas del ex
Partido Comunista Italiano están muy mal. Izquierda Unida en España
también está cayendo de la ladera de la colina. Algo quedó en Alemania.
Algo en Francia, con el Partido Comunista. Ni esas fuerzas, y menos aún
la izquierda más extrema, como los trotskistas, y ni siquiera una
socialdemocracia como la que describí antes, alcanzan todavía como
respuesta a esta crisis y a sus peligros. La misma debilidad de la
izquierda aumenta los riesgos.
–¿Qué peligro ve?
–En períodos de gran descontento como el que empezamos a vivir, el
gran peligro es la xenofobia, que alimentará y a su vez será alimentada
por la extrema derecha. ¿A quién buscará esa extrema derecha? Buscará
atraer a los “estúpidos” ciudadanos que cuidan su trabajo y temen
perderlo. Y digo estúpidos irónicamente, quiero aclararle. Porque ahí
reside otro fracaso evidente del fundamentalismo de mercado. Dejó
libertad para todo. ¿Y la verdadera libertad de trabajo? ¿La de
cambiarlo y mejorar en todos los aspectos? Esa libertad no la respetó
porque, para el fundamentalismo de mercado, habría resultado
políticamente intolerable. También habrían sido políticamente
intolerable la libertad absoluta y la desregulación absoluta en materia
laboral, al menos en Europa. Yo temo una era de depresión.
–¿Usted no tiene dudas, ya, de que entraremos en depresión?
–Si lo desea podemos hablar técnicamente, como los economistas, y
cuantificar trimestres. Pero no hace falta. ¿Qué otra palabra puede usar
uno para denominar un tiempo en el que muy velozmente millones de
personas pierden su empleo? De cualquier manera, hasta el momento no veo
un escenario de una extrema derecha ganando por mayoría en elecciones,
como ocurrió en 1933 cuando Alemania eligió a Adolf Hitler. Es
paradójico, pero con un mundo muy globalizado un factor impedirá la
inmigración, que a su vez suele ser la excusa para la xenofobia y el
giro hacia la extrema derecha. Y ese factor es que la gente emigrará
menos –hablo en términos masivos– al ver que en los países desarrollados
la crisis es tan vasta. Volviendo a la xenofobia, el problema es que
aunque la extrema derecha no gane podría ser muy importante en la
fijación de la agenda pública de temas y terminaría por imprimirle una
cara muy fea a la política.
–Dejemos a un lado la economía por el momento. Pensando en política, ¿qué cosa disminuiría el riesgo de xenofobia?
–Me parece bien, vamos a la práctica. El peligro disminuiría con
gobiernos que gocen de la suficiente confianza política por parte del
pueblo por su capacidad de restaurar el bienestar económico. La gente
debe ver a los políticos como gente capaz de garantizar la democracia,
los derechos individuales y, al mismo tiempo, coordinar planes eficaces
para salir de la crisis. Ahora que hablamos de este tema, ¿sabe que veo a
los países de América latina sorprendentemente inmunes a la xenofobia?
–¿Por qué?
–Yo le pregunto si es así. ¿Es así? –interroga ahora Hobsbawm a su entrevistador.
–Es posible. No diría que son inmunes si uno piensa, por ejemplo, en el tratamiento racista de un sector de Bolivia hacia Evo Morales, pero al menos en los últimos 25 años de democracia, por tomar la antigüedad de la democracia argentina, la xenofobia y el racismo nunca fueron masivos ni nutrieron partidos de extrema derecha, que son muy pequeños. No pasó ni siquiera con la crisis del 2001, que culminó el proceso de destrucción de millones de empleos, a pesar de que la inmigración boliviana ya era muy importante en número. Ahora, no hablamos de los cantos de las hinchadas de fútbol, ¿no?
–No, yo lo pienso en términos masivos.
–Entonces las cosas parecen ser como usted las piensa, profesor. Y, como en otros lugares del mundo, el pensamiento de la extrema derecha aparece por ejemplo con la crispación sobre la seguridad y la inseguridad en las calles.
–Sí, América latina es interesante. Yo lo intuyo. Fíjese el país más
grande, Brasil. Lula mantuvo algunas líneas de estabilidad económica de
Fernando Henrique Cardoso, pero extendió enormemente los servicios
sociales y la distribución. Algunos dicen que no es suficiente...
–¿Y usted qué dice?
–Que no es suficiente. Pero que lo que Lula hizo, lo hizo. Y es muy
significativo. Lula es el verdadero introductor de la democracia en
Brasil. Y nadie lo había hecho nunca en la historia de ese país. Por eso
hoy tiene el 70 por ciento de popularidad, a pesar de los problemas
previos a las últimas elecciones. Porque en Brasil hay muchos pobres y
nadie jamás hizo tantas cosas concretas por ellos, desarrollando a la
vez la industria y la exportación de productos elaborados. Aunque la
desigualdad sigue siendo horrorosa. Pero hacen falta muchos años para
cambiar más las cosas. Muchos.
–Y usted piensa que serán años de depresión mundial.
–Sí. Lamento decirlo, pero apostaría a que habrá depresión y que
durará algunos años. Estamos entrando en depresión. ¿Sabe cómo se da
cuenta uno? Hablando con gente de negocios. Bueno, ellos están más
deprimidos que los economistas y que los políticos. Y a la vez, esta
depresión es un gran cambio para la economía capitalista global.
–¿Por qué está tan seguro?
–Porque no hay vuelta atrás hacia el mercado absoluto que rigió en
los últimos 40 años, desde la década del ’70. Ya no es una cuestión de
ciclos. El sistema debe ser reestructurado.
–¿Le puedo preguntar otra vez por qué está tan seguro?
–Porque ese modelo no sólo es injusto: ahora es inviable. Las
nociones básicas según las cuales las políticas públicas debían ser
abandonadas, ahora están siendo dejadas de lado. Fíjese lo que hacen, y a
veces lo que dicen, dirigentes importantes de países desarrollados.
Están intentando reestructurar las economías para salir de la crisis. No
estoy elogiando. Estoy describiendo un fenómeno. Y ese fenómeno tiene
un elemento central: ya nadie siquiera se anima a pensar que el Estado
puede no ser necesario para el desarrollo económico. Ya nadie dice que
bastará con dejar que fluya el mercado, con su libertad total. ¿No ve
que el sistema financiero internacional ya ni funciona? En un sentido,
esta crisis es peor que la de 1929-1933, porque es absolutamente global.
Los bancos ni funcionan.
–¿Dónde vivía usted en ese momento, a comienzos de los años ’30?
–Nada menos que en Viena y Berlín. Era un chico. Qué horroroso ese
momento. Hablemos de cosas mejores, como Franklin Delano Roosevelt.
–Usted lo rescató en una entrevista con la BBC al principio de la crisis.
–Sí, y rescato los motivos políticos de Roosevelt. En política
aplicó el principio de “Nunca más”. Con tantos pobres, con tantos
hambrientos en los Estados Unidos, nunca más el mercado como factor
exclusivo de asignación de recursos. Por eso decidió realizar su
política de pleno empleo. Y de ese modo no solamente atenuó los efectos
sociales de la crisis sino sus eventuales efectos políticos de
fascistización sobre la base del miedo masivo. El sistema de pleno
empleo no modificó de raíz la sociedad, pero funcionó durante décadas.
Funcionó razonablemente bien en los Estados Unidos, funcionó en Francia,
produjo la inclusión social de mucha gente. Se basó en el Estado de
bienestar combinado con una economía mixta que tuvo resultados muy
razonables en el mundo de la segunda posguerra. Algunos Estados fueron
más sistemáticos, como Francia, que implantó el capitalismo dirigido,
pero en general las economías eran mixtas y el Estado estaba presente de
un modo u otro. ¿Podremos hacerlo de nuevo? No lo sé. Lo que sé es que
la solución no estará sólo en la tecnología y el desarrollo económico.
Roosevelt tuvo en cuenta el costado humano de la situación de crisis.
–Es decir que para usted las sociedades no se suicidan.
–(Piensa.) No deliberadamente. Sí pueden ir cometiendo errores que
las llevan a terribles catástrofes. O al desastre. ¿Con qué
razonabilidad, durante estos años, se podía creer que el crecimiento con
tal nivel de burbuja sería ilimitado? Tarde o temprano se terminaría y
algo debía ser hecho.
–De manera que no habrá catástrofe.
–No me interesan las predicciones. Mire, si viene, viene. Pero si
hay algo que se pueda hacer, hagámoslo. Uno no puede perdonarse no haber
hecho nada. Por lo menos un intento. El desastre sobrevendrá si nos
quedamos quietos. La sociedad no puede basarse en una concepción
automática de los procesos políticos. Mi generación no se quedó quieta
en los años ’30 y ’40. En Inglaterra yo crecí, participé activamente de
la política, fui académico estudiando en Cambridge. Y todos estábamos
muy politizados. Nos tocó muy de cerca la Guerra Civil Española. Por eso
fuimos firmemente antifascistas.
–Le tocó a la izquierda de todo el mundo. También en América latina.
–Claro, fue un tema muy fuerte para todos. Y nosotros, en Cambridge,
veíamos que los gobiernos no hacían nada por defender a la República.
Por eso reaccionamos contra las viejas generaciones y los gobiernos que
las representaban. Años después entendí la lógica de por qué el gobierno
del Reino Unido, donde nosotros estábamos, no hizo nada contra
Francisco Franco. Ya tenía la lucidez de saberse un imperio en
decadencia y tenía conciencia de su debilidad. España funcionó como una
distracción. Y los gobiernos no debieron haberla tomado así. Se
equivocaron. El alzamiento contra la República fue uno de los hechos más
importantes del siglo XX. Recién después, en la Segunda Guerra...
–Poco después, ¿no? Porque el fin de la Guerra Civil Española y la invasión alemana de Checoslovaquia ocurren en el mismo año.
–Es verdad. Le decía que recién después el liberalismo y el
comunismo hicieron causa común. Se dieron cuenta de que, si no, eran
débiles frente al nazismo. Y en el caso de América latina el modelo de
Franco influyó más que el de Benito Mussolini, con sus ideas
conspirativas de la sinarquía, por ejemplo. No lo tome como una disculpa
a Mussolini, por favor. El fascismo europeo en general es una ideología
inaceptable, opuesta a valores universales.
–Usted habla de América latina...
–Pero no me pregunte de la Argentina. No sé lo suficiente de su
país. Todos me preguntan por el peronismo. Para mí está claro que no
puede ser mirado como un movimiento de extrema derecha. Fue un
movimiento popular que organizó a los trabajadores y eso quizá explique
su permanencia en el tiempo. Ni los socialistas ni los comunistas
pudieron establecer una base fuerte en el movimiento sindical. Sé de las
crisis que sufrió la Argentina y sé algo de su historia, del peso de la
clase media, de su sociedad avanzada culturalmente dentro de América
latina, fenómeno que creo que todavía se mantiene. Sé de la edad de oro
de los años ’20 y sé de los ejemplos obscenos de desigualdad comunes a
toda América latina.
–Usted siempre se definió como un hombre de izquierda. ¿También sigue teniendo confianza en ella?
–Sigo en la izquierda, sin duda con más interés en Marx que en
Lenin. Porque seamos sinceros, el socialismo soviético falló. Fue una
forma extrema de aplicar la lógica del socialismo, así como el
fundamentalismo de mercado fue una forma extrema de aplicación de la
lógica del liberalismo económico. Y también falló. La crisis global que
comenzó el año pasado es, para la economía de mercado, equivalente a lo
que fue la caída del Muro de Berlín en 1989. Por eso me sigue
interesando Marx. Como el capitalismo sigue existiendo, el análisis
marxista aún es una buena herramienta para analizarlo. Al mismo tiempo,
está claro que no sólo no es posible sino que no es deseable una
economía socialista sin mercado ni una economía en general sin Estado.
–¿Por qué dice lo último?
–Si uno mira la historia y mira el presente, no tiene ninguna duda
de que los problemas principales, sobre todo en medio de una crisis
profunda, deben y pueden ser solucionados por la acción pública. El
mercado no está en condiciones de hacerlo.
–Usted acaba de pedir al MI5, el organismo de seguridad interior del Reino Unido, que desclasifique los archivos sobre su vida y se los dé. ¿Por qué?
–No hay razón para que no los pueda ver. Es un poco absurdo. Hay
hasta cartas privadas mías dando vueltas por ahí que salieron de otros
archivos que sí fueron desclasificados, lo cual genera una contradicción
ridícula. Mire, no es extraño que existan los archivos de seguridad, y
no es extraño que yo esté. Lo que no entiendo, a esta altura, es por qué
no me lo dejan ver. Soy curioso.
–La parábola del historiador, ¿no? Usted obviamente conoce su propia vida, pero incluso conociéndola quiere los documentos.
–Puede ser. Y además en mi caso ni siquiera es historia reciente. Pasaron alrededor de 70 años.
–¿Qué lee hoy, profesor, 70 años después?
–Diarios, por supuesto. Revistas. Libros. Estos días leo L’invention
du peuple juif, de Shlomo Sand. Trata sobre el concepto de pueblo
judío, hurga en el Talmud, se mete con la idea de pueblo-nación. Es un
tema que me interesa. Todavía no lo terminé de leer, así que aún no
puedo sacar conclusiones. Sí tengo claro qué es ser judío en mi vida. De
pequeño me decían: “Debes decir que eres judío y jamás sentir
vergüenza”. Siempre lo hice así. Lo hago incluso cuando no estoy de
acuerdo con políticas concretas del gobierno de Israel. Sigo confiando
en el ser humano y estoy orgulloso de ser judío.
–¿Qué le gustó últimamente en cine?
–Me impactó mucho Man on wire.
–¿La historia de Philippe Petit?
–Sí. La película cuenta cómo hizo Petit, en 1974, para cruzar en un
cable los 60 metros que separaban una torre Gemela de Nueva York de la
otra. Me interesó por la naturaleza humana: un hombre intentaba hacer
algo que parecía imposible. Y lo hizo. Es un buen motivo de reflexión en
un momento de tensiones políticas y sociales.
–¿Cuál es su novela preferida?
–(Golpea rítmicamente el brazo de la silla con todas las uñas de la
mano derecha durante casi un minuto.) Ana Karenina, de León Tolstoi. Una
novela maravillosa. La más grande que leí en mi vida. Y no sé si podré
leerla de nuevo. Ya que hablo con un latinoamericano le digo que me
gusta mucho Gabriel García Márquez, en especial Cien años de soledad.
Captura inmediatamente tu atención y toda tu vida. Y siempre leí mucha
poesía.
–¿Qué obra de Marx recomienda leer?
–El 18 Brumario de Luis Bonaparte. Un gran análisis de la sociedad y
la política. Un gran trabajo de historia. Una gran obra del periodismo.
Todo eso junto a veces produce resultados extraordinarios.
–Marx y Tolstoi. Los dos son del siglo XIX.
–Y bueno, no se olvide de que originalmente yo soy un historiador
del siglo XIX. ¿No seré también un hombre del siglo XIX? A fines de ese
siglo la gente creía en el progreso técnico y moral. Tenía esperanzas en
un mundo educado y civilizado que estaba aboliendo la tortura y la
esclavitud. Yo creo en esa idea de progreso moral. Pero no soy necio, y
sé que es difícil mantenerlo. Y ya que hablamos de Marx, obviamente el
socialismo era optimista por naturaleza. Creía en la posibilidad cierta
del cambio. Ya ve para qué sirven los historiadores: recuerdan lo que
otros quieren olvidar.
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