miércoles, 29 de mayo de 2013

Por qué se dividió América latina

 

 
Un artículo del libro recientemente publicado del abogado y miembro del Instituto Manuel Dorrego sobre las razones históricas, políticas y económicas de una fragmentación que fue salvada con la creación del Mercosur.
Cualquiera que conozca las causas históricas y mire hoy el mapa de América latina, tendrá en verdad serios problemas para entender las razones de sus características. Un Brasil gigantesco y, salvo el caso de Argentina, una cantidad de estados medianos y pequeños, no fácilmente recordables, de lo que un día fue, unificadamente, el Reino de Indias.
La cuestión es vieja, y comienza con el nacimiento de la Nación Ibérica.
Habíamos dicho que esa Nación nace y se constituye como tal, como cultura y como Estado, tras el resultado de siete siglos de guerra con el árabe.
Y que esa guerra da nacimiento a una específica escala de valores, transformándose así, el pueblo ibérico, en cultura viviente y definida.
Pero mientras esa guerra se desarrollaba, en las islas británicas se vivía un proceso completamente diferente. La propia condición de isla –que por otra parte, no tuvo necesidad de ser reconquistada– no sólo le daba seguridad y conciencia de sí misma, sino que incorporaba a sus valores otra manera de ver el mundo.
Para los isleños británicos, el mar era un elemento activo, cotidiano, incorporado a la lucha por la vida, sin el cual era imposible pensar en el comercio y el progreso, en el intercambio y la posibilidad de su dominio.
No en balde allí nació la piratería.
Vigilar las costas y apoderarse de las riquezas que pasaban, fue uno de los orígenes del poderío histórico de la Noble Inglaterra.
No iban a tener la misma escala de valores, que constituía la esencia de cada cultura, quien guerreó como pueblo durante siete siglos para reconquistar la tierra invadida, y el otro, que acumula riquezas de las acechanzas costeras y abordajes, de la apropiación de riquezas conseguidas y transportadas por otros.
Una gran conciencia de la geografía marítima fue el resultado de todo ese largo proceso.
El practicismo inglés de sus filósofos, es también el hijo privilegiado de esa historia.
Inglaterra llegó a ocupar así, con el tiempo, todos los lugares de paso importantes que hacían al comercio del mundo, durante varios siglos.
Sin ir más lejos y al solo efecto de señalar una parte del planeta, el Imperio Británico ocupaba –sin contar sus colonias– el estrecho de Gibraltar, Trinidad y Tobago, la isla de Ascención y las Malvinas. Es decir, custodiaba la totalidad del comercio en el Atlántico.
Siguiendo esa historia asentó el poder de su Estado con el desarrollo de dos aspectos importantes del ejercicio de ese poder a través de los océanos: su flota y su diplomacia.
Fue ésta, su diplomacia, la que tuvo mucho que ver con la trágica historia de la división de América latina.
No fue así el caso de su flota. Triunfante en muchos lugares del mundo, no tuvo sin embargo la misma suerte cuando se enfrentó a los criollos del Río de la Plata. Fue vencida en 1806 y 1807 en las luchas memorables que dieron nacimiento al ejército argentino.
Fue vencida nuevamente por la Confederación Argentina, a cuya cabeza se encontraba don Juan Manuel de Rosas.
Y si no fuera por el activo apoyo de los Estados Unidos estuvo a punto de ser vencida por los argentinos en la memorable guerra de las Malvinas, en 1982. Pero ésta ya es otra parte de la historia.
Fue su diplomacia, decíamos, la que tuvo activamente que ver con el drama de América latina.
España, la guerrera, era económicamente débil e invertebrada. El propio hecho de haberse constituido así, guerreando, le había impedido el desarrollo de una estructura económica y de una ideología que acompañe y dirija un proceso de desarrollo económico independiente. Producto de esa historia, España tendrá esa debilidad, que más tarde operará como campo de la política divisionista de los británicos.
Picón Salas señala esa circunstancia, sin la cual es imposible entender la historia de la división de América latina. Contra la conciencia capitalista, nos dice, que ya comenzaba a formarse en el norte de Europa, actúan en el alma española una serie de restricciones medioevales: la prédica contra el dinero y el préstamo a interés de la teología escolástica, el desdén por el comercio, que en la vieja España había sido ocupación de los humildes judíos. Toda la literatura hispánica de la edad clásica respira el más orgulloso desdén contra las empresas capitalistas. Las injurias al genovés, al ligur, al lombardo, al flamenco, a todos los pueblos europeos donde habían alcanzado el mayor desarrollo de las operaciones de crédito, pueblan los discursos morales de la época. El pícaro llegará a ser en el siglo XVII un seudohéroe popular, precisamente por esa actitud de desafío a lo que hoy denominamos el orden burgués, la organización capitalista. La economía del pícaro es fundamentalmente una economía de aventura que no difiere en sustancia, de la economía del conquistador. Y en ninguna página literaria de otro país, se vierte esa actitud tan antimoderna del alma española: enemiga de la riqueza corruptora y diabólica y enemiga del confort que le quite virilidad a los hombres...
Y agrega más abajo: Hay, pues, en nuestros orígenes, y contra la otra corriente pragmática y utilitaria que ya ha comenzado a formarse en el norte de Europa y que llegaría a su apogeo en el industrialismo y la civilización maquinista del siglo XIX, cierto desdén e inferioridad económica que nos retrasaría en la gran aventura técnica y utilitaria del mundo moderno. Acaso la orgullosa y a veces envanecida conciencia de su hombría hizo al español tan rebelde a lo mecánico. Su medievalismo le hacía preferir el guerrero al comerciante, el alma al cuerpo. Hasta hoy los pueblos hispánicos no han conocido plenamente el estilo de la economía capitalista.
Sobre esta estructura, la diplomacia británica actuó una y otra vez, para ir descomponiendo en partes el Gran Imperio Iberoamericano que se concretará durante el reinado de Felipe II.
La debilidad estructural de la península, se expresaba, entre otras cosas, en el acrecentamiento de los poderes regionales de las distintas noblezas. La oposición a la unificación, de Isabel y Fernando ya había sido un antecedente importante. Antes aún, Portugal había tratado de independizarse varias veces. Pero es recién a mediados de 1600 cuando Portugal se independiza de España, finalmente logrando Inglaterra su primera gran victoria contra el Imperio Ibérico en formación, haciendo de Portugal su aliado inconmovible, un verdadero sub-imperio, al cual cuidará y del cual se valdrá siempre para extender y defender sus propios intereses.
A partir de la independencia de Portugal comienza otra historia para España y las Indias. Este es el primer capítulo de la historia de la división de América latina que espera todavía el latinoamericano que la investigue y la difunda.
La primera división trágica ocurrió en la península.
El triunfo, por supuesto, fue para Inglaterra.
Porque este hecho histórico –la independencia de Portugal– trae consigo preguntas elementales que quedan sin respuestas.
¿Puede una región pobre de la península ibérica, productora nada más que de vinos, transformarse en imperio?
¿Cuáles eran las mercancías que exportaban? ¿Existía allí una revolución industrial qué transformaba su estructura interna? ¿Necesitaba nuevos mercados para colocar sus mercaderías? ¿Estaba Portugal saturada de su propia producción?
Algunas preguntas suenan a sarcasmo. Ni revolución industrial ni mercancías propias tenía Portugal por aquel entonces. Sólo producía vinos, de buena calidad y en gran cantidad, es cierto, pero sólo vinos y fundamentalmente de Oporto.
Portugal fue el primer gran invento inglés que lograría la diplomacia británica.
La historia posterior confirma esta afirmación.
Ya desde el tratado de Methen, Inglaterra había establecido un sólido y estructural lazo con Portugal, a través del cual Inglaterra se comprometía a comprar para siempre jamás, los vinos portugueses. Y, por el otro lado, Portugal se comprometía para siempre jamás a consumir todos los productos industriales que Inglaterra produjese, como ser tejidos, herramientas, armas, pólvora, barcos, etc.
La alianza duró años y no se rompió hasta el siglo XX, cuando Inglaterra, en silencio y tratando que nadie lo perciba, se retiró de América latina. Allí quedó el Brasil, ahora, abandonado a sí mismo.
Esta alianza fue la que hizo que Portugal desembarcara en las costas del Río Uruguay en su desembocadura con el Plata, y fundara la colonia del Sacramento. A partir de allí, y a través de dicha colonia, Inglaterra introducía sus mercaderías en el litoral –hoy Argentina– y en las provincias del interior mediterráneo, llegando hasta el Alto Perú.
A través de la colonia del Sacramento se llevaban los ingleses la plata acuñada en Potosí y nos dejaban sus productos, los más variados, imitación de todo lo que la sociedad criolla de entonces consumía: estribos, espuelas, facones, lo de siempre: la industria del tejido, que en siglo XIX estaba produciendo la Revolución Industrial en Inglaterra.
La colonia del Sacramento fue la moneda de negociación de todas las batallas que se daban en el mundo y en la que participaban España, Inglaterra o Portugal, lo mismo daba.
La historia de las luchas por reconquistar la colonia del Sacramento ocuparía un capítulo aparte en los acontecimientos en la Cuenca del Plata.
Pero lo importante –la alianza de Inglaterra y Portugal– es que allí se hizo la primera cabeza de playa en los dominios de la corona de España.
La alianza continuó, firme en el transcurso de los siglos.
Cuando Napoleón invadió la península, la flota inglesa ancló en Lisboa y salvó a la corte entera, trasladándola a Río de Janeiro y poniéndola a salvo de los peligros de las guerras napoleónicas, como se hace con una verdadera aliada.
Ni bien comienza el movimiento de emancipación en las colonias de España –donde la presencia inglesa fue decisiva–, Inglaterra encarga de los negocios y asuntos del Río de la Plata a Lord Strangford, y se radica éste en Río de Janeiro, para desde allí participar en los requerimientos y urgencias que el tumultuoso siglo XIX presentaba al mundo.
Y así sucesivamente. Primero Portugal, luego el Brasil lusitano, más tarde el Brasil independiente, Inglaterra dirigió desde allí los intereses internacionales que sola y únicamente beneficiaban a su imperio.
Ni la segregación de la Banda Oriental, ni la posterior independencia del Uruguay, ni la sangrienta guerra del Paraguay, fueron hechos ajenos a la política británica en el Río de la Plata.
El profesor Ferns –que escribe la Historia Argentina desde el punto de vista de los ingleses– decía que era muy importante para el Imperio Británico apoyar en todo lo que sea posible la extensión de los límites del Brasil lusitano, porque era como ampliar su propio mercado.
Canning dijo antes, en la cámara de los Comunes, que era necesario apoyar la independencia de las coronas españolas y reconocer cuantas independencias sean posibles en los territorios que pertenecían a la América española.
Quien observe ahora el mapa de América latina y razone sobre la dimensión del Brasil por un lado, y la cantidad de republiquetas que emergieron del seno de la América española, por el otro, tendrá que llegar necesariamente a la conclusión de que el Imperio Británico pudo cumplir la misión a fondo en la historia de la división de América latina.
Pero la acción de la diplomacia inglesa, por sí sola, no hubiese sido suficiente para obtener esos resultados. Si no se hubiese contado con otra realidad tangible y no menos dramática que debilitará también el conjunto del Imperio Hispano en Indias: la equivocada política de la corona respecto a la economía de Hispanoamérica.
No vamos a hacer acá, ni un debate ni un análisis ideológico.
Vamos a señalar situaciones concretas.
En los primeros tiempos, durante más de medio siglo el único puerto habilitado para comerciar legalmente con las indias españolas era el puerto de Portobello, actual Panamá.
Allí llegaban las mercaderías mandadas desde España y selladas por la Casa de Contratación de Sevilla, donde desembarcaban, entrando a la América Española. Ingresadas las mercaderías, entonces empezaba un largo, lento, costoso e irracional peregrinaje.
Tenían –a lomo de mula y caravanas de carretas en los tramos que se podía– que subir la cordillera de los Andes, atravesar el territorio de varios de los actuales países, todo Colombia, Ecuador, parte del Perú, hasta llegar a Lima. De allí, volver a cruzar la cordillera, el altiplano, hasta llegar a La Paz. De allí nuevamente por Potosí, hasta Villazón. Pasar a la Quiaca y comenzar a bajar hasta Jujuy. Luego Salta y Tucumán. Si las mercaderías iban para Cuyo, se tomaba el camino de Catamarca, La Rioja, San Juan, Mendoza y San Luis.
Si el destino era Asunción o Buenos Aires, el camino era Córdoba, Santa Fe y de allí hacia arriba o hacia abajo.
Lo absurdo del sistema estaba permanentemente cuestionado por el conjunto de ciudades. Y era lógico que así fuera. ¿Cuánto costaba una mercadería cuando a lomo de mula había entrado por Portobello, recorrido todos los pasos señalados, y ofrecida luego de cruzar dos gigantes ríos en Asunción de Paraguay? ¿Cuántas mulas y hombres se ocupaban para ser consumida en el punto de llegada?
Esta situación creó una preocupación en los gobernantes de Asunción desde los primeros tiempos de la conquista.
En 1564, el Cabildo hablaba al soberano de Pilcomayo, que desciende de los Reinos del Perú y que constituye el más derecho y más cercano camino a los mismos, donde se podrá llegar navegando y realizando la última etapa del viaje con caballos y pardaje.
Sería cosa muy importante, decían los cabildantes, abrir este camino y asentar un pueblo en el medio. De esta manera, mercaderes y mercaderías y pasajeros podrán, a muy poca costa y con gran alivio y descanso, caminar desde la ciudad de la Plata hasta ésta y de aquí hasta el muelle de Sevilla. Pero en todos los tiempos y coyunturas que estas cosas se han intentado y comenzado a poner por obra, se han alzado y rebelado ciertas provincias comarcanas a esta ciudad. También se malograron las tentativas de fundar un pueblo en las costas del Atlántico, que sirviese de puerto marítimo para las comunicaciones con España. A la vista de tales fracasos, se comenzó a dirigir la vista hacia regiones inhóspitas del sur.
Como Asunción, muchas ciudades protestaron contra el irracional sistema.
La voz más fuerte alzó Lima, solicitando una y otra vez, su habilitación como puerto para terminar con ese sistema que a cada mercadería le hacía recorrer el continente entero, de punta a punta.
A la protesta se sumó Buenos Aires. Porque había algo clave y fundamental, como el talón de Aquiles de todo este sistema.
En cada uno de los nacientes puertos de la América española se encontraba siempre anclado un barco de permiso. Era un barco inglés que, con el pretexto del autorizado comercio de negros, bajaban en las ciudades en forma permanente las mercaderías venidas desde las principales ciudades inglesas. Era el contrabando.
Porque había un detalle que ponía en evidencia lo frágil del sistema absurdo. La misma, exactamente la misma mercadería que venía de lejos encarecida por la distancia y el esfuerzo, la ofrecía el barco inglés, sin el sello de la Casa de Contratación de Sevilla, pero casi cinco veces más barata. Porque España, si bien sellaba todas las mercaderías, no las producía, porque con los metales llegados de América simplemente los adquiría a Inglaterra u Holanda, aniquilando su propia industria y creando las bases materiales para que el contrabando causase estragos a través de cada uno de los puertos en toda la extensión de Hispanoamérica.
Y así ocurría. El contrabando fue creando sectores sociales vinculados a su actividad desde los primeros momentos. Estos sectores, al poco tiempo, no sólo constituían grupos de poder económico, sino que tenían destacados representantes en los principales cargos en el Cabildo.
Era tan rentable la actividad que resultaba la tarea más sencilla y redituable.
La vida de Hernandarias fue un ejemplo de derrota de quienes pretendían luchar contra los contrabandistas. Fue el único americano que logró tener su cuadro colgado en la Casa de Contratación de Sevilla, pero fue, en realidad, vencido por los cabildantes de Buenos Aires.
Estos sectores nacidos del contrabando, fueron el origen de las burguesías comerciales de cada uno de los puertos de la América Hispana.
Con el tiempo, una América estructurada de esa manera se iba a hacer trizas levantando la bandera del comercio libre.
Ese fue el segundo capítulo en la historia de la división de América latina.
La necesidad de la emancipación de España iba a ser el resultado natural de ese proceso.
Cuando estalló la revolución emancipadora cada puerto fue imponiendo la visión que tenía a partir de sí mismo.
El puerto, como actividad principal de la intermediación vinculada con Inglaterra, y el espacio necesario, como complemento de esa intermediación fue la base geográfica que cada burguesía comercial incorporó a su planteo de independencia. Ni más extenso, ni más pequeño. El necesario como para que la actividad intermediaria siga enriqueciendo al originario sector del contrabando.
Pero en todo este conjunto de relaciones que iba naciendo durante los primeros siglos de la América hispana, había otro detalle muy importante para nosotros y que será específico en América latina en el problema de la cultura: las mercaderías no llegaban solas. Estaban siempre acompañadas de libros, que llegaban en los mismos barcos y que tenían como misión explicarnos, entre otras cosas, lo beneficioso e importante que significaba para nuestros pueblos el consumo de esas mercaderías.
Pero no sólo de eso hablaban los libros que llegaban. Explicaban también las modas literarias, los proyectos sociales, el valor indiscutible del hecho consumado, la consolidación inglesa y las bellezas de Francia. En suma, llegaba también una cultura.
Una concepción de la vida y una visión de la sociedad.
Un conjunto de valores tácitos de los cuales se desprendían una conducta colectiva ejemplar para una sociedad futura. Un concepto, en fin, distinto, de cultura.
Estos nuevos valores llegados sirvieron para consolidar las independencias de los distintos Estados. Para enseñarnos una economía que no genere un poder propio para los latinoamericanos y para desconocernos entre nosotros culturalmente.
Las distintas independencias materializaron esta realidad por más de un siglo y medio. La nueva situación de Latinoamérica, fundamentalmente desde el nacimiento del Mercosur, pone sobre la mesa la necesidad de saber porqué estamos como estamos. De reconocernos hacia atrás, para proyectarnos hacia delante.
Si lo hacemos con la conciencia clara de todas las frustraciones, nuestro ingreso a estos nuevos tiempos será irreversible.

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