Por Pablo Capanna
Se
dice que la matemática es la única ciencia “exacta” porque tiene el
privilegio de crear sus propios objetos. Lo realmente extraño, decía
Einstein, es que la realidad siempre termina comportándose de acuerdo
con ella.
Todas las demás ciencias tienen márgenes de imprecisión más o menos
amplios, porque no tienen más remedio que basarse en la medición de los
fenómenos, que jamás puede ser perfecta. El punto geométrico de Euclides
no tiene extensión y la línea carece de anchura, pero en el mundo
físico los puntos y las líneas ocupan algo de espacio.
Con todo, las ciencias físicas se han ganado su merecida fama de
“duras” precisamente porque hace siglos vienen midiendo con precisión
cosas que van desde el meridiano terrestre hasta el bosón de Higgs. Las
ciencias biológicas, que hace un siglo todavía conservaban algo de
misterio, han entrado hace tiempo en ese camino, con resultados
espectaculares.
Las ciencias humanas o sociales, más allá de los meritorios
esfuerzos de varias generaciones de teóricos, son las que más parecen
resistirse a la precisión. Basta pensar en las encuestas de opinión, que
suelen arrojar resultados muy variados, según sea el tamaño de la
muestra, el presupuesto con que se cuenta y hasta la disposición de
quien las contrata para bancarse un resultado adverso. Es que, como
sabiamente escribió alguna vez Kurt Gödel, “el sentido del mundo se
encuentra en la separación entre los deseos y los hechos”.
En las ciencias sociales, las limitaciones que enfrenta el método
experimental son muchas. Por una parte, los seres humanos tienen
derechos y no es lícito hacerles daño, aunque se ofrezcan como
voluntarios. Pero también suelen reaccionar distinto según la coyuntura,
o responden a los imponderables factores que han influido en su
formación, lo cual los hace bastante imprevisibles. En general, las
conclusiones que se obtienen suelen ser más orientativas que
definitivas. O quizás hayan avanzado tanto que alguien nos está
manipulando y ha logrado persuadirnos de que somos libres e
indeterminados.
A pesar de estas limitaciones, hay algunas experiencias del campo
social que pueden ser consideradas como hitos a partir de los cuales
cambió un paradigma.
Una de ellas es el descubrimiento de eso que en la psicología
industrial se conoció como “efecto Hawthorne”. Fue el resultado de una
investigación sistemática de las motivaciones del trabajador realizado
en una fábrica de Chicago bajo la dirección de George Elton Mayo
(1880-1949). El proyecto comenzó unos años antes de la Gran Recesión de
los años treinta y se extendió unos años más.
Aquella experiencia acabó de desprestigiar al sistema taylorista y
alentó cierto interés por “humanizar” el trabajo industrial, que
desgraciadamente duró tanto como el Estado de Bienestar. Luego, un
taylorismo menos explícito volvió a recuperar posiciones, precisamente
cuando la automatización parecía augurar su desaparición.
De Taylor a Mayo
El sistema de Métodos y
Tiempos, pomposamente llamado “Management científico” era el complemento
ideal de la producción masiva de Henry Ford. Ambos suelen asociarse
bajo el rótulo “fordismo-taylorismo”, aunque se trata de modelos
distintos.
Taylor había sido un autodidacta obstinado que se propuso
racionalizar los movimientos del obrero y acondicionar el ambiente
laboral para maximizar la productividad. Veía al trabajador como un ser
pasivo, que sólo es capaz de recibir órdenes y que tiene por única
motivación el dinero. Su apóstol Gilbreth, que contaba con un currículum
académico, fue todavía más obsesivo. Llegó a disciplinar a sus doce
hijos para manejar su hogar como una fábrica, lo cual le valió ser el
protagonista de una comedia de Hollywood: Más barato por docena (1950).
Gilbreth llevó hasta el ridículo (o quizás al humor negro) el
planeamiento de los movimientos del obrero, ajustándolos en décimas de
segundo. De hecho, sus fichas sirvieron de modelo cuando llegó la hora
de programar los primeros robots industriales.
Con todo, el sistema taylorista parecía entonces tan “científico”
como la “ciencia” de la eugenesia, de manera que los sindicatos
terminaron por asumirlo y hasta Lenin lo elogió.
Pero los obreros nunca se decidieron a ser perfectos, jamás pudieron
ganarles a las máquinas y siempre ofrecieron una sorda resistencia
cuyos síntomas se notaban en el ausentismo, la rotación de tareas y los
accidentes de trabajo.
Chicago, 1924
En pleno auge del taylorismo,
la planta que General Electric tenía en Chicago era un modelo. A pesar
de seguir los principios de Taylor y ofrecer las mejores condiciones de
trabajo del mercado, la fábrica atravesaba una situación crítica.
Hawthorne pagaba los mejores sueldos, brindaba asistencia médica,
vacaciones pagas y créditos al personal, pero abundaban los conflictos
de todo tipo. Cuando GE pidió ayuda a la Academia de Ciencias, Mayo, un
sociólogo de Harvard, montó un proyecto de investigación que llevó a
cabo entre 1924 y 1927. La dirección la compartían el psicólogo Fritz
Roethlisberger y un gerente de GE llamado William Dickson. La iniciativa
sería recordada como el desembarco de las ciencias sociales en la
industria, como ejemplo de cooperación académico-empresaria, y por haber
valorizado los “incentivos morales”.
Una de las pocas cosas en las cuales el taylorismo había sido
exitoso eran las mejoras que había impuesto en la iluminación,
ventilación y circulación de las fábricas. Sobre esas bases, los
sociólogos empezaron por estudiar los efectos de la iluminación sobre
dos grupos de operarios. La producción creció en cuanto el taller estuvo
mejor iluminado, pero también lo hizo en el grupo testigo.
Inexplicablemente, volvió a crecer cuando los dos grupos volvieron a las
condiciones iniciales.
Las consultas revelaron que el cambio de actitud se debía a que por
primera vez los obreros habían sentido que la empresa se ocupaba de
ellos, tan siquiera para observarlos.
La siguiente experiencia se extendió entre 1927 y 1932. Esta vez se
llevó a cabo con dos grupos de seis operarias, dos de las cuales habían
podido elegir a sus compañeras. No había supervisores, pero sí un
observador que tenía un trato especialmente cordial. Al no contar con
ninguna teoría confiable, se testearon distintos factores. Después de
haber probado con el trabajo a destajo, se pusieron dos pausas en el
horario de trabajo. En ambos casos aumentó la producción. Lo mismo pasó
cuando sirvieron una merienda gratis y cuando probaron de adelantar la
hora de salida. Sólo en dos casos, cuando se multiplicaron las pausas o
se acortó demasiado la jornada, la producción se estancó, porque era
difícil concentrarse y el tiempo no alcanzaba. La sorpresa fue que
cuando se cancelaron todas las mejoras la producción alcanzó su nivel
más alto. Un informe reveló incluso que las operarias habían creado su
propio método informal para evitar la monotonía y autogestionarse.
Otra serie de experimentos, realizados en un taller donde el trabajo era mucho más individual, no dio resultados de interés.
La experiencia más decisiva fue la del taller de cableado. Allí los
observadores descubrieron algo que a quien haya trabajado en equipo le
parecerá obvio: la existencia de líderes naturales. El grupo los elegía
espontáneamente y los respetaba más que a los capataces. Ellos eran
quienes fijaban el umbral de eficiencia, por debajo del cual uno era
considerado “vago” y el tope, que sólo podía superar un “vendido” a la
patronal.
Sobre esas bases, Mayo construyó una teoría “psicosocial” del
trabajo, con la cual se propuso superar al hombre económico de Taylor,
regido por la mecánica y el incentivo salarial, y dirigirse al hombre
social, necesitado de reconocimiento.
Antes de pasar a convertirse en un lugar común de los manuales de
relaciones humanas, la experiencia de Hawthorne no dejó de recibir
críticas. Ya entonces se dijo que, al restarle importancia al salario,
favorecía a la empresa. Se objetó que desconociera el contexto social y
se la cuestionó por su empirismo.
Luego sobrevino la Segunda Guerra Mundial, y todas las
consideraciones acerca de la humanización del trabajo se postergaron con
la excusa de que el esfuerzo para la victoria reclamaba sacrificios.
Acabada la guerra, y en un contexto más optimista, las ideas de Mayo
fueron rescatadas y el experimento Hawthorne se convirtió en un hito
ineludible. Por lo menos hasta que el neoliberalismo comenzó a ver con
simpatía al modelo japonés de “producción bajo estrés”.
La exclusión minimizó todos aquellos esfuerzos y condenó a aceptar
las peores condiciones de trabajo con tal de no perder el empleo. Para
imponer esos criterios era mucho lo que había hecho el robot industrial,
la máquina que realizaba los sueños de Taylor. Con todo, los humanos
todavía eran más baratos y una esclavitud apenas disimulada renació con
los sweatshops, las maquiladoras y esos talleres clandestinos que todos
conocemos. En algunos casos, hemos vuelto a la esclavitud o por lo menos
a una etapa anterior a Taylor.
Metodos y tiempos
Recientemente, se ha
cuestionado la validez de las experiencias de Mayo, poniendo más énfasis
en las cuestiones metodológicas. Algunos sostuvieron que el proyecto
carecía de teoría porque sólo servía para demostrar lo que ya se sabía, y
que todo había sido un simulacro de experimento científico. Otros
fueron más lejos, e hicieron acrobacias para demostrar que los
resultados de la experiencia podían explicarse por la luz, la
temperatura o la humedad estacionales.
Para saberlo, habría que volver a repetir las experiencias, pero las
ciencias humanas son tan peculiares que nunca obtendríamos el mismo
resultado. Para empezar, una fábrica de hoy tiene mucho menos personal
porque la automatización ha reducido la incidencia de la mano de obra, y
el obrero de hoy posee una cultura y necesidades distintas de las de un
siglo atrás.
Los críticos no tuvieron pues otra opción que revisar los informes
originales del equipo de Mayo y, leyendo entre líneas, encontraron
irregularidades que los investigadores no habían tratado de ocultar. Por
ejemplo, una segunda investigación del taller de montaje había sido
suspendida por no dar los resultados previstos. En la exitosa primera
experiencia se habían ejercido presiones, se había prohibido hablar y
hasta amenazado con quitar el refrigerio. Dos empleadas fueron
despedidas por “insubordinación”. Cualquiera de esas circunstancias
hubiera alcanzado para parar y empezar de nuevo.
Los informes tampoco consideraban los incentivos salariales y el
trasfondo de deterioro económico que siguió al crac de 1929. Se puede
inferir su presencia cuando los obreros son demasiado enfáticos en
alabar el nuevo trato que les da la empresa, cada vez que mencionan a
algún familiar desocupado o dicen temer que la planta se mude a otro
estado. La mayoría cree que está salvándose de la desocupación.
Las revisiones más recientes llamaron la atención sobre la política
de GE antes de contratar a Mayo. El informe final incluía los Diez
Mandamientos de la empresa, que de algún modo reconocía la existencia de
los grupos naturales y sus normas informales, y hasta admitía “el
derecho del personal a discutir”.
La conclusión de los críticos es que el equipo de Mayo sólo se
propuso encontrar lo que ya sabía, dándole un fundamento científico a su
política.
El último argumento proviene de los escritos de Mayo, quien en
tiempos de la Guerra Fría sostuvo que había que buscar una tercera vía
entre el capitalismo y el comunismo, para evitar que este último se
llevara el triunfo.
Sin embargo, el hecho de que Mayo tuviera intenciones políticas y
pretendiera competir con Stalin no necesariamente invalida sus
conclusiones. Después de todo, el radar fue desarrollado para ganarle a
Hitler, pero nadie pensó en archivarlo después de la guerra, y si el
radar no existiera, los aviones hoy no volarían. Pero quizás en las
ciencias sociales los factores políticos e ideológicos pesen más.
No hay comentarios:
Publicar un comentario