Fuente:Ramble tamble blog
Una ola de manifestaciones sacude Colombia. El gobierno de Iván
Duque reacciona estigmatizando la protesta social. ¿Qué reclaman los que
luchan?
La noche previa al paro nacional convocado
por los sindicatos de trabajadores –además del movimiento estudiantil,
la Organización Nacional Indígena, la Cumbre Agraria y diversos
movimientos sociales y partidos políticos–, el Escuadrón Móvil de
Policía Antidisturbios (ESMAD) difundió un video promocional
en el que aludía a sí mismo como «la familia», alardeaba de su fuerza y
mostraba cruentas escenas de sus miembros disolviendo protestas.
Seis días después, las protestas continuaban en todo el país. En un
momento dado, en la Plaza de Bolívar –en el centro de Bogotá, frente al
Congreso, la Alcaldía, la Catedral Primada y el Palacio de Justicia–
varios funcionarios de la Procuraduría tuvieron que conformar un cordón
humano para facilitar la retirada de un grupo de agentes del ESMAD, a
los que una multitud de jóvenes increpaba fuertemente. La razón de la
ira era contundente: dos días antes, justo en la fecha prevista para
celebrar su ceremonia de graduación del colegio y tras 48 horas de
agonía, había muerto el joven Dilan Cruz, de 18 años, a causa de un disparo de escopeta de bean bag que recibió en la cabeza durante una protesta disuelta por el ESMAD.
¿Cómo se pudo llegar a semejante situación? ¿Qué busca la protesta
social y cuál ha sido la reacción del gobierno? ¿Qué sigue ahora? Estas
son las preguntas claves en la Colombia actual.
Antecedentes
El 24 de noviembre de 2016, tras más de cuatro años de intensas
negociaciones, el gobierno y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de
Colombia (FARC) suscribieron el Acuerdo final
para la finalización del conflicto y la construcción de una paz estable
y duradera. Durante ese tiempo, el ex-presidente Álvaro Uribe, quien
gobernó Colombia entre 2002 y 2010, se concentró en la creación de un
nuevo partido político, el Centro Democrático (CD), enfocado en la firme
oposición contra el proceso de paz.
En las elecciones de 2014, mientras el proceso de paz todavía se
encontraba en negociaciones que provocaban una creciente polarización
ciudadana, CD obtuvo una copiosa votación que le permitió ocupar una
buena cantidad de escaños en el Congreso. Además, ganó la primera vuelta
en las elecciones presidenciales, pero perdió la segunda por un
estrecho margen. Cultivando el poder alcanzado y la resonancia de sus
mensajes entre un amplio sector de la opinión pública, CD lideró la campaña por el «No»
en el plebiscito que el presidente Juan Manuel Santos convocó dos años
después para que la ciudadanía refrendara los acuerdos de paz.
Tras el triunfo del «No» en el plebiscito, el gobierno y las FARC
tuvieron que renegociar el Acuerdo sobre la base de las propuestas de la
coalición ganadora. Sin embargo, la única modificación que no pudo
aceptarse en La Habana fue precisamente aquella cuyo mensaje tenía más
resonancia entre el uribismo: la oposición a la «paz con impunidad», es
decir, a la participación política de los ex-comandantes guerrilleros,
sin que antes hubieran cumplido sus condenas en el marco de la justicia
transicional. El nuevo Acuerdo de Paz fue entonces ratificado
rápidamente por el Congreso, lo que fue aprovechado por la oposición,
liderada por el ex-presidente y ahora senador Uribe, para generar la
sensación de que Santos, las FARC y los partidos de la coalición de
gobierno no habían honrado la voluntad del pueblo.
Desde ese momento, y ante la premura de la siguiente contienda
electoral, la coalición de gobierno se fue erosionando y el ímpetu
legislativo que requería la implementación del Acuerdo fue
desvaneciéndose. Aunque buena parte de sus elementos centrales lograron
concretarse, otros tantos quedaron truncos. Entre estos últimos, se
destacan los que buscaban lograr una mayor participación política de las
organizaciones sociales en los territorios más afectados por el
conflicto y aquellos que establecían medidas más robustas de seguridad
para los líderes sociales y los ex-combatientes.
Las campañas para Congreso y a la Presidencia profundizaron la
polarización de la ciudadanía, en consonancia con la lógica de
confrontación política del momento, caracterizada por la difusión (sobre
todo en las redes sociales) de mensajes engañosos y ejemplificada por
la campaña por el Brexit, la de Donald Trump y la del mismo «No» en el
plebiscito. El triunfo de CD en las elecciones legislativas de marzo de
2018 fue contundente: obtuvo la mayor cantidad de curules en el Senado
(19 de 108) y la segunda mayor en la Cámara de Representantes (32 de
172).
El candidato a la Presidencia por CD, Iván Duque, quien desde el Senado
había liderado junto con Uribe la campaña del «No», llegó a la primera
vuelta presidencial con más de siete millones y medio de votos. El
segundo lugar lo ocupó un ex-combatiente de una de las guerrillas
desmovilizadas en el marco de la Asamblea Constituyente de 1991, el
M-19, ex-congresista y ex-alcalde de Bogotá, Gustavo Petro, con casi
cinco millones de votos. En la segunda vuelta, resultó ganador el
candidato de CD, con casi 10,5 millones de votos, frente a Petro, quien
obtuvo ocho millones.
Aunque Duque adoptó un tono medianamente conciliador desde su campaña y
aún más desde su posesión, en la práctica ha asumido posiciones
conservadoras y ha tomado medidas tendientes a minar aún más la
implementación íntegra y eficaz del Acuerdo de Paz. Entre ellas, las más
sobresalientes han sido sus objeciones, casi letales, contra la
Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) y su viraje hacia la adopción de
políticas más agresivas en la lucha contra el narcotráfico.
El «subpresidente» y la violencia
Sin embargo, la sensación prevalente entre la opinión pública es que
Duque cumple un papel de «subpresidente», como lo llaman jocosamente,
dada la percepción de que fue elegido bajo la égida de Uribe y de que el
ex-presidente y senador tiene un enorme ascendente en la asignación de
altos cargos en el gobierno. En ese sentido, si bien la bandera
programática de Duque es la «economía naranja»,
bajo la superficie se puede ver una especie de retorno a la «seguridad
democrática», que incluso ha conducido a que se vuelvan a adoptar
políticas que incentivan el conteo de cuerpos, como aquellas que
produjeron las miles de ejecuciones extrajudiciales conocidas en aquel
entonces como «falsos positivos». A esto se ha sumado el asesinato
sistemático de alrededor de 1.000 líderes sociales, ambientalistas,
defensores de derechos humanos e impulsores de procesos judiciales que
buscan restituirles sus tierras a las víctimas del desplazamiento
forzado y el despojo. También han sido asesinados alrededor de 100
ex-combatientes de las FARC, incluyendo un sonoro caso de homicidio
premeditado por parte de una unidad del Ejército, y decenas de indígenas
y campesinos, principalmente en los departamentos de Cauca, Nariño,
Antioquia y Córdoba.
Este contexto de exacerbación de las violencias, que ha tenido un alto
impacto en la conciencia colectiva de la nación, recibe distintas
lecturas desde las diferentes orillas del espectro político. Para
algunos, es un legado de la «paz con impunidad», que dejó tanto
disidencias de la guerrilla como incentivos que alimentan la violencia
producto del narcotráfico. Para otros, es un contexto que responde a la
lenta y tortuosa implementación íntegra del Acuerdo de Paz,
especialmente de sus componentes de desarrollo rural y de garantías de
seguridad para los líderes políticos y sociales. El debate entre estas
posiciones caldea los ánimos e incrementa la polarización.
La muerte de alrededor de 18 niñas y niños tras un bombardeo de las
fuerzas militares a un campamento de disidentes de la guerrilla terminó
siendo la gota que rebasó la copa, y la presión social y política
condujo a la renuncia (con homenaje por parte del presidente) del
ministro de Defensa. Este fue reemplazado en su cargo por el funcionario
que venía ocupando la cartera de Relaciones Exteriores, también del
círculo cercano del senador Uribe, quien venía jugando un papel central
en el concierto internacional junto con el ex-vicepresidente Francisco
Santos, actualmente embajador en Washington, para presionar una
transición política en Venezuela. A su vez, el fiscal general, también
cercano al gobierno y a CD, tuvo que renunciar en medio de controversias
sobre su anterior papel como abogado de la firma con mayor
responsabilidad en el escándalo de corrupción de Odebrecht en Colombia.
Por todo esto –el sabotaje del Acuerdo de Paz, el recrudecimiento de la
violencia contra líderes sociales y ex-combatientes, el retorno de
políticas que incentivan las violaciones de derechos humanos, los
escándalos de corrupción y el intervencionismo en Venezuela–, al paro
nacional convocado por los sindicatos y los movimientos sociales se le
sumó tanta gente, sobre todo jóvenes, de manera espontánea.
Originalmente, el paro tenía demandas en contra de las reformas
impulsadas por el gobierno y el sector privado sobre pensiones,
impuestos, condiciones laborales, medio ambiente y recursos para la
educación pública. Sin embargo, acabó siendo un paro contra una
situación que excedía por mucho a esas demandas y que se sintetiza en la
violencia existente en el país.
Ante la convocatoria y la creciente popularidad del paro, el gobierno y
CD reaccionaron estigmatizando las protestas con predicciones de que
habría vandalismo y violencia. Se llevaron a cabo allanamientos
(presuntamente ilegales) de sedes de organizaciones de izquierda y de
medios de comunicación alternativos. Además, se militarizaron las
ciudades.
Como una promesa autocumplida, los pocos desmanes que se produjeron en
medio y al margen de las monumentales marchas pacíficas fueron
intencional y no intencionalmente amplificados por algunos políticos,
los medios de comunicación y las redes sociales, y se sembró tanto pánico
en las ciudades de Cali y Bogotá que la policía no pudo dar abasto ante
la cantidad de llamadas de auxilio por parte de vecinos que pensaban
que hordas de vándalos estaban invadiendo sus conjuntos residenciales
(que terminaron siendo falsas alarmas). La situación condujo a que se
declarara el toque de queda en esas dos ciudades y a que las primeras
declaraciones del presidente Duque se centraran en los desmanes y no en
las demandas de los cientos de miles de marchantes.
Ante eso, la ciudadanía, de nuevo de manera espontánea, inició un
cacerolazo, primero desde las ventanas y luego, desafiando el toque de
queda, en las calles. Esto incitó un llamado a la continuación de las
marchas y las protestas que contó con una masiva participación durante
los días posteriores al día inicial del paro. Como respuesta, el
presidente Duque llamó a una «conversación nacional» improvisada y
desordenada, a la que no ha invitado a la gran diversidad de
organizaciones convocantes del paro nacional, ni siquiera a algunas de
las más importantes. Mientras tanto, funcionarios del gobierno, como la
ministra del Interior, y políticos del CD, como la senadora Paloma
Valencia, continúan asumiendo un discurso confrontativo y de
estigmatización de la protesta social.
Según una reciente encuesta, la mayor parte de la ciudadanía apoya el
paro, pero una parte aún mayor quiere que todo vuelva pronto a la
normalidad. La gente siente que las cosas van por mal camino y la
aprobación del presidente está en su punto histórico más bajo (21%). Ya
se viene diciembre y, por ahora, las protestas continúan.
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